Me decidí a permanecer algún tiempo en el cuerpo de un joven poeta escocés que me pareció atractivo y sin la menor certidumbre de futuro, que era lo que me había aburrido de los otros, ese saber que mañana será lo mismo que hoy, y que si te portas bien como diputado laborista te harán conde. Bien sabes que el Servicio de Inteligencia experimentó siempre cierta debilidad por los escritores, desde Maugham a Graham Green. Me invitaron de la manera más natural del mundo, en el curso de una fiesta, a actuar como espía, una vez, nada más que una vez, una misión concreta que sólo podía llevar a término alguien que no fuera sospechoso, y acepté. Poco después, descubrí que el espionaje era también un juego, compatible con el mío habitual, del que incluso podía aprovecharme; que lo era también la Historia, aquella que me habían enseñado como un drama con escenas de tragedia, y en cuya trama, de pronto, me encontraba. Hice unos cuantos experimentos, y me salieron bien. Claro que tenía en mi mano una escalera de color servida, y que no podía perder. ¿A quién se le había dado alguna vez la facultad de poder convertirse en su propio perseguidor? A las tres o cuatro operaciones difíciles que conduje a mi manera con resultados que no esperaba nadie, con resultados realmente incalculables, empezó a correrse, entre los colegas de ambos bandos, la voz de mi existencia: un agente desconocido, difícilmente identificable, autor de esto y de lo otro, si asombroso lo otro, más asombroso aún lo uno. Se enviaron contra mí jaurías de especialistas y yo, en vez de defenderme matando, enviaba a cada uno a lugares increíbles, una ladera del Himalaya o un lago azul en la China Central, cuando no los dejaba enredados en situaciones imposibles, tan inaceptables por la Física como por la Lógica; al pobre Ian Valdorf, de quien seguramente sabes algo, ese pelirrojo simpático que traicionó a Rusia con los alemanes y a Inglaterra con los rusos, lo tuve durante un año largo encerrado en un juego de palabras, y cuando lo dejé en libertad, le fue imposible explicar dónde había estado y, sobre todo, cómo: No hay prisión menos explicable que la de las palabras.
Irina, entonces, sin moverse, sin dar apenas importancia a lo que iba diciendo, me preguntó:
– ¿Tú crees haberte librado de ellas?
Tardé en responderle. Estaba claro, incluso para mí, que aquel discurso con el que había pretendido explicarme, si en sí mismo no carecía de coherencia y estaba formado de materiales conocidos, como tal discurso quedaba tan alejado de lo real como de lo aceptable, no sólo para Irina, sino también para mí, que no había hecho más que ordenar mis recuerdos. Me lo había repetido otras veces, en ciertas soledades, con los mismos detalles o con otros, y lo había contemplado como una película en la que quisiera descubrir con imágenes fantásticas la realidad de los abismos mentales. Sin embargo, yo no disponía de otro discurso ni de otros recuerdos, aunque algunos de ellos me fuese dado ampliarlos, como las sensaciones experimentadas cuando se es vilano que el aire empuja, o ave roc que suba a las alturas donde la luz es fría.
La voz de Irina, siempre tan bien timbrada, adquirió de repente cierta sequedad profesional:
– Si hubieras sufrido un shock y perdido la memoria, alguien podría haberte imbuido de esos recuerdos y de esas fantasías, a fin de cuentas, de esa personalidad. Pero también pudieras ser un robot, como esa Gradner que va a venir a matarte: un robot a quien hubieran informado de que alguna vez había sido ave, y otras rayo de sol. En cualquiera de los casos, serías explicable. Pero es evidente que estás en el cuerpo de Yuri y que no eres Yuri, y al aceptar esa evidencia inaceptable, me siento inclinada a dar por bueno lo demás, algo más verosímil, o por lo menos más bello. Renuncié a matarte con la esperanza de saber quién eres. ¿Podrás decírmelo algún día?
– Probablemente, no -le respondí.
– Si te matase, no sabría a quién mataba.
– Al coronel Etvuchenko, no hay duda.
– De eso ya habíamos hablado.
– Pero no te expliqué que, si me matabas, matarías también a Yuri. Si no le devuelvo lo que le robé, será como una luz mortecina e inmóvil, una luz que agoniza.
Irina se irguió, alargó la mano, bebió un trago largo. Después quedó pensativa, o así me lo pareció, porque la luz no era mucha, como creo haber dicho ya. Por fin susurró:
– ¿Y mañana?
– Para que me reconozcas, tendremos que convenir en una contraseña.
– ¡También una palabra…!
