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Hoy los descendientes de aquel caíd pueden pasear junto a las aguas grises de la bahía, bajo las primeras luces de la ciudad que los vencedores colgaron del acantilado para proclamar su poder. De aquellos invasores sólo queda el nombre de la playa, como un resto exótico, y una fisonomía urbana que emparenta a Alhucemas con las ciudades españolas de los años cincuenta. Pero también esto está desdibujado. Ni siquiera hay demasiada gente que hable español en Alhucemas, aunque todavía es posible oírlo por las calles y leerlo en algún letrero. Al parecer, muchos de los que lo entienden deben el conocimiento más a la televisión que a una herencia de aquella época. Todas las ambiciones y fantasías por las que aquí murieron tantos hombres se han esfumado y hoy son otros los sueños y los afanes. Hoy los nietos y los bisnietos de los antiguos beniurriagueles se marchan con rumbo norte, para volver sólo de verano en verano con las manos llenas de las migajas de la opulencia europea. Pero ésta es su tarde y están en su casa. Siempre es bueno tener un sitio al que volver, de eso no cabe duda. Respiramos la brisa del Mediterráneo y miramos hacia arriba, como hacen muchos. La silueta de la mezquita principal de Alhucemas, que a su constructor debió de placerle asomar al mar, sobresale como un pastel de nata ribeteado de menta por encima del acantilado. Es una imagen limpia y hermosa, la de la sencilla mezquita blanquiverde contorneada de luces.

Volvemos a subir hasta la ciudad y la recorremos de este a oeste, atravesando primero el centro y siguiendo luego lo que debía de ser el trazado de la carretera general. Después de subir y bajar algunos toboganes llegamos hasta el extremo más occidental de Alhucemas. Hamdani se aparta de la carretera y callejea hasta que desembocamos en una plaza sin salida. No está asfaltada y la forman unos edificios de viviendas de cuatro o cinco alturas. Es un barrio cualquiera de la ciudad, con la gente sentada en los portales y los chavales correteando de un lado a otro y alargando bajo la luz solar moribunda un anárquico juego de pelota. El aire es denso y huele intensamente; ni mal ni bien, sino a ese olor a vida que tiene a veces el verano y que todos hemos sentido alguna vez en nuestra infancia. Es imposible no acordarse de cuando era uno el que le arreaba patadas a la pelota, en un barrio que tampoco era tan diferente. Hace veinticinco años, todavía había muchas plazas sin asfaltar en las ciudades españolas. Este trozo de vida de Alhucemas se ofrece a nuestros ojos mientras nuestro conductor da conciertos apuros la vuelta. Celebramos habernos extraviado, si es que eso ha sido. Apuramos la imagen cotidiana como una de esas valiosas piezas recónditas y casuales que depara el viaje.

Con la anochecida las paredes blancas de Alhucemas se vuelven grises y azuladas, con reflejos de ámbar pálido. Deshacemos el camino y al pasar junto a una teleboutique (locutorio telefónico) le pedimos a Hamdani que pare para llamar a España. Las madres siempre quedan preocupadas cuando sus hijos salen por el mundo (mucho más si van al tercero), y a los tres nos viven por fortuna las madres. De mi madre se encarga por los dos mi hermano. Yo llamo a casa y compruebo que no sólo las madres se inquietan. Por alguna razón consigo conectar y termino antes de que Eduardo y mi hermano hayan logrado establecer comunicación. Eso me da unos minutos para charlar con Hamdani y echar un vistazo alrededor. Enfrente hay un hospital y un cuartel medianamente grande. A la puerta hay una oficial elegante y espigada y un par de soldados con subfusiles rusos bastante antiguos. Vuelve a sorprenderme ver a una mujer fuera de la tradicional posición subalterna de la mujer musulmana, desempeñando además su papel con bastante firmeza y con completa naturalidad.

