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La carne troceada fue llevada hasta el portal de la alcaldía y el gordo la repartió entre los presentes.

– Tú. ¿Qué parte quieres, viejo?

Antonio José Bolívar respondió que sólo un trozo de hígado, entendiendo que la gentileza del gordo lo inscribía en la partida.

Con el pedazo de hígado caliente en la mano regresó a la choza, seguido por los hombres que cargaban la cabeza y otras partes indeseadas del animal para botarlas al río. Ya oscurecía, y entre el rumor de la lluvia se escuchaba el ladrido de los perros disputándose las enlodadas tripas de la nueva víctima.

Mientras freía el hígado tirándole palitos de romero, maldijo el incidente que lo sacaba de su tranquilidad. Ya no podría concentrarse en la lectura, obligado a pensar en el alcalde como cabeza de expedición al otro día.

Todos sabían que el alcalde le tenía ojeriza, y con seguridad la bronca había aumentado luego del incidente con los shuar y el gringo muerto.

El gordo podría causarle problemas, y se lo había hecho saber antes.

Malhumorado, se puso la dentadura postiza y masticó los secos pedazos de hígado. Muchas veces escuchó decir que con los años llega la sabiduría, y él esperó, confiando en que tal sabiduría le entregara lo que más deseaba: ser capaz de guiar el rumbo de los recuerdos y no caer en las trampas que éstos tendían a menudo.

Pero, una vez más, cayó en la trampa y dejó de sentir el rumor monótono del aguacero.

Hacía varios años desde la mañana en que al muelle de El Idilio arribó una embarcación nunca antes vista. Una lancha plana de motor que permitía viajar cómodamente a unas ocho personas, sentadas de dos en dos, no como en la entumece-dora fila india de los viajes en canoa.

En la novedosa embarcación llegaron cuatro norteamericanos provistos de cámaras fotográficas, víveres y artefactos de uso desconocido. Permanecieron adulando y atosigando de whisky al alcalde varios días, hasta que el gordo, muy ufano, se acercó con ellos hasta su choza, señalándolo como el mejor conocedor de la amazonia.

El gordo apestaba a trago y no dejaba de nombrarlo su amigo y colaborador, mientras los gringos los fotografiaban, y no sólo a ellos, a todo lo que se pusiera frente a sus cámaras.

Sin pedir permiso entraron a la choza, y uno de ellos, luego de reír a destajo, insistió en comprar el retrato que lo mostraba junto a Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. El gringo se atrevió a descolgar el retrato y lo metió en su mochila, dejándole a cambio un puñado de billetes encima de la mesa.

Le costó sobreponerse a la bronca y sacar el habla.

– Dígale al hijo de puta que, como no deje el retrato en donde estaba, le meto los dos cartuchos de la escopeta y le vuelo los huevos. Y conste que siempre la tengo cargada.

Los intrusos entendían castellano, y no precisaron que el gordo les detallara las intenciones del viejo. Amistoso, les pidió comprensión, argüyó que los recuerdos eran sagrados en esas tierras, que no lo tomaran a mal, que los ecuatorianos, y especialmente él, apreciaban mucho a los norteamericanos, y que si se trataba de llevarse buenos recuerdos él mismo se encargaría de proporcionárselos.

En cuanto tuvo el retrato colgado en el lugar de siempre, el viejo accionó los percutores de la escopeta y los conminó a marcharse.

– Viejo pendejo. Me estás haciendo perder un gran negocio. Los dos estamos perdiendo un gran negocio. Ya te devolvió el retrato. ¿Qué más quieres?

– Que se marchen. No hago negocios con quienes no saben respetar la casa ajena.

El alcalde quiso agregar algo, mas al ver cómo los visitantes hacían un mohín de desprecio antes de emprender el regreso, se enfureció.

– El que se va a marchar eres tú, viejo de mierda.

– Yo estoy en mi casa.

– ¿Ah, sí? ¿Nunca te has preguntado a quién pertenece el suelo en donde levantas tu inmunda covacha?

Antonio José Bolívar se sintió verdaderamente sorprendido con la pregunta. Alguna vez tuvo un papel membreteado que lo acreditaba como poseedor de dos hectáreas de tierra, pero estaban varias leguas río arriba.

– Esto no es de nadie. No tiene dueño.

El alcalde rió triunfante.

