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El caso es que el sueño de aquel sultán victorioso, que se hizo labrar y traer el mármol de Italia y que hizo construir un estanque a cada una de sus cuatro esposas legítimas para que pudieran bañarse solas, acabó reducido a escombros por su sucesor Mulay Ismaíl. En la formidable estampa del palacio, ingeniado al parecer por un arquitecto español, el sultán terrible sólo vio un providencial ahorro respecto de lo que le costaba comprar en Italia el mármol que él precisaba para sus propios proyectos. De modo que lo echó entero abajo, apenas cien años después de que fuera levantado. El aspecto actual, en consecuencia, es más obra suya que de Ahmed al-Mansur. Todo lo que hoy puede hacerse en el palacio Badi es pasear entre sus estanques, darse una vuelta por los semiderruidos pabellones y meditar sobre la brevedad y la intrascendencia de las glorias humanas. Ahmed alMansur llegó a establecer alianzas con Isabel de Inglaterra y a plantarle cara a Felipe II, el monarca más poderoso de su tiempo. Mientras el español empalidecía enterrado bajo una montaña de despachos en el monasterio de El Escorial, el epicúreo sultán se refrescaba en sus idílicos jardines. Ver hoy los despojos de este palacio es un ejercicio aleccionador, y el paisaje, fruto consecutivamente del ensueño, el salvaje expolio y una mínima restauración posterior, no deja de tener su encanto.

Mientras paseamos por el palacio Badi se nos acerca una chica que nos pide que la fotografiemos con sus dos compañeras. Forman un grupo insólito, las tres con pantalones cortos y blusas sin mangas. Resulta difícil precisar si son marroquíes o árabes. Se nos han dirigido en francés y la cámara, la observo mientras la tengo entre mis manos, es un modelo japonés bastante costoso. Las muchachas no tienen la piel muy oscura pero sus ojos y sus cabellos son de un negro profundo. Dos llevan largas cabelleras sueltas, algo que se ve poco en la mujer marroquí. Les disparo la foto y me lo agradecen con rápida simpatía. Quizá sean de Casablanca, la parte más europeizada del país. En todo caso, la extrañeza que nos producen deja patente hasta qué punto es inusual encontrarse en Marruecos con grupos de mujeres como éstas. Combinado con los rasgos característicos de su raza, su aire cosmopolita les da un atractivo especial.

Desde el palacio Badi vamos a las cercanas tumbas de los sultanes saadíes, una recoleta necrópolis en excelente estado de conservación. Según dicen, cuando Mulay Ismaíl iba a pasarles la piqueta por encima, para aligerarlas del mármol, alguien le advirtió de que existía una maldición reservada a quien se atreviera a profanar aquellas tumbas. Mulay Ismaíl resultó ser supersticioso y, enrabietado, ordenó tapiar la entrada. La leyenda sigue diciendo que durante muchos años permanecieron olvidadas, hasta que en 1917 las redescubrieron los franceses al hacer un levantamiento topográfico de la ciudad. Las tumbas, entre las que se encuentra la del victorioso Ahmed al-Mansur, son quizá uno de los más esplendorosos monumentos de todo Marruecos. En sus salas, cuyas bóvedas se asientan en columnas del más fino mármol de Carrara, hay azulejos de colores, arabescos de yeso, estucos con inscripciones de caprichosos trazos, artesonados de cedro, estalactitas que caen del techo. Y en el suelo, bajo sus sencillas lápidas de mármol, reposan los sultanes. Incluso mi tío, que no es especialmente entusiasta de las ruinas que le traemos a ver, se queda admirado de las tumbas, que no conoció durante los años que vivió aquí. Tienen una combinación de refinamiento y modestia que impresiona a todos. Los visitantes lanzan cerradas descargas de flashes contra los techos, las lápidas, las columnas, mientras los impasibles celadores marroquíes parecen observar con un poco de condescendencia la fiebre de estos advenedizos por las cuatro tumbas viejas que ellos tienen la aburrida obligación de vigilar.

