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– ¿Pero nadie está haciendo nada? -preguntó mi padre con rabia.

– Esta mañana había mucha gente delante del edificio del Gobierno Civil. Exigían que se le repartiera armas a la ciudadanía, pero el gobernador no quiso saber nada del asunto. Pero más le habría valido escucharlos, porque poco después llegaban los guardias para llevárselo. Al cabo de un rato, el comandante militar ha decretado el estado de guerra. Están prohibidas las reuniones de más de dos personas y el tráfico de automóviles. Y supongo que seguirán las detenciones.

– ¡Dios mío de mi vida! -dijo mi madre, al borde del llanto-. ¿Qué podemos hacer, Eloy? ¿Y si vienen a llevarte a ti también?

Yo seguía escondida junto a la puerta, pero poco faltó para que me descubrieran en ese momento. Acababa de darme cuenta de que mi padre estaba en peligro, y esa idea terrible casi me hizo gritar. Mientras me tapaba la boca con las dos manos, mi padre intentó tranquilizar a mi madre, que estaba casi fuera de sí. Le dijo que no iban a venir a buscarlo porque él no era nadie importante, y que habrían podido llevárselo el día anterior, cuando detuvieron al tío, y no lo habían hecho. En ese momento habló el tío David:

– Yo creo que lo mejor va a ser irse durante unos días, hasta que la situación se aclare. Si las provincias cercanas siguen bajo el control de la República, no pasará mucho tiempo antes de que los rebeldes de aquí tengan que rendirse. Pero mientras eso llega no está de más tomar precauciones.

Al día siguiente nos sacaron de la cama muy temprano, antes del amanecer. Mis hermanos se frotaban los ojos y protestaban, más dormidos que despiertos, y mi madre llevaba a la nena en brazos. Delante de la puerta nos esperaba una tartana. Las farolas, que continuaban encendidas, iluminaban una calle vacía y silenciosa.

– ¿Adonde vamos, padre? -pregunté.

– A Casa Nueva. Nos vamos a pasar allá unos cuantos días.

Salimos de la ciudad evitando las calles principales. Mis tres hermanos habían vuelto a dormirse tan pronto como se subieron a la tartana. Mi madre, sin soltar a la nena, miraba espantada en todas direcciones, como temiendo que a la vuelta de cualquier esquina pudiera aparecer una banda de hombres armados para darnos un susto. Pero la ciudad parecía deshabitada, muerta. Ni siquiera un chucho callejero se cruzó en nuestro camino, y lo único que se oía era el «cloc-cloc» de los cascos de la muía sobre los adoquines. Entonces, justo cuando estábamos a punto de salir a la carretera, oímos una voz que gritaba: «¡Alto!».

– Sooo -dijo mi padre tirando de las riendas, mientras mi madre se aferraba con fuerza a su brazo. Dos sombras surgieron de la oscuridad. A la luz de una farola vimos que era una pareja de la Guardia Civil. Uno de ellos se acercó. El otro se quedó atrás con el fusil en ristre.

– A ver, ¿dónde van ustedes? ¿No saben que hay toque de queda?

La voz del guardia daba miedo.

– Lo siento mucho -dijo mi padre, que parecía muy tranquilo-. Nos vamos a pasar unos días al campo y quería salir temprano. Por los chiquillos, sabe usted. Es que luego aprieta mucho el calor. Además, como casi ha amanecido ya…

Y era verdad, porque a los lejos ya se alcanzaba a ver los primeros albores del día.

El guardia lo miró pensativo. Luego nos miró a mi madre y a mí. Por último, se asomó a la tartana, donde mis dos hermanos dormían como benditos.

– Déjeme ver su documentación -dijo por fin.

Mi padre le entregó unos documentos y el guardia leyó su nombre en voz alta. El otro guardia bajó el fusil y se sacó unos papeles del bolsillo.

– No, no está en la lista -dijo al cabo de unos segundos.

– Ea, pueden seguir. Pero vayan con cuidado, que las aguas bajan revueltas.

