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El día que enterraron a su madre, las cuatro muchachas Kelsen -tres solteras y una casada, pero para el caso…- se vistieron de negro pero Leticia la madre de Laura vio pasar sobre la tumba abierta, casi como si escapara de su propio entierro, un ave maravillosa y exclamó, ¡miren!, ¡un cuervo blanco!

Las demás miraron pero Laura, como si obedeciera una orden de su abuela muerta, salió corriendo, siguiendo al pájaro blanco, sintiendo que ella misma podía volar, como si el cuervo albino la convocara, sígueme, niña, vuela conmigo, quiero enseñarte algo…

Es el día en que la niña se dio cuenta de dónde estaba, de dónde venía, como si la abuela, al morir, le hubiese dado alas para volver a la selva, jugueteando, sabia, sin llamar la atención, saltando como siempre, provocando suspiros en el grupo familiar que la vio alejarse, es muy niña, los niños qué saben de la muerte, no conoció a la abuela Cósima en su esplendor, no lo hace por mala…

Siguió al cuervo blanco más allá de los límites conocidos, reconociendo y amando desde entonces, para siempre, todo lo que veía y tocaba, como si este día de la muerte le hubiese sido reservado para saber algo irrepetible, algo que era sólo para ella y sólo para la edad que en ese instante tenía Laura Díaz, nacida un doce de mayo de 1898 cuando la virgen salió vestida de blanco con su paleto…

Reconoció y amó desde entonces, para siempre, las higueras, el tulipán de Indias, el lirio chino cuyas varitas, cada una, florecen tres veces al año: reconoció lo que ya sabía pero había olvidado, el lirio rojo, el palo rojo, la copa redonda del árbol del mango; reconoció lo que nunca había sabido y creía, ahora, recordar en vez de descubrir, la perfecta simetría de la araucaria, que en cada brote de cada una de sus ramas engendra enseguida su doble inmediato; el true-

no de flor amarilla menuda, maravilloso árbol que lo mismo resiste el huracán o la sequía.

Iba a gritar de espanto pero se tragó el susto y lo convirtió en asombro. Se topó con un gigante. Tembló Laurita, cerró los ojos, tocó al gigante, era de piedra, era enorme, sobresalía en medio de la selva, más plantado en ella que el árbol del pan o las raíces mismas del laurel invasor que todo lo devora -drenajes, terrenos, cultivos.

Cubierta de lama, una gigantesca figura femenina miraba a la eternidad, aderezada con cinturones de caracol y serpiente, tocada con una corona teñida de verde por la selva mimética. Adornada de collares y anillos y aretes de brazos, nariz, orejas…

Laurita corrió de regreso, sin aliento, primero ansiosa de contar su descubrimiento, esa señora de la selva era la que le regalaba sus joyas a los pobres, esa estatua perdida era la protectora de los bienes del cielo robados por el antipático cura Almonte -císcalo, císcalo- y ella, Laura Díaz, ya conocía el secreto de la selva; y al saberlo, supo que a nadie se lo podía contar, no ahora, no a ellos.

Dejó de correr. Regresó despacio a la casa por el camino de colinas ondulantes y suaves laderas sembradas de café. En el patio de la casa, el abuelo Felipe le iba diciendo a sus administradores que no había más remedio que cortar las ramas del laurel, nos están invadiendo, como si se moviesen, los laureles se están comiendo el drenaje, van a devorarse la casa misma, hay nubes de tordos que se juntan aquí nomás en la ceiba fuera de la casa llenando de suciedad la entrada, no puede ser; además, viene la época en que los cafetales se cubren de telarañas.

– Va a haber que tumbar algunos árboles.

Suspiró la tía Virginia que había ocupado con naturalidad la mecedora de su madre, sin ser la primogénita.

– Nomás los oigo -les dijo a sus hermanas-. No se dan cuenta que no hay nadie vivo que tenga la edad de un árbol…

A ellas Laura no quería contarles nada, sólo al abuelo porque lo vio preocupado y quiso entretenerlo. Lo tiró de la levita negra, abuelo, hay una señora enorme en la selva, tienes que verla, niña, ¿de qué hablas?, yo te llevo, abuelo, si no nadie me va a creer, ven, si tú vienes no le tengo miedo, le doy un abrazo.

