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– Oh, me estoy muriendo -casi gemí-. Tengo un terrible dolor en el costado, aquí. Es apendicitis. Ooooohhh.

– Apendicitis, mierda -gruñó el veco, y entonces, oh hermanos, alcancé a slusar el clanc clanc de las llaves-. Si intentas una jugarreta, amigo, mis compañeros y yo te patearemos toda la noche. -El veco abrió la puerta y junto con él entró el dulce aroma de la promesa de libertad. Bueno, yo estaba detrás de la puerta cuando el veco la abrió, y pude videarlo a la luz del corredor buscándome con los glasos, un poco sorprendido. En eso alcé los dos puños para tolchocarlo fuerte en el cuello, y entonces, lo juro, cuando medio ya lo videaba de antemano tirado en el suelo gimiendo o fuera de carrera y comenzaba a sentir el goce que me subía de las tripas, la náusea cayó sobre mí como una ola y sentí un miedo horrible, como si realmente me fuese a morir. Me acerqué a la cama vacilando y haciendo urg urg urg, y el veco, que no estaba con la chaqueta blanca sino con una bata, videó clarito lo que yo había pensado pues me dijo:

– Bueno, siempre se aprende, ¿verdad? Siempre aparece algo nuevo, ¿no? Vamos, amiguito, levántate de la cama, y pégame. Realmente, me gustaría. Un buen golpe a la mandíbula. Oh, vamos, me muero de ganas. -Pero lo único que pude hacer, hermanos, fue quedarme tendido sollozando juuu juuu juuu.- Basura -rezongó burlón el veco-. Mierda. -Y me alzó por el cuello de la chaqueta del piyama, y yo estaba muy débil y agotado, y luego levantó y descargó la ruca derecha, de modo que recibí un lindo y viejo tolchoco justo en el litso.- Esto -dijo- es por sacarme de la cama, basura. -Y el veco se frotó las rucas una contra la otra suich suich suich y salió. Clic clac hizo la llave en la cerradura.

Y entonces, hermanos, tuve que hundirme en el sueño para escapar de la horrible y perversa impresión de que recibir un golpe era mejor que darlo. Si ese veco no se hubiese ido, yo tal vez le habría ofrecido la otra mejilla.

7

Hermanos, no podía creer a mis propios oídos. Me parecía que había estado en ese mesto vonoso toda una vida, y que me lo pasaría allí eternamente. Pero siempre había sido una quincena, y ahora decían que la quincena casi había terminado.

– Mañana, amiguito, fuera fuera fuera. -Y movieron el viejo pulgar, como apuntando a la libertad. Y el veco de chaqueta blanca que me había tolchocado, y que seguía trayéndome bandejas de pischa y me escoltaba todos los días a la tortura, me dijo luego: -Pero todavía te falta un día importante. Será el examen de salida. -Y el veco smecó con una sonrisa recelosa.

Supuse que esa mañana me llevarían como de costumbre al mesto de las películas en piyama, tuflos y bata. Pero no fue así. Me dieron la camisa y la ropa interior, y mis platis de la noche, y mis joroschós botas de patear, todo bien preparado y lavado o planchado o lustrado. Hasta me devolvieron la britba filosa que había usado en los buenos viejos tiempos en peleas y dratsas. Desconcertado, miré todo esto mientras me vestía, pero el veco de la chaqueta blanca se limitó a sonreír y no quiso goborar palabra, oh hermanos míos.

Me llevaron muy amablemente al mismo viejo mesto, pero había algunos cambios. Habían puesto cortinas frente a la pantalla, y el vidrio opaco ya no estaba bajo los orificios de proyección, tal vez porque lo habían levantado o plegado a los costados como persianas. Y donde antes se oía solamente el ruido de toses cashl cashl cashl cashl y se veían como sombras de liudos ahora había un verdadero público, y en él algunos litsos que yo conocía. Estaba el director de la staja, y el hombre santo, el chaplino como le decían, y el jefe de los chasos, y ese cheloveco muy importante y bien vestido que era el ministro del Interior o Inferior. A los demás no los conocía. También estaban el doctor Brodsky y el doctor Branom, pero no llevaban chaqueta blanca, y se habían vestido ahora como visten los doctores que son importantes y quieren vestirse a la última moda. El doctor Branom estaba y nada más, pero el doctor Brodsky estaba y goboraba con palabras muy complicadas a todos los liudos reunidos. Cuando me videó venir dijo: -Ajá. Aquí, caballeros, presentamos al propio sujeto. Como ven, se encuentra en excelentes condiciones y bien alimentado. Acaba de dormir bien y de tomar un abundante desayuno, y no está drogado ni hipnotizado. Mañana lo devolveremos confiadamente al mundo, un chico tan decente como los que asisten a la escuela dominical, dispuesto a la palabra amable y la colaboración. Qué cambio, caballeros, comparado con el perverso granuja que el Estado condenó a sufrir un castigo estéril hace dos años, y que no cambió nada en ese período. ¿Dije que no cambió? No, no fue así. La prisión le enseñó la sonrisa falsa, las manos untuosas de la hipocresía, la sonrisa obsequiosa y baja. Le enseñó otros vicios, además de confirmar los que practicaba desde hacía tiempo. Pero, caballeros, basta de palabras. Los hechos hablan mejor que las palabras. Bien, acción. Atentos todos.

Yo estaba un poco aturdido por esta goborada, y trataba de entender qué Brodsky hablaba de mí. Entonces se apagaron todas las luces y se encendieron dos reflectores que venían de los orificios de proyección, y uno de ellos iluminaba directamente a Vuestro Humilde y Sufriente Narrador. Y la otra luz fue a fijarse sobre un cheloveco grande y bolche que yo jamás había videado antes. Tenía un litso grasiento, y mostacho, y como mechones de pelo pegados a la golová casi calva. Era de unos treinta, cuarenta o cincuenta años, es decir un starrio que andaba por esa edad. Se me acercó y el reflector lo acompañó, y poco después las dos luces eran una sola más grande. El veco me dijo con mucha burla: -Hola, montón de basura. Puff, no te lavas mucho, qué olor tienes. -Luego, como si estuviera dando pasos de baile, me pisó las nogas, la izquierda y también la derecha, y después me dio un arañazo en la nariz que me dolió como besuño y me llenó los glasos con las viejas lágrimas, y además me retorció el uco izquierdo como si fuera la perilla de una radio. Pude slusar risitas y un par de jajajas realmente joroschós que venían del público. La nariz, las nogas y las orejas me ardían y dolían como besuño, así que le dije: