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hasta morir defecando? ¿Nada, nada antes y nada después del intermedio de la gloria? ¿Nació de la mierda y murió de la mierda? ¿Podía el intermedio ser la obra entera, no un simple entreacto? ¿Nada? Misterios infinitamente dolorosos: si Santiago su hijo hubiese vivido, si las promesas de su talento estuviesen a la vista, cumplidas; si Dantón no hubiese tenido el genio ambicioso que lo llevó a la riqueza y a la corrupción. Y si el tercer Santiago, el muerto en Tlate-lolco, se hubiera sometido al destino trazado por el padre, ¿estaría vivo el día de hoy? ¿Y su madre, Magdalena Ayub Longoria, qué pensaba de todo esto, de estas vidas que eran suyas y compartidas con la de Laura Díaz?

¿Delató Harry a sus compañeros de izquierda ante el Comité de Actividades Antiamericanas?

Y sobre todo, finalmente, ¿qué era de Jorge Maura, vivía, moría, había muerto? ¿Había encontrado a Dios? ¿Dios lo había encontrado a él? ¿Tanto buscó Jorge Maura su bien espiritual sólo porque ya lo había encontrado?

Ante este misterio final, el destino de Jorge Maura, Laura Díaz se detenía, otorgándole a su amante un privilegio que no tardó en extenderle a todos los demás protagonistas de los años con Laura Díaz: el derecho de llevarse un secreto a la tumba.

Cuando el tercer Santiago cayó asesinado en la Plaza de las Tres Culturas, Laura dio por supuesto que la joven viuda, Lourdes Al-faro, se quedaría a vivir con ella junto con el niño. Santiago, el cuarto homónimo del Apóstol Mayor, testigo de la agonía y transfiguración de las víctimas: los Santiagos, «hijos de las tormentas», descendientes del primer discípulo de Cristo ejecutado por el poder de Herodes y salvados por el amor y el hogar y el recuerdo de Laura Díaz.

Lourdes Alfaro cumplió como madre mientras organizaba manifestaciones para liberar a los presos políticos del 68, prestaba servicios a las jóvenes viudas de Tlatelolco, como ella, que tenían hijos pequeños y requerían guarderías, medicinas, atención y crecer -le dijo Lourdes a Laura- con la memoria viva del sacrificio de sus padres. Aunque a veces la ecuación se invertía y los viudos eran padres cuyas mujeres, jóvenes estudiantes, también habían caído en Tlatelolco.

Se formó así una cofradía de sobrevivientes del 2 de octubre y entre ellos, como era de esperarse, Lourdes encontró, se identificó y se enamoró de un muchacho de veintiséis años, Jesús Aníbal Pliego, que se iniciaba como cineasta y que había logrado filmar escenas entrecortadas, campos de sombra y luz, filtros de sangre, ecos de metralla, de la noche de Tlatelolco. En esa noche murió, manifestando, la ¡oven esposa de Jesús Aníbal, y el viudo -un joven alto, moreno, rizado, de sonrisa y mirada claras- se quedó con una niña de meses, Enedina, que también acudió a la guardería donde Lourdes llevaba a su hijo el cuarto Santiago de la línea de Laura Díaz.

– Tengo algo que decirte, Laura -dejó caer al cabo Lourdes después de varias semanas de rondar a la abuela de su hombre, quien ya se lo imaginaba todo.

– No tienes nada que decirme, mi amor. Eres como mi hija y lo entiendo todo. No me imagino mejor pareja que tú y Jesús Aníbal. Los une todo. Si fuera mocha, les daría mi bendición.

Los unía algo más que el amor: el trabajo. Lourdes, que había aprendido mucho al lado de Laura, pudo acompañar cada vez más a Jesús Aníbal como ayudante de fotografía y lo que sí tuvo que decirle Lourdes a la abuela Laura es que ella, su marido, y los dos niños -Enedina y Santiago el cuarto- se iban a vivir a Los Ángeles, Jesús Aníbal tenía un excelente ofrecimiento del cine americano, en México había pocas oportunidades, el gobierno de Díaz Ordaz le había secuestrado las películas de Tlatelolco a Jesús Aníbal…

– No me expliques nada, mi amor. Imagínate nomás si yo no entiendo de estas cosas.

El apartamento de la Plaza Río de Janeiro se quedó solo.