Imaginó: la abrazo y le devuelvo la vida, eso dicen los cuentos que me contaba mi abuelita, basta abrazar a una estatua para regalarle vida.

Se acusó: qué poco duró su resolución de guardarse el secreto de la gran señora de la selva.

El abuelo la tomó de la mano y sonrió, no debía sonreír en día luctuoso, pero esta linda niña con su cabellera larga y lacia y facciones cada vez más definidas, dejando atrás los mofletes, adivinada por el abuelo ese día, antes de que Laura lo viese en ningún espejo o lo soñase siquiera, como iba a ser de grande, con sus piernas y brazos muy largos y la nariz pronunciada y los labios más delgados que los de las demás niñas de sus años (labios como los de la tía escritora Virginia), esta niña era la vida vuelta a nacer, Cósima de regreso, una vida continuada en otra y él como guardián, albacea de un alma que requería el recuerdo amoroso de una pareja, Cósima y Felipe, para prolongarse y encontrar nuevo impulso en la vida de una niña, de esta niña, se dijo el viejo con emoción -¡tenía sesenta y seis años; Cósima cincuenta y siete años al morir!- y Laurita llegó al claro de la selva.

– Aquí está la estatua, abuelo.

Don Felipe rió.

– Es una ceiba, niña. Ten cuidado. Mira qué árbol más bonito pero más peligroso. ¿Te das cuenta? Está tachonado de clavos, nada más que no son clavos, sino espinas puntiagudas como puñales que la ceiba genera para su propia protección, ¿no ves?, le salen espadas al cuerpo de la ceiba, el árbol se arma para que nadie se le acerque, para que nadie pueda abrazarlo -sonrió el abuelo-. ¡Qué ceiba más mala!

Luego vinieron las malas noticias, hubo una huelga de mineros en Cananea, otra en la fábrica textil de Río Blanco, aquí mismo en el estado de Veracruz, los cadáveres de los huelguistas reprimidos por el ejército federal pasaron de Orizaba al mar en furgones abiertos, para que todo el mundo los pudiera ver y escarmentara.

– ¿Crees que se cae don Porfirio?

– Qué va. Esto demuestra que tiene la misma energía de siempre, aunque vaya a cumplir los ochenta.

– Patrón, va a ser necesario cortar los chalacahuites.

– Qué pena cortar un árbol que le da sombra al café.

– Sí, cuando el café tiene buen precio. Ahora los precios andan muy caídos. Más vale cortar los árboles y venderlos como madera.

– Ya estaría de Dios. Volverán a crecer.

III. Veracruz: 1910

Llegaba tarde. Llegaba temprano. Siempre, demasiado tarde o demasiado temprano. Aparecía inesperadamente a cenar. Otras veces, no llegaba.

Leticia, apenas la mandó traer su marido Fernando Díaz a Veracruz, estableció con toda naturalidad, sin sentir que se imponía, los mismos horarios y el orden de su vida anterior en la finca cafetalera de Catemaco. Por más bullicioso y deslavado que fuese el puerto, el sol salía a la misma hora junto al lago y a la orilla del mar. Desayuno a las seis, comida a la una, merienda a las siete, o cena, en casos especiales, a las nueve.

Veracruz le daba a Leticia Kelsen la variedad de sus mariscos y pescados, y la madre de Laura los combinaba de maravilla, los pulpos en su tinta y con arroz blanco, los tostones de plátano frito con frijoles, claro, refritos; el blanco huachinango del Golfo nadando entre cebolla, pimientos y aceitunas; la carne deshebrada en cilantro o cuajada de oscuras salsas manchamanteles; la repostería monjil y los cafés mundanos, pausados, conocedores del calor y el insomnio, amigos de las siestas y las lunas.

Podían tomarse a cualquier hora en el célebre Café de la Parroquia donde un avispero de mozos con delantal blanco y corbata de palomita corrían entre el zumbido de los clientes sirviendo molletes y huevos rancheros mientras combinaban, como magos mal remunerados en un carnaval sin horarios, el café y la leche servidos en vasos de vidrio y derramados con una simultaneidad asombrosa desde alturas acrobáticas. Todo lo presidía la gran cafetera de plata, importada desde Alemania, que ocupaba el centro y el fondo del café como una reina argentina condecorada de llaves, grifos, espuma, humos y sellos de fábrica. Lebrecht und Justus Krüger, Lübeck, 1887.