En todo caso, Marruecos no es el lugar donde a una mujer se le ofrecen mejores perspectivas en el mundo, y mis primas, que tienen pasaporte español, intuyen que tarde o temprano tendrán que marcharse. No les gustan los hombres marroquíes, que les parecen retrógrados y anticuados, e incluso reniegan de la manera en que sus compatriotas se comportan por el mundo.
Para mi prima mayor, no es extraño que los marginen, por su falta de educación y de conocimiento. Mis primas, comprendo al oír eso, son una mezcla problemática de europeas y africanas. Han vivido en España, hablan con soltura de nativas tres lenguas y alguna otra decentemente. Sin duda el conflicto es en ellas más acusado que en sus compatriotas, y sin duda les resulta más difícil que a éstas encararlo con frialdad y distanciamiento.
Regresamos a casa de madrugada. A lo lejos se dibujan bajo su potente iluminación la torre Hassan y el mausoleo de Mohammed V. También las murallas del palacio real están iluminadas por los focos que apenas sobresalen del igualado césped que hay a sus pies. Por las desiertas avenidas de Rabat pasa de vez en cuando un coche a toda velocidad, invadiendo el carril contrario y saltándose todos los semáforos.
– Borrachos -dice mi prima mayor-.
Ésa es otra, no saben beber, sólo emborracharse como borricos.
Las dejamos en casa y volvemos al hotel. Esta noche ya sólo quedan en el vestíbulo convertido en bar los últimos restos de la celebración. Una mujer aburrida que está junto a un hombre somnoliento nos mira con curiosidad y un punto de descaro. Pienso que en todos los lugares son a menudo las mujeres las que ven, mientras los hombres duermen.
Jornada Séptima. Rabat-Marrakech
Pasamos temprano por casa para recoger a mi tío. Cuando supo que veníamos a Marruecos y que teníamos intención de bajar hasta Marrakech, se ofreció a hacernos de guía él mismo en esta parte del viaje. En su juventud, recién incorporado a la policía, tuvo en Marrakech su primer destino y allí pasó algunos años. La experiencia acumulada entonces le vale para hacer en primer lugar una advertencia climatológica.
Viajar el 1 de agosto a Marrakech es como estar loco. Va a hacer un calor malísimo, ya lo veréis.
Para ir de Rabat a Marrakech lo más corto y lo menos penoso es tomar la autopista hasta Casablanca y desde allí bajar hacia Settat y seguir a partir de esta ciudad en dirección sur. El primer tramo de la ruta no es más de lo que suele ser una autopista, es decir, una vía que no pasa por ninguna parte y que sólo de vez en cuando permite ver lo que se va dejando al lado, en este caso la playa y el Atlántico. No atravesamos Casablanca, que dejamos a nuestra izquierda, pero rozamos alguno de sus arrabales. Por cierto que no nos resulta demasiado atractivo. Cuando abandonamos la autopista, a la altura del aeropuerto, nos encontramos en una carretera con un denso tráfico, donde se circula con gran incomodidad. Por añadidura, desde Berrechid hasta Settat se atraviesa un paisaje árido, que tiene esa dureza implacable del Marruecos más inhóspito. Junto a la carretera hay casas de labor, cuyo aspecto no es excesivamente boyante. Atados a los vallados se ven los sempiternos borriquillos, que parecen meditar con la mirada perdida ante sí. Me gustan estos burros meditabundos de Marruecos. Le hacen a uno imaginar que en realidad son más listos que el hombre, en cuyos afanes se implican sólo físicamente, a cambio de alimento seguro y de una absoluta paz mental. Vuelvo a lamentar que ya casi no se pueda verlos en España. Son una pérdida irreparable para el paisaje.