En el locutorio tiene lugar mientras tanto una escena interesante. Una mujer muy rubia y de ojos azules, acompañada por un marroquí, hace una llamada a larga distancia. Intento entender qué está diciendo, pero no es francés ni inglés ni alemán y no consigo enterarme. Todos los marroquíes que están en el locutorio o en las inmediaciones la atraviesan con la mirada, desde los niños hasta un par de hombres bastante viejos. Cuando termina de hablar sale con su acompañante, perseguida por los ojos de todos. La europea va con los suyos apuntados al suelo y ostensiblemente incómoda, por no decir intimidada. Al menos me parece de pánico la mirada que se cruza con la mía durante una fracción de segundo. El marroquí que la acompaña, en cambio, marcha muy sonriente y se muestra solícito con ella. Suben los dos a un BMW de matrícula holandesa y se pierden calle abajo. Pienso en el amoroso coraje de la holandesa al venir a visitar a la familia de su novio en Alhucemas, donde es la primera extranjera que nos hemos encontrado.

Regresamos al hotel. Hamdani nos deja en la puerta y se va a guardar el coche en un garaje que le ha dicho el gerente que hay a dos calles de allí. Como todavía es relativamente pronto, decidimos dar un paseo a pie por el centro. Quedamos citados con Hamdani a las nueve y media, para darle tiempo a cambiarse y descansar un poco. Sigue llevando el traje y la corbata y recuerdo que apenas ha dormido la noche pasada. Pero mientras esté el coche en circulación, no abandonará por nada del mundo su compostura. Está claro que se trata de una especie de prurito profesional.

El paseo a pie por las calles de Alhucemas resulta muy agradable. El ambiente es casi festivo, y de hecho nos tropezamos con un par de comitivas nupciales, bastante ruidosas y desenfrenadas. Ésta es época de casamientos, porque es en el verano cuando se reúne toda la familia, incluidos los que faltan durante el resto del año. A lo largo de nuestro viaje veremos muchos más cortejos, perfectamente reconocibles, porque para las bodas como para otras celebraciones, los marroquíes son auténticamente aparatosos.

Nos mezclamos entre el gentío. Ahora no somos objeto de una atención tan fija como la que hemos despertado en otros lugares, aunque continuamos sin ver a ningún otro extranjero, salvo algunos chicos rubios (y también alguna chica) que van mezclados con grupos de chicos marroquíes, quizá sus compañeros de escuela en Europa. Puede que la oscuridad ampare nuestra diferencia, o que nos beneficie el hecho de que éste sea un sitio más grande. La corriente humana, a la que nos abandonamos perezosamente, nos acaba conduciendo a la plaza, una enorme explanada hacia la zona del mar que está literalmente tomada por la multitud. Predominan los jóvenes, entre quince y veinte años, pero hay paseantes de todas las edades. Todos están revueltos en una especie de alegre desbarajuste, como de verbena de barrio. Hay puestos de chucherías, guirnaldas, y altavoces que despiden chirriantes los ritmos de la música del país.

Al fondo de la plaza divisamos una caseta bastante ancha, como de treinta o cuarenta metros, y razonablemente profunda, en la que reina una misteriosa efervescencia comercial. Cruzamos la plaza hasta allí y me meto en tre los ansiosos compradores. Para mi asombro, en la caseta no hay más que libros. Algunos están en francés, y puedo comprobar que se trata de libros de historia de Marruecos, de sociología, religiosos y algo de literatura.

Muy pocos son de autores europeos, entre los que me encuentro con Verlame y con algo tan singular como Lá bas, ese notable libro maldito del extravagante libertino J. K. Huysmans. Pero la mayoría de los libros, y también los que suscitan un mayor entusiasmo, están en árabe. Aunque del árabe puedo identificar malamente algunas letras, mi vocabulario es casi nulo, por lo que me quedo sin saber de qué tratan todos esos libros que a mi alrededor espulgan y manosean decenas de compradores. Cada tanto se retira uno con seis o siete presas. No es ningún secreto que Marruecos tiene un índice de analfabetismo que no resiste comparaciones con los del mundo civilizado, pero me cuestiono si alguna vez he visto en España que un puesto de libros despertara este fervor. Sospecho que muchos de los compradores son emigrantes, y que los libros en árabe tienen tanto éxito por la dificultad que habrá para encontrarlos en Holanda o en Bélgica. Imagino a uno cualquiera de ellos, sentado junto a la ventana en una tarde de invierno de la fría Europa, pasando de izquierda a derecha aquellas páginas donde se dejan leer las letras y las palabras de la lengua en que aprendió a escuchar su corazón.