CAPÍTULO VI
1
Ninguna razón se me alcanza para explicar el hecho matutino, coincidente más o menos con la ducha, de que el recuerdo del coronel Wieck, a quien tenía que visitar, según convenio, a las nueve y media en punto, me viniera acompañado, con prolongada insistencia, de una pieza de Tellemann para flauta y clavecín, ejecutada por Rampal principalmente, y escuchada por mí alguna vez, en una sala de París, en ocasión en que usurpaba, por pura diversión, la personalidad de un poeta norteamericano, revolucionario, pero simpático. (Conviene, sin embargo, registrar la presencia, en la mesa de Wieck, de una cajita de música.) Aunque quizá resulte más inexplicable el que, estando constituido el recuerdo de Wieck por una imagen visual, el de la flauta fuera también visible, especie de serpiente frágil que se enroscaba en el cuerpo enhiesto del coronel sin otra finalidad que hacerlo, al menos aparentemente. Por fortuna, cuando me recibió, no quedaban en su despacho rastros de la serpiente, menos aún restos perdidos de Tellemann, sino sólo un olor a tabaco bastante fuerte, ese que deja el que fuma todo el día y que la ventilación ordenada por la higiene y prescrita en los reglamentos más estimados, no es capaz de eliminar, habida cuenta de que el resto inexpulsable del olor de cada día se incrementa con el del día siguiente y forma una aparente unidad olfativa, aunque no compacta, ya que es posible que, dotados de instrumental idóneo, pudiéramos establecer, por vía empírica, el descubrimiento, y proclamar la convicción de que el olor a tabaco se organiza en estructuras foliáceas, según aromas, sin descartar la posibilidad de que sean precisamente hojaldradas. No creí discreto exponer al coronel estas sospechas personales, aunque científicas, y habida cuenta de que Herr Wieck conservaba un apreciable sentido del humor que, en trabazón profunda con sus enmascaradas discrepancias políticas, y, sobre todo, estratégicas, con el mando supremo, le llevaba a contar, una vez pasada la etapa de los saludos, los últimos chistes llegados a Berlín Oriental desde Moscú, desde Washington, desde París y desde el Vaticano, estos últimos especialmente dilectos por ser Wieck antipapista: los contaba intercalando carcajadas de resonancias diabólicas, y advertencias al auditorio de este desacostumbrado jaez: «¡Escuche, escuche, ya verá qué gracia tiene!» Cuando se le agotó el repertorio, cuando tampoco supo qué decir acerca de la niebla, que, al parecer, asombraría a los berlineses de ambas zonas durante todo el día; cuando, por último, hubimos bebido el té que me ofreció, me dijo de repente:
– Bueno, ¿y qué es eso tan importante de que quiere hablarme? ¿No se me habrá metido en algún lío, Von Bülov? ¡Piense que, sin usted, mucha gente de allá y de aquí no sabría a qué atenerse acerca de este mundo en que vivimos! Las cosas nos las presentan cada vez más ininteligibles, y sería cuestión de desear que un cuerpo de expertos como usted explicara a la gente, no ya a nosotros solos, cómo deben leerse las noticias. Aunque, si lo consideramos bien, es conveniente sospechar que las noticias son así porque no quieren que nadie las entienda. Espero que el hecho de que usted esté en el secreto y haya aprendido a leer más allá de los textos, no lo haya puesto en peligro.
– No, coronel. Si estoy en peligro, que lo estoy, la culpa es mía, primero, por meter las narices donde no me llaman; segundo, por haberme enamorado.