Settat no debería ser más que un pueblo perdido en mitad de la llanura entre Casablanca y Marrakech, y de hecho eso era hasta hace poco tiempo. Pero conoció la fortuna de que en él viniera al mundo el ministro preferido del rey, que lleva ocupando la cartera de Interior desde hace veinte años. 3 Los sucesivos jefes de Gobierno nombran al ministro de Economía y al de Asuntos Exteriores, pero el rey siempre mantiene en las tres carteras clave para él (Justicia, Interior y Defensa) a personas de su directa confianza. Lo bueno de todo eso para Settat es que la prolongada influencia de su ilustre hijo la ha convertido en una ciudad modélica. En sus estupendas avenidas se suceden edificios de mármol, cuidados jardines, majestuosas fuentes. Toda Settat es una explosión ornamental. El edificio del ayuntamiento, construido sin reparar en gastos, quita la respiración. Los bloques de viviendas son igualmente lujosos, y en sus polígonos industriales (bastante mejor urbanizados que los de España, dicho sea de paso) se han instalado numerosas multinacionales. Las fábricas, más que fábricas, parecen pabellones de una flamante feria de muestras. Veo el logotipo de una conocida empresa española. Alguna ventaja de otra índole habrá persuadido a sus responsables para soslayar los claros inconvenientes que el emplazamiento de Settat, en el interior y comunicada con la costa por una carretera algo deficiente, opone a la distribución de sus productos. Pero el colmo de todo es la ubicación en la ciudad de la universidad Hassan II. La universidad, un conjunto de bonitos edificios de tejados verdes y muros amarillos, se ve desde la carretera al otro lado de una extensión casi infinita de césped. Esta pradera pro digiosa es el Royal Club de Golf Universitaire, cuya factura de agua debe de ser realmente onerosa, a juzgar por el aspecto predesértico de los montes que rodean la universidad.
Paramos en Settat a tomar algo. Nos sentamos en la terraza de una cafetería instalada en los bajos de un edificio de apartamentos recién construido. Las mesas son de mármol, como casi todo aquí, y están inmaculadas. Es la primera vez que vemos una cosa así en Marruecos, donde con cierta frecuencia uno come en mesas que nunca limpia nadie. Pedimos unos refrescos que el camarero nos trae displicente. Después nos cobra una cantidad abusiva de dinero, incluso juzgada con criterios monetarios españoles. El progreso, en forma de inflación, le pasa su factura a Settat.
El resto del camino a Marrakech, que atraviesa parajes cada vez más calurosos, calizos y resecos, se nos hace un poco largo. Para distraernos sintonizamos la radio. A veces cazamos emisoras españolas, aunque se oían mucho mejor en la autopista entre Rabat y Casablanca. Allí pudimos sorprender alguna de las canciones del verano que empezaban a sonar en España cuando vinimos. Por alguno de esos estúpidos pero infalibles mecanismos que saben excitar las canciones del verano, nos invade una alegría involuntaria al escuchar sus acordes con el paisaje marroquí de fondo.
Antes de llegar a Marrakech pasamos por Benguerir, un pueblo en principio sin mayor importancia, si no fuera porque en sus proximidades se encuentra una gran base aérea construida por los estadounidenses. La entrada de la base está junto a la carretera, y al pasar quedamos asombrados por su desproporcionada y fantasiosa belleza, alejada de la idea que uno suele tener del acceso a una base de aviación. Es una gran puerta monumental que recuerda la entrada de una alcazaba. Imagino que más allá de esa puerta, en el interior de la base, los americanos se habrán construido todas las infraestructuras que necesiten sus militares (hamburgueserías incluidas). El cercano pueblo ofrece pocas atracciones y Marrakech está a setenta y dos kilómetros de carretera normal marroquí, lo que significa una apreciable distancia.
Entre Benguerir y Marrakech se atraviesa una pequeña cadena montañosa, el Ybilet, breve anticipo del Atlas. Cuando se superan esos montes se ofrece a la vista la lejana cordillera y antes de ella los palmerales que rodean Marrakech (o Marrakus, transcripción al parecer más correcta); la ciudad roja, la capital bereber del sur.
Como advirtiera mi tío, el calor de este mediodía marrakchí de agosto es agobiante. Ponemos el aire acondicionado del coche y subimos las ventanillas. Es una debilidad, pero nadie va a recompensarnos por sufrir. Desde nuestro microclima artificial, contemplamos la extensión del palmeral que discurre ante nuestros ojos. Las palmeras, de muy diversas alturas, forman una capa de color verde pálido que parece flotar sobre la tierra desolada. De vez en cuando aparecen entre las palmeras algunos muros de adobe rojo. Es un rojo entre anaranjado y rosáceo. El mismo tono que después veremos constantemente en Marrakech, tanto en la vieja medina como en los edificios nuevos, que construyen de ladrillo y cemento pero pintan de ese color. Este paisaje de palmeras nos recuerda que Marrakech es la puerta del desierto. Al sur están las montañas del Alto Atlas, y un poco más allá, el inmenso Sáhara.