– Pues te equivocas. Todas las tierras junto al río, desde la orilla hasta los cien metros tierra adentro, pertenecen al Estado. Y, por si se te olvida, aquí el Estado soy yo. Ya hablaremos. De ésta que me hiciste no me olvido, y yo no soy de los que perdonan.

Sintió deseos de oprimir los gatillos y descargarle la escopeta. Incluso imaginó la doble perdigonada entrándole por la voluminosa barriga, impulsándolo hacia atrás al tiempo que la descarga salía llevándose el triperío y parte de la espalda.

El gordo, al ver los ojos encendidos del viejo, optó por alejarse rápido y al trote alcanzó al grupo de norteamericanos.

Al día siguiente la embarcación plana dejó el muelle con tripulación aumentada. A los cuatro norteamericanos se agregaron un colono y un jíbaro recomendados por el alcalde como conocedores de la selva.

Antonio José Bolívar Proaño se quedó esperando la visita del gordo con la escopeta preparada.

Pero el gordo no se acercó a la choza. Quien sí lo hizo fue Onecen Salmudio, un octogenario oriundo de Vilcabamba. El anciano le prodigaba simpatía por el hecho de ser ambos serranos.

– ¿Qué hubo, paisano? -saludó Onecen Salmudio.

– Nada, paisano. ¿Qué va a haber?

– Yo sé que hay algo, paisano. La Babosa se me acercó también pidiéndome que acompañara a los gringos monte adentro. Apenas logré convencerlo de que a mis años no llego muy lejos. Cómo me aduló la Babosa. Me repetía a cada rato que los gringos se sentirían felices conmigo, considerando que también tengo nombre de gringo.

– ¿Cómo así, paisano?

– Pero sí. Onecen es el nombre de un santo de los gringos. Aparece en sus moneditas y se escribe separado con una letra «te» al final. One cent.

– Algo me dice que no vino para hablarme de su nombre, paisano.

– No. Vengo a decirle que tenga cuidado. La Babosa le agarró tirria. Delante mío les pidió a los gringos que cuando vuelvan a El Dorado hablen con el comisario para que éste le mande una pareja de rurales. Piensa botarle la casa, paisano.

– Tengo munición para todos -aseguró sin convencimiento. Y en las noches siguientes no concilio el sueño.

El bálsamo contra el insomnio le llegó una semana más tarde al ver aparecer la embarcación plana. No fue un arribo elegante el que hicieron. Chocaron contra los pilotes del muelle y ni se preocuparon de subir la carga. Venían sólo tres norteamericanos, y apenas saltaron a tierra partieron disparados en busca del alcalde.

Al poco rato lo visitó el gordo, en son de paz.

– Mira, viejo, hablando se entienden los cristianos. Lo que te dije es cierto. Tu casa se levanta en terrenos del Estado y no tienes derecho a seguir aquí. Es más, yo debería detenerte por ocupación ilegal, pero somos amigos, y, así como una mano lava la otra y las dos lavan el culo, tenemos que ayudarnos.

– ¿Y qué quiere ahora de mí?

– En primer lugar, que me escuches. Voy a contarte lo ocurrido. A la segunda acampada se les arrancó el jíbaro con un par de botellas de whisky. Tú sabes cómo son los salvajes. No piensan más que en robar. Y, bueno, el colono les dijo que no importaba. Los gringos querían llegar bien adentro y fotografiar a los shuar. No sé qué les gusta tanto de esos indios en pelotas. El asunto es que el colono los guió sin problemas hasta las inmediaciones de la cordillera del Yacuambi, y dicen que ahí los atacaron los monos. No les entendí todo, porque vienen histéricos y todos hablan al mismo tiempo. Dicen que los monos mataron al colono y a uno de ellos. No puedo creerlo. ¿Cuándo se ha visto que los micos maten a las personas? Además, de una sola patada se despacha a una docena. No puedo entenderlo. Para mí que fueron los jíbaros. ¿Qué opinas?

– Usted sabe que los shuar evitan meterse en problemas. Seguro que no vieron ni a uno. Si, como dicen, el colono los llevó hasta la cordillera del Yacuambi, sepa que hace tiempo que los shuar se marcharon de ahí. Y sepa también que los monos atacan. Es cierto que son pequeños, pero mil de ellos destrozan un caballo.