– En el mismo café del Faubourg Saint-Honoré, a la misma hora que hoy, bajo las lágrimas de luz de la misma negrita. Yo te diré simplemente: «Buenas tardes, Irina.» Pero te lo diré en ruso, y, después, sonreiré. Nada de lo que ha sucedido hoy podré olvidarlo, y aunque tus caricias se las hayas hecho a Yuri, también me han llegado a mí, también son mías. Pregúntame por ellas.
CAPÍTULO II
1
Tuve que abandonar de madrugada el cuerpo cálido y el escondrijo de Irina, la suave luz del dormitorio en uno de cuyos ángulos permanecía un puñal. No me preguntó nada; me besó y me dijo: «Adiós, Yuri. Hasta luego.» Persistía la niebla, la calle estaba oscura y pude deslizarme sin sombra, arrimado a las paredes, tiempo y tiempo, hasta que columbré en una esquina la lucecita verde de un taxi. No estaba exactamente cerca, pero tampoco lejos, y la distancia que hube de recorrer, guiado por el farolillo y entre inmensas oscuridades, que lo mismo podían ser de casas que de elefantes gigantescos, me dio ocasión de apetecer una de aquellas metamorfosis en otro tiempo frecuentes, cambiarme en silueta de paquidermo sin medida, o en niebla espesa de París. Hubiera sido, verbigracia, una bonita manera de escapar a cualquier persecución, pero había podido comprobar que no me seguía nadie, y, así, di al conductor tranquilamente la dirección del piso en que solía refugiarme cuando me apetecía estar a solas, alguna de esas tardes en que hurgaba en mí mismo a ver si me encontraba, o cuando cualquier peligro me acuciaba; un departamento suficiente en un barrio de la alta burguesía por donde no solían merodear colegas, aunque a este respecto uno nunca pueda fiarse. Allí, defendido de cualquier inconveniencia por un sistema bien calculado, guardaba los objetos que mi peregrinación, ya entonces larga, a través de distintos gustos y aficiones, me había permitido acumular. Estaban ordenados y no creo que ninguno fuese especialmente repugnante, pero, a pesar de todo, quizás el salón resultase abigarrado o de algún modo excesivo, aunque en cierto sentido amanerado; no faltaban, sin embargo, recovecos amables de sencilla y cómoda contemplación. Si, como esperaba, Irina sería aquella tarde mi huésped, confiaba en que, en cualquiera de esos rincones, holgase complacida. Reconozco, sin embargo, que algo faltaba en mi casa que había hallado en la suya, algo desconocido que no sabría definir, y que empecé a percibir precisamente al hallarme entre la niebla, al hundirme en el asiento del taxi y escuchar el roce de las ruedas en el asfalto: cuando llegué, no amanecía aún, ni la niebla había perdido espesor. Aquel piso mío tenía la ventaja de que sus comunicaciones con el exterior estaban a cubierto de intromisiones, y yo necesitaba comunicar con alguien que sacase a Etvuchenko de donde estaba y lo volviese al chalecito de la banlieu. Ese alguien no tardó en escucharme. Calculamos que la operación consumiría al menos una hora, de modo que a las ocho de la mañana, ya en mi coche privado (un «Volkswagen» modesto, chapa y vidrios antibalas), me detuve en una esquina propicia, la misma que la noche anterior había acogido a un par de metralletas que, en algunos momentos, me apuntaban. ¿Y si alguno de los que las sostenían no hubiera podido refrenar el deseo de apretar el gatillo? ¿O si lo hubiera hecho obedeciendo una orden? Vi cómo sacaban a Etvuchenko de una ambulancia militar y cómo lo introducían en la casa. Se fueron. Dejé pasar unos minutos. Había aparecido un flic por la esquina de enfrente, y le vi encender un cigarrillo con un mechero de gas. Dejé el coche en la parte trasera, junto a la puerta de servicio, y entré. Hallé en seguida a Etvuchenko, o más bien a lo que de él quedaba: una piltrafa que hubiera destrozado el corazón de Irina, que hubiera devuelto a sus manos el puñal. Ni siquiera me miró. Lo primero que hice fue ponerme las ropas de De Blacas. Después, regresé a la habitación donde estaba el coronel. Le relaté en voz baja lo que tenía que creer que había hecho la tarde anterior, durante el tiempo largo de mi usurpación. Incluía, claro está, la compañía de Irina, aunque no algunos de sus incidentes. Sólo cuando quedó bien informado y, al mismo tiempo, bien engañado, le tomé de las manos y le miré a los ojos. La vida entraba en él como la lluvia en la tierra seca, y le esponjaba. Cuando alcanzó a ser el que era, se puso en pie, se cuadró con excesivo rigor.