De los otros muchos destinos que podríamos seleccionar, nos inclinamos por la medersa Ibn Yussuf (o Ibn Yussef, como más bien nos suena la forma en que mi tío pronuncia el nombre). La elección va a tener sus consecuencias, porque la medersa se halla en lo más intrincado de la medina. En una primera impresión, consultando el plano y después de localizarla sobre él, mi tío cree que sabrá llegar. Nos internamos así con el coche en la medina, y a medida que nos vamos alejando de la zona más próxima a Xemaa-elFna y los zocos, aparece ante nuestros ojos el cuadro ajado y polvoriento de las profundidades de la vieja Marrakech. Las casas siguen siendo de ese rojo un poco rosáceo, pero con el polvo que los transeúntes y los vehículos levantan del piso de tierra, adquieren una tonalidad más apagada. Muchas de las fachadas aparecen mal enlucidas, desconchadas, o incluso con los ladrillos de debajo roídos por el tiempo. Todavía hoy, la medina guarda los vestigios de la inmensa ruina que durante mucho tiempo fue. Además en muchas de sus calles la luz entra a placer, y con ella el calor. Entre éste y las palmeras que aparecen aquí y allá, uno llega a tener la impresión de encontrarse en una ciudad del desierto.

Pero lo mejor de esta medina de Marrakech es el paisaje humano que el viajero se tropieza. Desde el coche no perdemos detalle: los niños, los viejos, los hombres, las mujeres. Todos tienen algo que les distingue. Abundan más que en otras ciudades los que van vestidos a la usanza tradicional, con toda la gama de colores, que resaltan netamente sobre el fondo pálido de los muros. Resulta curioso encontrarlos aquí, en Marrakech, donde están los hoteles más exclusivos, las colonias de extranjeros excéntricos y a sólo unos pocos kilómetros la ciudad nueva con sus grandes avenidas y sus clubes nocturnos. Si uno toma la avenida Mohammed V en la ciudad nueva y la sigue hasta el interior de la ciudad vieja, puede sin cambiar de calle retroceder unos cuantos siglos y varios miles de dólares anuales de renta per cápita (cuántos miles, sería arduo calcularlo).

Desde luego, por el descuido de los inmuebles y las vías públicas, se percibe en seguida que quienes quedan aquí (salvo pocas excepciones) son los menos favorecidos, quienes no pueden comprarse un piso luminoso en una calle con acera y asfaltada de la ciudad nueva. Casi no miran al forastero, salvo que quieran pedirle o venderle algo, y simplemente llevan adelante su existencia. A veces tienen su misterio, como una mujer que nos cruzamos a mitad de camino. Va descubierta, con una deslumbrante chilaba morada, tenuemente maquillada (la negrura de sus ojos la exime de esa servidumbre) y el pelo recogido atrás. Mira hacia nuestro coche durante una milésima de segundo y luego sigue caminando con la mirada perdida en el vacío, igual que si caminara por una playa de arena dorada o por una alfombra roja puesta para ella sola a la entrada de un baile. Pero el lugar por el que pasea su orgullosa silueta morada es una calleja infecta, llena de desperdicios y de casas que se vienen abajo.

Al final, mi tío debe reconocer que se ha perdido. No parece una gran idea tratar de moverse y orientarse en coche por la medina, porque su trazado no se corresponde mucho con los que un conductor está acostumbrado a administrar. En la medina girar tres veces equivale a perder casi inexorablemente la orientación. No hay dos calles paralelas o dos perpendiculares, todas son oblicuas y curvas. Preguntamos a un hombre que nos da explicaciones confusas, a otro que nos dice que es muy difícil llegar desde aquí y por último a un chaval en bicicleta que se ofrece a guiarnos. Lo que sigue es una experiencia inolvidable. El chaval de Marrakech busca su camino en el laberinto de la medina sin ser demasiado consciente de que lo que lleva detrás es un coche. Va, sin más, por donde él iría con su bicicleta. Eso nos obliga a pasar por callejas donde sólo queda medio metro a cada lado del coche, con los retrovisores recogidos. En ese medio metro caben personas de todas las edades y tamaños, burros, bicicletas, ciclomotores, carritos. Hay momentos en los que parece que no vamos a seguir avanzando, aunque todos se apartan y nadie se ofende. Sacando una mano por la ventanilla podríamos meterla en alguna de las casas. Por si eso fuera poco, cada vez hace más calor, y los lugares por los que pasamos cada vez están más dejados de la mano de Dios. Cuando ya no sabemos si llegaremos a alguna parte o pereceremos en el asador en que se ha convertido nuestro coche, el guía se vuelve y señala alborozado. Parece que un poco más adelante está la medersa Ibn Yussuf.