El monólogo fue largo, y, por el hecho de discurrir entreverado de mentiras con verdades, ni se puede decir que fuera del todo falso ni del todo verdadero, sino, con toda exactitud, fantástico. Consistió principalmente en descubrir a Herr Wieck la existencia de Eva Gradner, noticia que le dejó estupefacto y razonablemente incrédulo; en describirle, una por una, todas sus cualidades, cosa que le dejó más asombrado todavía; en comparar con una mantis religiosa a la susodicha Eva, asesina de amantes transitorios, lo cual causó a Herr Wieck idéntica impresión que si hubiera leído una novela negra de fuerte componente erótico y no pudiera ahuyentar las más terribles, si bien fascinantes, de sus imágenes; por último, en contarle una historia protagonizada a partes proporcionales a su importancia social, por la señora Fletcher y su hijo, por la agente soviética en ejercicio Irina Tchernova (de quien me confesé enamorado), y por la recientemente descrita muñeca demoníaca Eva Gradner, que los perseguía con saña, y también con riesgo de sus vidas en el caso más extremo que yo pretendía evitar, o con pérdida de la libertad, sin esperanzas de recobrarla, por lo a Irina respective, a quien, con toda evidencia, la Prensa internacional no prestaría la menor atención y de cuya prisión nadie protestaría ni pediría firmas a los Premios Nóbel. Por lo a mí concerniente, si la posible muerte de Irina amenazaba mi propia existencia, ante lo cual las Potencias del Este no podían permanecer indiferentes, dada mi intervención activa y más bien creadora del equilibrio informativo entre los bandos rivales, el riesgo de una prisión prolongada me amenazaba más espantosamente todavía, pues si bien pudiera ser cierto que, en la locura, hallase un refugio para mi dolor, no parece verosímil que un alienado, por muy historiador que sea, pueda seguir prestando a las potencias contendientes esos servicios que, por lo menos, ayudan a que nadie dispare el primero. Creo que le razoné al coronel, no sólo con rigor dialéctico, sino con todo el patetismo compatible con el modo de hablar susurrante que tenía Von Bülov, y, aunque no lo recuerdo bien, sospecho haber citado en mi apoyo algún verso de Rilke, de esos que clavan en el corazón la idea de muerte con su implacable irreversibilidad; pero, tal vez por ser Rilke un poeta tenido por burgués, idea falsa, ya que tiraba a aristocrático, no gozaba de especial devoción por la parte de Wieck, al menos pública. Fue curioso lo de la cita, pues advertí la contradicción, bastante radical, entre la expresión muda del coronel, que se hubiera interpretado como de admiración estremecida, y las palabras desdeñosas con que la recibió: me hizo recordar a mi antiguo General Segundo jefe y su manifiesto, confesado temor a los micrófonos ocultos.
– Es una historia interesante, Von Bülov, y le confieso que el comportamiento lúbrico-asesino de esa muñeca me sume en siniestras perplejidades y, lo que es más extraño, en peligrosas curiosidades; pero, hasta ahora, no acierto a averiguar qué relación tiene con nosotros, sobre todo dada la sospechosa apariencia de pertenecer a la ciencia ficción más que a la Historia Política. ¿Por qué espera que la posesión de esa muñeca importe al alto mando? Aunque jamás he tratado con sus componentes, se me ocurre que no todos ellos desearán morir amando.
– En alguna oficina de ese alto mando que usted menciona, hay una carpeta donde dice: JAMES BOND, y a los responsables de esa oficina les conviene saber hasta qué punto y en qué aspectos el primer robot-agente fue superado: como que por los Estados Unidos anda un par de comandos que esa oficina envió a la busca y captura de Eva Grodner. A este lado y al otro del muro, hay mucha gente que, como usted y como yo, no desea que estalle el primer misil, pero esa gente sabe, como usted y como yo, que a las ganas de vencer al contrario, alimentadas sistemáticamente por la propaganda, hay que darles salida. Las guerras laterales sirven de desahogo a nuestra necesidad de matar en nombre del bien, y lo más deportivo de semejante competición, lo que nos queda todavía de humanos y de alegres, se contenta con la rivalidad en el dominio del espacio. La lucha de los Servicios Secretos, en otro sentido, tal y cómo la dejan traslucir los novelistas especializados, iba satisfaciendo, mal que bien, nuestra apetencia de melodrama, pero se ha escrito tanto, que ya no quedan sorpresas. ¿Imagina usted el momento en que el espionaje en su totalidad estuviera encomendado a robots? De una parte, ese racionalismo norteamericano, completado con los datos estéticos que suministran las computadoras, y que haría de cada robot un personaje de cine; de la otra, la alianza de la técnica alemana con la imaginación rusa. ¡Pondríamos en juego nada menos que a Iván Karamazovi y a Ana Karenina! ¡Imagínelos, coronel, en trance de apoderarse de las cintas en que quedó grabada la última reunión del Pentágono al más alto nivel! ¿Y el staretz Zósima enseñando ruso litúrgico en una universidad americana mientras seduce a la esposa del que custodia los planos de los últimos misiles, del no va más definitivo y todos a morir? ¡Ponga usted en juego a Oblomov, desparrame por el mundo millares de almas muertas y organice la gran partida de ajedrez entre el racionalismo tecnicista de los americanos y el superracionalismo arrebatado y enigmático de los rusos! ¿No cree que nos distraería a todos de esa otra guerra que nadie quiere? Por todo esto, estoy persuadido de que, en cuanto el alto mando del Pacto de Varsovia se entere de la posibilidad de poseer a Eva Gradner, le darán a usted carta blanca, y a Irina Tchernova, la libertad que solicito.