– ¿Tiene revelaciones importantes cuya transmisión exija un cambio en la naturaleza de nuestras relaciones actuales? -insistió, aunque con voz ya distinta: dulce y un poco temblorosa, pero aún profesional.
– Posiblemente sí.
– Hágamelas, y sabré después complacerle.
Sonreí.
– Ese después va a quedar un poco lejos. ¿Puedo pedir el té? ¿Lo prefiere de alguna clase especial? ¿Con tarta, con sandwichs, sólo con pan tostado? Dígame cuál es su gusto, su costumbre.
Rápidamente me contestó que tomaría lo mismo que yo tomase.
– Tiene que permitirme telefonear a la cafetería.
– Hágalo.
En principio, todo aquello constituía un sistema de dilaciones cuyas etapas podían preverse, pero no sus porqués o paraqués. Si, remotamente, me proponía iniciar un juego, que no lo sé, ignoraba en qué iba a consistir y cuáles iban a ser sus trámites. Mientras telefoneaba y pedía un té con acompañamiento complicado, entreví la necesidad de evadirme del arresto que Miss Gradner acababa de imponerme; pero sólo cuando ya habíamos empezado a merendar, sólo cuando yo había intercalado en una conversación gárrula unas cuantas insinuaciones posiblemente amorosas, o quizá pornográficas, recibidas por ella con toda naturalidad, algo semejante a un proyecto apareció, con sus líneas generales, en el trasfondo de mi conciencia. Un párrafo bastante largo, en el que comparaba la dulzura de la mermelada con lo que podía esperarse de un cuerpo tan cargado de promesas como el de Miss Gradner, permitió al proyecto afirmarse, a sus líneas (en un principio desvaídas) hacerse más visibles, y, a su conjunto, más convincente. Aquella repulsiva comparación de dulzuras no pareció disgustar a Miss Gradner: entraba, seguramente, en lo acostumbrado y lo previsto, y la respuesta fue la de pasar las manos por los pechos de abajo arriba, como dotando de su máximo relieve a aquella competición de mundos truncados; pero, cuando, inmediatamente, de sopetón, le recité el madrigal de Ben Johnson:
Drink to me only with thin eyes,
Se echó a reír y me reprochó el disparate de pensar que pudiera beber algo con los ojos.
– ¿Tiene usted autoridad -le dije de repente-, para sacarme de aquí y acompañarme, con las precauciones que quiera, a un lugar donde le mostraré algo importante?
– Tengo toda la autoridad necesaria, pero antes necesito saber qué se propone.
– ¿Desconfía de mí?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Me ha prometido ciertas revelaciones y me ha cortejado, aunque no con la pasión esperable. Sobre todo, ciertas palabras desentonaron del conjunto. Entendí que las revelaciones serían el resultado del cortejo llevado hasta sus últimas consecuencias: es lo acostumbrado y lo lógico; o bien que yo pusiera, como condición previa para irnos a la cama, que usted me revelase lo que sabe. Ahora bien: de repente, usted interrumpe el cortejo y me hace una proposición sin condiciones. ¿Debo interpretarlo como desprecio o como pago de su posible libertad?
– Me permito insinuarle que nada de lo que viene sucediendo desde hace un par de horas es acostumbrado. ¿Cómo no se ha dado cuenta antes?
– Justamente por eso es por lo que desconfío de usted.
– ¿No será porque no me entiende?
Miss Gradner, que se había sentado y continuaba acariciándose los pechos, quizá maquinalmente ya, se levantó ofendida:
– Señor De Blacas, yo lo entiendo todo, y por eso estoy aquí. Pero usted pretende engañarme.
Me levanté también.
– Lo único que pretendo, Miss Gradner, es traer a su presencia al Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, pero eso sólo lo puedo hacer de una manera digamos bifurcante, o, si lo prefiere, bífida. Por eso piensa que la engaño.
Eva Gradner cambió de pronto de expresión.
