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– Bueno bueno bueno bueno bueno. ¿Qué pasa, viejo druguito? -Parece que nadie ponimó eso, pero alguien me dijo con golosa áspera:

– Muchacho, demuestre más respeto al hablar con el ministro.

– Yarblocos -respondí, gruñendo como un perrito-. Bolches y grandes yarblocos para ti.

– Está bien, está bien -dijo muy scorro el del Inferior Interior-. Me habla como a un amigo, ¿no es así, hijo?

– Yo soy el amigo de todos -dije-. Excepto de mis enemigos.

– ¿Y quiénes son tus enemigos? -preguntó el ministro, mientras todos los vecos de las gasettas dale que dale que dale al lápiz-. Cuéntanos, hijo mío.

– Todos los que me hacen daño -dije- son mis enemigos.

– Bien -dijo el Min del Int Inf, sentándose al Iado de mi cama-. Yo y el gobierno queremos que nos consideres amigos. Sí, amigos. Te hemos curado, ¿no es así? Te dimos el mejor tratamiento. Nosotros nunca quisimos que sufrieras, pero algunos sí lo quisieron, y todavía lo quieren. Y creo que sabes de quiénes hablo.

»Sí sí sí -dijo-. Hay ciertos hombres que quisieron utilizarte, sí, utilizarte con fines políticos. Les hubiera alegrado, sí, alegrado que murieses, y le habrían echado la culpa de todo al gobierno. Creo que sabes quiénes son esos hombres.

»Hay un hombre -continuó el Minitinf- llamado F. Alexander, un escritor de literatura subversiva que ha estado reclamando tu cabeza. Estaba como loco por atravesarte de una cuchillada. Pero ya no corres peligro. Lo hemos encerrado.

– Se suponía que era un drugo -dije-. Como una madre para mí fue lo que él fue.

– Descubrió que le habías hecho daño. Por lo menos -dijo el min muy scorro- creyó que le habías hecho daño. Te culpaba de la muerte de alguien a quien había querido mucho.

– O sea -dije- que alguien se lo explicó.

– Tenía esa idea -continuó el min-. Era una amenaza. Lo encerramos para su propia protección. Y también -dijo- para la tuya.

– Muy amable -dije-. Amabilísimo.

– Cuando salgas de aquí -dijo el min- no tendrás problemas. Nos ocuparemos de todo. Un buen empleo y un buen sueldo. Porque estás ayudándonos.

– ¿De veras?

– Siempre ayudamos a nuestros amigos, ¿no es así? -Y entonces me estrechó la mano y un veco crichó:- i Sonría! -y yo sonreí como besuño sin pensarlo, y entonces flash flash flash crac flash bang se tomaron fotos de mí y el Minintinf muy juntos y drugos-. Buen chico -dijo este gran cheloveco-. Buen chico. Y ahora, te haremos un regalo.

Hermanos, lo que trajeron entonces fue una gran caja brillante, y vi en seguida qué clase de vesche era. Era un estéreo. Lo pusieron al Iado de la cama y lo abrieron, y un veco lo enchufó en la pared. -¿Qué quiere oír? -preguntó un veco con ochicos en la nariz, y tenía en las rucas unos álbumes de música, hermosos y brillantes. ¿Mozart? ¿Beethoven? ¿Schoenberg? ¿Carl Orff?

– La Novena -dije-. La gloriosa Novena.

Y fue la Novena, oh hermanos míos. Todos empezaron a salir despacio y en silencio mientras yo descansaba, con los glasos cerrados, slusando la hermosa música. El min dijo: -Buen buen chico -palmeándome el plecho, y luego se fue. Sólo quedó un veco que dijo-: Firme aquí, por favor. -Abrí los glasos para firmar, sin saber qué firmaba, y sin que me importase tampoco, oh hermanos míos. Y así me quedé solo con la gloriosa Novena de Ludwig van.

Oh, qué suntuosidad, qué yumyumyum. Cuando llegó el scherzo pude videarme clarito corriendo y corriendo sobre nogas muy livianas y misteriosas, tajeándole todo el litso al mundo crichante con mi filosa britba. Y todavía faltaban el movimiento lento y el canto hermoso del último movimiento. Sí, yo ya estaba curado.

7

– ¿Y ahora qué pasa, eh?

Estábamos yo, Vuestro Humilde Narrador, y mis tres drugos, es decir Len, Rick y Toro, llamado Toro porque tenía un cuello bolche y una golosa realmente gronca que eran como las de un toro bolche bramando auuuuuuh. Estábamos sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer en esa bastarda noche de invierno, oscura, helada, aunque seca. Había muchos chelovecos puestos en órbita con leche y velocet , synthemesco y drencrom , y otras vesches que te llevaban lejos, muy lejos de este infame mundo real a la tierra donde videabas a Bogo y el Coro Celestial de Angeles y Santos en tu sabogo izquierdo, mientras chorros de luces te estallaban en el mosco. Estábamos piteando la vieja leche con cuchillos, como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menos-veinte, pero ya os he contado todo esto.

Íbamos vestidos a la última moda, que en esos tiempos era un par de pantalones muy anchos y un holgado y reluciente chaleco negro de piel sobre una camisa con el cuello desabrochado y una especie de pañuelo metido dentro. En esos tiempos también estaba de moda pasarse la britba por la golová y rasurar la mayor parte, dejando pelo sólo a los lados. Pero siempre era lo mismo para nuestras viejas nogas, unas grandes botas bolches, realmente espantosas, para patear litsos.