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La avenida no es fea. Hay muestras relativamente cuidadas de arquitectura modernista, que se deben entre otros a un tal Enrique Nieto, un seguidor de Gaudí instalado en la ciudad a comienzos de siglo, y a las veleidades artísticas de algunos ingenieros militares. Esta zona inmediata a la plaza de España es con mucho la parte más atractiva de la ciudad, y la única en la que parece haberse hecho un esfuerzo decidido de preservación. Melilla siempre ha estado sometida a la incertidumbre que se deriva de su condición de ciudad incrustada en territorio extranjero, y nunca se ha invertido en ella más de lo imprescindible. Es significativo que a principios de siglo, cuando más exaltado estaba el imperialismo español sobre Marruecos, los alquileres fueran tan elevados como para permitir la amortización de los inmuebles por sus propietarios en un plazo de cuatro o cinco años. Nadie se fiaba de un plazo más largo para recuperar su dinero, porque Melilla siempre ha estado expuesta al fin, a caer en las manos del moro, de las que tan trabajosamente se la viene defendiendo desde hace ya quinientos años.

La avenida se acaba pronto. A medida que nos alejamos y empezamos a subir, aparece ante nosotros la faz menos lucida de la ciudad. Las calles están sucias, los edificios, viejos y descuidados. Las tiendas son sustituidas por los mercadillos callejeros, donde la actividad sí es febril. En ellos se venden productos de aseo personal y de limpieza doméstica, ropa, fruta, hortalizas. A medida que nos internamos en esta zona, ya no cabe hacerse ilusiones: estamos, de golpe, en una ciudad musulmana.

Hasta entonces, mientras avanzábamos por la avenida, nos hemos cruzado esporádicamente con algunos moros de diversos pelajes. Entre todos nos han llamado la atención algunos de edad madura y aspecto señorial, vestidos con chilabas y camisas impolutas, siempre blancas. Detenidos en una esquina o un portal, departían con ese aplomo y esa falta de apresuramiento que distinguen a quienes han conseguido sujetar las riendas de la vida. En modo alguno se les veía disminuidos o apocados en la avenida principal de la ciudad gobernada por los europeos. He podido, al paso, fijarme en el costosísimo reloj de oro de uno de ellos, y me han asaltado intuiciones razonables acerca de la manera en que se ganan el respeto de quienes tienen en la mente y en la sangre la irresistible propensión a menospreciarles. Se trata de esa lejana consecuencia de la Revolución Francesa que tan incorrecto resulta enunciar en su cruda realidad: todos los hombres con dinero en el bolsillo en una cantidad mínimamente apreciable son más o menos iguales ante la ley. La ley que al final se impone siempre, la de la selva.

Sin embargo, ahora que la atildada ciudad colonial ha quedado atrás y se desata el súbito desaliño de la ciudad moruna, el paisaje humano se vuelve más móvil y variopinto. Los graves moros de blanco que aquí nos tropezamos, más escasos, son todavía más impresionantes por la altivez con que observan al resto. Pero el interés está ahí, en los demás. En los vendedores que porfían a gritos para endosar su mercancía, en las mujeres que revuelven desabridas los géneros, en los niños indisciplinados y en la muchedumbre de hombres ociosos, que apoyados en las paredes lo examinan todo con una mirada oscura y torva. Son los primeros de los muchos que veremos. Hombres en la plenitud de sus fuerzas, mirando pasar la vida como si esperaran algo que saben que no ha de ocurrir nunca. Son tantos y marcan de tal forma el paisaje de las ciudades y los pueblos magrebíes que les han inventado un nombre, los hittistes, "los que sostienen las paredes". Los que aquí vemos deben estar acostumbrados a vigilar al europeo, pero nuestro aspecto manifiestamente forastero nos depara un escrutinio que parece alcanzar una minuciosidad especial. También tendremos que irnos haciendo a ese escrutinio, que se agravará en cuanto atravesemos la frontera.