– Señor De Blacas, usted y yo, ¿no nos habíamos visto antes? Exactamente un día de primavera, el seis de abril hará dos años. Usted me hablaba al oído…
CAPÍTULO III
1
Me fue imposible convencer a la señorita Gradner de la conveniencia, para el futuro de la OTAN, de que fuéramos juntos a cierto lugar de París, una clínica especial y recatada, aun ofreciéndole garantías de que su pistola no se apartase un solo instante de mis riñones. No me quedó, pues, otro recurso que acudir a los servicios de X9, quien, por su parte, podía seguir mis instrucciones sin dificultad: conseguí comunicárselas mediante los trucos verbales indispensables para que el sistema aprehensivo y comprensivo de Eva Gradner no entrase en funciones, aunque todas las palabras usadas fuesen inteligibles y de aparente inocencia para alguien no previamente impuesto en las formas más tiradas del idioma.
– No quiere usted que se entere la de las tetas, ¿verdad? -me dijo X9 con su acento barriobajero, y le respondí que justamente intentaba evitarlo.
– Confío -añadí-, en que te las arreglarás de algún modo para resolver cualquier dificultad.
– No pase cuidado, capitán.
X9 había navegado como contramaestre con De Blacas, y en ocasión de una galerna había salvado el barco: De Blacas confiaba en él aun en ocasiones y situaciones bastante diferentes de la mar alborotada; pero lo que X9 no podía sospechar era que aquel gurruño humano cuyo rescate y traslado le había encomendado, era lo que quedaba del verdadero De Blacas, por quien él hubiera dado la vida. Le encargué que fuera provisto de una orden militar para sacar de la clínica donde lo tenía encerrado al inteligente, al eficaz marino cuyo nombre y figura, cuyo puesto y responsabilidad estaba yo usurpando desde hacía ya algún tiempo, aunque no demasiado.
– ¿Me permite telefonear a mi hija, señorita Gradner?
– ¿A su hija? ¿Tiene usted una hija?
– Oh, sí, claro, me sucede lo que a tanta gente, que tengo una hija, si bien una sola, ya ve usted, los franceses somos poco ambiciosos a ese respecto.
– ¿Y una esposa? ¿También tiene una esposa? ¿Se atrevió usted a cortejarme estando casado?
– Tuve una esposa, pero se divorció. Tranquilice su conciencia, Miss Gradner. Mi esposa no podía soportar mis ausencias profesionales, o, dicho de otra manera, era tan sensible a la soledad conyugal que procuraba remediarla en la medida de lo posible, aunque generalmente con lo que hallaba a mano, lo cual acabó por confinarla en una vulgaridad tal que la hace irrecuperable.
Lo único que había entendido era lo de «divorciado», estoy seguro. Pero no lo acusó, acaso porque el resto de mi respuesta lo hubiera recibido como material sobrante.
– ¿Para qué quiere hablar a su hija?
– Para que me traiga alguna ropa. No olvide que soy un prisionero.
– ¿Sólo eso?
– Es posible que también necesite pasta de los dientes.
– Si no le importa, seré yo quien se lo pida a su hija.
– Apunte, entonces, el teléfono.
Le dicté el de la hija de De Blacas, y escuché cómo explicaba a la muchacha, probablemente asombrada y, desde luego, asustada, quién era, y por qué le hablaba ella y no su padre, y que se diera prisa en traer al cuartel general tales y cuales prendas de vestir y tales complementos sanitarios, en fin cuanto yo había pedido. Se conoce que mi hija le preguntó si estaba segura, ella, Miss Gradner, de que hablaba en nombre del verdadero capitán de navío jefe del Servicio Secreto de la OTAN, porque Miss Gradner le respondió que sí que era yo y que estaba a su lado, pero que por razones de larga explicación no podía telefonearle. Calculé que X9 llegaría aproximadamente al mismo tiempo que mi hija, al Cuartel General, con diferencia acaso de minutos, y, para que mi estratagema resultase, era indispensable que X9 me trajese el gurruño de mi suplantado al menos cinco minutos antes. Miss Gradner no impidió que diese a la portería determinadas instrucciones, cuyo texto, no obstante, apuntó en un cuadernito, y, mientras pasaba el tiempo de la espera, llevé la conversación a aquel día, casi remoto, en que le había hablado al oído. No lo hiciera con mi actual personalidad, sino precisamente con la del doctor Schawartz, uno de los que la habían proyectado y en cierto modo engendrado, aunque también poseído de una manera que apenas si, en un momento de exaltación científica, se había apartado un pelín de lo usual.