Mí padre dijo «gracias y buenos días» y sacudió las riendas de la muía. Esperamos al menos cinco minutos antes de suspirar de alivio, pero yo creo que, así y todo, los guardias debieron de oírnos. Yo me quedé un buen rato pensando sobre lo mucho que la vida puede cambiar en poco tiempo. ¿Quién iba a decirme a mí unos días antes que íbamos a tener motivos para temer a la Guardia Civil? De todas formas, la alegría de haber podido escapar hizo que mis preocupaciones quedaran pronto atrás, como atrás iba quedando nuestra ciudad, donde el fantasma de la guerra empezaba a extenderse por todas partes como una enfermedad.

El sol había asomado por fin y bañaba los campos en reflejos dorados. Una suave brisa ondulaba las mieses, todavía a medio cosechar. El campo era el mismo de siempre, y la luz del día calentaba con la misma fuerza. Me dije que nada había cambiado. «El mundo no se acaba de un día para otro -pensé-. Cuando volvamos a casa, esta pesadilla habrá terminado». En la ingenuidad de mis 12 años y medio, yo no podía saber que la pesadilla no había hecho más que empezar.

10

Casa Nueva (o simplemente La Aldea) era el nombre de una granja y unas tierras que mi padre y sus hermanos habían comprado algunos años atrás, cuando todavía tenían el almacén. Aunque estaba muy cerca de la ciudad, aquella mañana la distancia nos pareció larguísima, como si hubiéramos recorrido más de mil kilómetros. Algo tendría que ver en ello la lentitud del viaje en la tartana. Pero creo que había algo más, porque sólo allí, en medio de la soledad y el silencio de los campos, era posible olvidarse del miedo que habíamos pasado, de la guerra y de los militarones que la habían empezado. En realidad, aquellos días iban a ser la última tregua de verdad antes de que el horror nos cercara por completo.

Habían llegado ya casi todos mis tíos y mis primos. En total, en la granja debía de haber más de 40 personas, muchas de ellas niños, con lo que la algarabía de voces infantiles era ensordecedora. «¡Maruja, Maruja!», gritaban mis primas al vernos llegar. Desde el día de mi primera comunión no recordaba ver tantos chiquillos juntos en La Aldea, y todos tan felices como si nos hubiéramos reunido allí para celebrar una fiesta. Bien mirado, estábamos de vacaciones y aquélla era una ocasión estupenda para jugar y divertirse. Bajé de la tartana de un salto y repartí tantos besos que se me acabaron todos. Entonces me di cuenta de las caras serias de los adultos, y supe que el miedo los había seguido hasta allí. Yo ya empezaba a ser mayor, y además estaba al tanto de lo de la sublevación. Pensé que quizá también yo debería mostrarme seria y preocupada, como mis tíos y tías. Pero entonces se me ocurrió que tener 12 años y medio era como estar en tierra de nadie, con un pie todavía en la infancia, y que muy bien podía elegir comportarme como una chiquilla. Y eso fue lo que hice, sumergirme otra vez en los juegos y las canciones de la infancia, volver a disfrutar con la comba, el corro y el tejo y «al cruzar la barca» igual que mis primas pequeñas, quizá presintiendo que era mi última oportunidad de quedarme al margen de lo que iba a ocurrir.

Durante los días que pasamos allí abandoné mi costumbre de escuchar a escondidas, aunque los mayores se reunían muchas veces: las mujeres para rezar el rosario y los hombres para comentar las pocas noticias que iban llegando de la capital. Pero yo preferí permanecer al margen y procuraba no enterarme de nada, ni siquiera por casualidad. La casa fue durante aquel tiempo una auténtica locura. El trabajo en el campo se había interrumpido, porque los jornaleros, asustados por lo que ocurría, habían vuelto a sus pueblos a toda prisa. De todas maneras, había muchísimo que hacer. Era preciso alimentar a los animales de la granja y, además, cocinar para toda aquella tropa de parientes que se había reunido allí. Yo ayudaba en todo lo que me decían, pero aprovechaba la menor oportunidad para escaparme e irme a jugar con mis primas, sin importarme que la mayor de ellas fuera casi tres años más joven que yo y que pudiera resultar un poco ridículo ver a aquella muchacha mayor saltando a la comba con un grupo de chiquillas.