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Me acompañó en mi coche la doctora Grass; el profesor Wagner nos precedió en el suyo. El final del viaje era la casa de Grossalmiralprinz-Frederikstrasse, con etapa intermedia en el parque donde había que recoger al niño. Entramos, tras una verja con águilas de bronce, en una red de veredas asfaltadas y limpias, sin más hojas que las que iban cayendo: ¡pocas quedaban ya, olvidadas del viento, en el ramaje! La doctora Grass me decía: por aquí, adelante, ahora a la izquierda, hasta llegar cerca de un claro de la arboleda en que redondeaba un césped amplio, con bancos y un cenador superviviente. Jugaban en él pocos niños (¿hasta cuatro?), y no en corro y a gritos, sino cada uno por su lado, con su propio juguete, niños individualistas o selectos, incomprensibles en su soledad y en su silencio, vigilados por cuatro nurses: una leía un libro, otra escuchaba música con los auriculares de un magnetófono chiquito, la tercera tenía un periódico abierto y parecía soñar, y la última no quitaba el ojo de su niño, también algunos hombres, distribuidos como por azar en los cuatro puntos cardinales, siluetas oscuras como fustes de árbol, confundidos con ellos. Dos llevaban gabardinas oscuras, quizá negras, de corte anglosajón, sombreros grises y pipas curvas. El que quedaba a mi derecha parecía leer un periódico. La señorita Grass lo examinó al pasar (yo se lo había rogado), y descubrió que tenía el periódico al revés. Le dije, sin explicárselo, que «aquel hombre, a lo mejor, no miraba ni veía», y ella se quedó todo lo turulata que puede quedarse una persona al oír un disparate como aquél: que quizá no lo fuese, aunque tal vez lo fuese todavía, pero ella no podía sospecharlo. El profesor Wagner dejó el coche a un lado de la vereda, se apeó, fue derecho a la nurse. Ella se levantó y le dio la mano. Entonces comprobé que era Irina: con un abrigo sastre y gafas oscuras.

– ¿Nos apeamos también? -le pregunté a la doctora.

– Como usted quiera, pero no es necesario.

El doctor Wagner, ya con el niño de la mano, le decía algo a Irina, quien miró hacia nuestro coche. Comprendí que le explicaba que yo iba dentro, que almorzaríamos juntos, y quién era. La conversación continuó probablemente dentro. «¿Se fía de él, profesor?» «Parece de fiar», quizá se hubieran dicho. Los cuatro vigilantes empezaron a moverse. Uno de cada bando desapareció; los otros entraron en sendos coches parqueados en lugares vecinos, y se las compusieron para situarse, uno antes que el profesor y, el otro, delante mismo de nosotros. La doctora Grass me dijo que el que lo conducía era un agente occidental, que ya lo había visto otras veces.

– El que se adelantó al profesor es el soviético. Así vamos siempre. Como usted ve, en equilibrio, equitativamente protegidos de peligros igualmente equitativos.

La mañana en el parque era tan bella como en el jardín de la Universidad, aunque sin oropéndolas soñadas. Se sorbía el aire húmedo y parecían meterse en el cuerpo aquel azul y aquel gris. ¡Lástima que los lejanos, misteriosos directores de los Departamentos Secretos no tuviesen en cuenta la mañana y el parque, la vereda bajo la bóveda de las ramas desnudas, el estanque desierto y quieto en que las hojas caídas permanecían inmóviles! ¿No resultaba chirriante que en medio de aquella niebla dulce en que se diluían oscuros fantasmas vegetales, se desarrollase la peripecia trivial de un asunto de espionaje? Cuatro automóviles caminan por las calles de Berlín: nadie debe saber qué los mueve y por qué, pero si alguien que lo sabe, interviene, de dos de ellos al menos puede salir la muerte en ráfagas, con alboroto, gritos, desmayos, huidas de la gente inocente, mientras una mujer armada cubre a un niño con su cuerpo. Pero si nadie se interpone, nadie debe imaginar una relación dramática entre los cuatro coches. De los cuales, dos desaparecieron, yo no sé cómo, al abocar la Grossalmiralprinz-Frederikstrasse; los otros se detuvieron junto a la acera, tranquilamente. El profesor descendió, sacó una llave, abrió la verja del jardín: la señorita Grass había corrido hasta él, entró la primera y franqueó la puerta de la casa. Sólo entonces Irina y el niño entraron: lo que aquello entrañaba de protección, de precaución, sólo podían saberlo los cuatro que vigilaban. El profesor me hizo señal de que entrase también. Irina se había despojado de las gafas oscuras y me escrutaron sus grandes ojos al serme presentada. Casi sin dilación dijo:

– Tengo que salir a una diligencia. Vendré en seguida. Doctora Grass, encárguese del niño.

Le alargó la pistola, que la doctora tomó naturalmente.

– ¿Y la comida? ¿Quién se cuidará de la comida?

– Le dije que volveré en seguida.

Irina salió. Llevaba bolso y paraguas, las gafas habían quedado encima de una consola.

El niño le habló en inglés a la doctora, que subieran a ver a su madre. Se lo llevó escaleras arriba. Al abrirse una puerta, se oyó una voz de hombre que saludaba al niño. El profesor Wagner me explicó:

– A la señora Fletcher no la podemos dejar sola. Hay alguien que la vigila, y otro que viene por las tardes a enseñar al niño el juego del ajedrez. Es el momento que aprovecha la nurse para dar un paseo, y supongo que para comprar sus horquillas. Siempre tememos que no vuelva, siempre tememos que su cuerpo aparezca en un canal, y que haya que identificarla. Pero son sólo temores, ¿sabe? Es lo que dice ella.

– ¿Cómo se llama? No entendí bien el nombre cuando me la presentó.

– Schneider, creo que Pola. Bonita, ¿verdad? Estuvo en Rusia algún tiempo, y también en París.

– Sí. Es bonita.

El profesor Wagner todavía no se había quitado la gabardina. Mientras lo hacía, me dijo:

– Pase al salón. Hallará con qué entretenerse. Yo, en vista de que Suzy no baja, haré una visita a la cocina. No es que sea un gran químico, pero como físico no lo hago mal ¿Tiene usted preferencia por alguna clase de sandwiches?

– Fuera de los corrientes, los de pepino no me desagradan

– Veremos, entonces, si hay pepinos.

Me perseguían, aquella mañana, las ramas desnudas. Una de ellas arañaba también la vidriera del salón, la arañaba sin sonido, con movimiento reiterado, casi simétrico: parecía la pata de una gigantesca araña, una araña convulsa, o acaso solamente estremecida. Repasé desde la entrada libros, sofás, la chimenea de fuego amortiguado, algunos cachivaches, y algunos cuadros: todo parecía inglés, y temí que el profesor fuera uno de esos germanos a los que no ser ingleses les estorba la plena realización de sí mismos y se engañan recurriendo a la decoración. Pero el piano y la flauta no estarían tan visibles en un salón británico: devolvían el ambiente a lo alemán, y me hicieron pensar que la colaboración matutina entre el profesor y su ayudante, ignoro si también nocturna, cobraba formas musicales al caer de la tarde. Por otra parte, a la vista de la flauta, algo vibró alegremente en el corazón de Von Bülov: fui hasta ella, me apoyé en el piano, empecé a tocar lo más bajo posible y entretuve yo no sé cuánto tiempo: no tantos siglos como si el pájaro cantase, pero sí bastantes noches inacabables, traspasadas de luces, de catástrofes cósmicas, de imposibles dichas. Después resultó que mi éxtasis musical no había pasado de unos treinta minutos. Sentí hablar en el vestíbulo, entró Irina. Al volver la cabeza, vi que me miraba sin desconfianza, casi con simpatía.

– Siga tocando, se lo ruego, y perdóneme por haberle interrumpido.

Pero no pude seguir, porque se apoderó de mí, como si hubiera entrado en mí y me ocupase, la sensación de que, pudiendo acontecer muchas cosas importantes en aquel tiempo y lugar, ninguna sucedería, y el tiempo transcurriría muerto, mera duración colmada de trivialidades: un premio Nóbel que prepara bocadillos de pepino o una espía del Este que entra en el cuarto de baño a arreglarse un poco el pelo. Si, de pronto, alguien gritase que habían robado al niño: si Irina se me acercase y, apretándome el brazo me dijera: «¡Acabo de descubrir quién eres!», o si llamasen a la puerta y apareciese en ella el profesor Fletcher, desencajado, con la corbata tuerta, y clamase preguntando dónde estaban su mujer y su hijo, que necesitaba verlos, que para verlos había escapado de Berlín Este y perdido la libertad para siempre, si cualquiera de estas cosas posibles sucediera, todos los momentos antecedentes, incluidas las partitas de Bach que yo había ejecutado en un tiempo indefinido, aparecerían cargados de sentido, uno trabado en el otro, tiempo en cadena, especialmente tensos, tiempo colmado. Pero lo que sobrevino fue que la doctora Grass, desde el vestíbulo, dio unas voces, llamó a todo el mundo por su nombre, se oyó al niño en la escalera, y, momentos después, me presentaban a la señora Fletcher, que tendría treinta años, que era bonita y un poco lánguida, aunque esto último pudiera resultar de la soledad amorosa en que se hallaba.