Recorriendo el mercadillo me veo a mí mismo en Madrid, hace veinte años, cuando en los rastrillos de los barrios o en el Rastro céntrico se vendían esos mismos productos: artículos para la subsistencia que hoy todo el mundo compra en España en los hipermercados que nos pusieron los franceses o en los que unos pocos espabilados autóctonos levantaron imitándoles. Muchos de los compradores en el mercadillo de Melilla son plausiblemente visitantes del otro lado de la frontera, que vienen a hacerse con champú, detergente o falsa ropa de marca, para su uso propio o, en mayor medida, para luego revender la mercancía en Marruecos, donde se cotiza bien.

En el mercado de fruta y hortalizas, por el contrario, son los vendedores los que deben venir del otro lado, porque parece más bien dudoso que en Melilla haya mucho sitio para huertas. Otro síntoma es que entre los compradores abundan aquí los españoles, inexistentes en el mercadillo por el que acabamos de pasar. El género no es abundante y por lo común tiene buen aspecto, pero no ese buen aspecto aséptico y plastificado de las fruterías europeas, sino el de lo recién arrancado de la tierra. Sentados en el suelo junto a sus productos se hallan quienes los venden, mujeres y hombres gastados por el esfuerzo, que pueden ser también quienes los cultivan. Son taciturnos, como quien defiende algo que se ha sacado de dentro, marcando con ello la diferencia con los vocingleros del mercadillo de ropa y droguería, que revenden lo que antes compraron.

A ambos lados de la marquesina bajo la que se organiza el mercado de fruta hay mesas y sillas y en ellas vemos a los primeros hombres (porque son hombres, siempre) entregados al despacioso ritual del té a la hierbabuena. Nos fijamos en el té de color verde apagado, en el que flotan las hojas de color verde vivo de la hierbabuena recién arrancada. Los vasos humean y sólo muy de vez en cuando se ve a algún bebedor largar un trago ruidoso al brebaje ardiente. Lo principal es darle vueltas al vaso, cogiendo el filo entre el pulgar y el índice, y para algunos ni siquiera eso, sino sólo dejar la mano muerta junto al té humeante, viendo pasar a los transeúntes. Sentimos la curiosidad de probarlo, pero no hay una sola mesa libre ni perspectivas de que se desocupe alguna. Así que nos disponemos a desandar el camino hecho, en dirección al mar.

Todavía en la ciudad musulmana, dos sensaciones intensas y dispares salen a nuestro encuentro. Una, omnipresente en el calor de este mediodía, es el olor. Un olor parcialmente fétido, de alimentos en descomposición, que me recuerda el olor que más de una vez percibí hace muchos años en algún rincón desheredado de ciudades españolas. El olor fuerte y a la vez turbiamente estimulante de lo que se pudre al sol. La segunda sensación la experimentamos al cruzarnos con un grupo de moras muy jóvenes. Van con vestidos largos de colores oscuros, pero llevan la cabeza sin cubrir y una de ellas una airosa cabellera suelta. Sus ropas son granates, sus cabellos muy negros y la piel muy blanca. Ríe ruidosamente y se mueve con rapidez y desparpajo. A los tres nos sorprende la poderosa belleza de la muchacha. Uno tiene la sospecha, no sé si fundada o arbitraria, de que en las fantasías de los españoles, rendidas por el cine y la televisión al arquetipo nórdico, las mujeres marroquíes ocupan un espacio subalterno, si es que ocupan alguno. De hecho, quizá ninguno esperaba que aquí hubiera mujeres así, con ese atractivo descarado y esa blancura subrayada por el fulgor nocturno de los ojos, cuyo misterio vuelve anodina la blancura de las europeas. Pero también a eso habremos de habituarnos, porque no es la primera mora bonita con la que vamos a tropezarnos, ni mucho menos. Por casualidad me acuerdo ahora de un libro en el que pude comprobar cómo un español muy significado ponderaba la belleza de las marroquíes. Debería haber tenido más en cuenta aquel caso a la hora de forjar mis expectativas, porque no se trataba precisamente del español más fogoso y sensual que vieron los siglos. El libro era Diario de una bandera y su autor el entonces comandante del Tercio de Extranjeros y más tarde general superlativo de todos los ejércitos Francisco Franco Bahamonde.