El cuarto Santiago apenas dejó una huella en la memoria de su bisabuela, pronunciar esa designación me llena de orgullo, satisfacción, consuelo y desconsuelo, me da miedo y me da tristeza, me convence alegremente de que he logrado, al fin, matar la vanidad -¡Soy bisabuela!- pero también que he logrado revivir a la muerte, la mía acompañando para siempre la de cada Santiago, el fusilado en Veracruz, el muerto en México, el asesinado en Tlatelolco y ahora el emigrado a Los Ángeles, mi bracerito -me voy a reír- mi espaldita mojada a la que ya nunca voy a poder secar con las toallas que mi madre Leticia me regaló cuando me casé, ¡Cómo duran ciertas cosas!…

Para Laura Díaz no era problema vivir sola. Se mantenía ágil, hacendosa, derivaba placer de minucias como hacer la cama,

lavar y tender la ropa, mantenerse «girita» como le dijo a Orlando, ir de mandado al nuevo supermercado Aurrerá como antes había ido, joven esposa, al viejo Parián de la Avenida Alvaro Obregón. Heredó tardíamente de su madre Leticia el gusto por la cocina, rescató viejas recetas jarochas, los moros con cristianos, la ropa vieja, el tamal costeño, las jaibas rellenas, los pulpos en su tinta, el hua-chinango nadando en un mar de cebolla, aceituna y jitomates, el café fuerte y caliente, como lo servían en La Parroquia, café caliente para ahuyentar el calor, como aconsejaba doña Leticia Kelsen de Díaz. Y como si acabara de llegar de otro célebre café, el del Parque Almendares de La Habana, el empalagoso tocinillo del cielo, junto con la variedad de la dulcería mexicana que Laura iba a comprar a la casa Celaya de la Avenida Cinco de Mayo, los ¡amoncillos de dos colores, los mazapanes y los camotes; los duraznos, piñas, higos, cerezas y chabacanos cristalizados, y para sus desayunos, chilaquiles en salsa verde, huevos rancheros, tostadas de pollo, lechuga y queso fresco, huevos divorciados y, nuevamente, la variedad de los panes mexicanos, el bolillo y la telera, pero también la cemita, el polvorón, la concha y la chilindrina.

Clasificaba sus negativos, atendía las solicitudes de compra de fotos clásicas suyas, preparaba libros y se atrevía a pedirles prólogos a escritores nuevos, Salvador Elizondo, Sergio Pitol, Elena Ponia-towska, Margo Glantz y los jóvenes de La Onda, José Agustín y Gustavo Saínz. Diego Rivera había muerto en 1957, Rodríguez Lozano, María Izquierdo, Alfonso Michel, artistas que conoció y que la inspiraron plásticamente (los negros, blancos y grises puros y brutales del primero, la falsa ingenuidad de la segunda, el sabio asombro en cada color del tercero) habían muerto y sólo sobrevivirían, antagónicos pero enormes, Siqueiros el Coronelazo de puños levantados y cerrados contra la velocidad celebratoria del mundo en movimiento, y Ta-mayo bello, taimado y silencioso, con su cabeza igualita al volcán Po-pocatépetL No había mucho de dónde agarrarse. Como no fuese el recuerdo y la voluntad. Iban desapareciendo, uno tras otro, los guardianes de las memorias compartidas…

Otra tarde seca, ya no lluviosa, del bello otoño mexicano, alguien tocó a la puerta de Laura. Ella abrió y le costó identificar a la mujer vestida de negro -es lo primero que notó, el tailleur oscuro de buen gusto y alto precio, como para llamar la atención hacia una figura sin atención llamativa, tal era el aspecto casi deslavado del rostro sin facciones memorables, sin la memoria, siquiera, de una

belleza perdida. La belleza ínsita en toda mujer joven. Hasta en las feas. Había, a cambio de facciones notables, un orgullo evidente, concentrado, doloroso, sometido, esa palabra salía de los ojos de la señora, ojos incómodos, inciertos y accidentados bajo las cejas espesas, porque la visitante desconocida emitió un ¡ay! tan sumiso como el resto de su persona y miró al piso, alarmada.

– Se me cayó el pupilente -dijo la desconocida.

– Pues a encontrarlo -rió Laura Díaz.

Las dos, en cuatro patas cada una, tantearon el piso de la entrada hasta que Laura dio con la yema del dedo índice sobre el pedacito de plástico húmedo y extraviado. Pero con la otra mano tocó una carne lejana pero familiar y le ofreció el pupilente salvado a Magdalena Ayub Longoria, soy la mujer de Dantón, la nuera de Laura Díaz, explicó, incorporándose, pero sin atreverse a implantar el pupilente en su lugar mientras Laura la invitaba a pasar.