Hubo un prolongadísimo silencio, después de tanto alarido, y voy a aprovecharlo para contarles que, contra lo que ustedes, estoy seguro, están pensando, yo no vivía en casa de Fernanda María, ni a costa de ella, ni me aprovechaba tampoco de sus excelentes contactos por todo lo alto, para nada. Animé algunas fiestas cantando mis penas y mis tristezas, gracias a ella, es cierto, pero también era Rafael Dulanto el que a veces me conseguía alguna chambita cantante en salones palaciegos, de espejos biselados y alfombras silenciosas, como en el vals de Felipe Pinglo, pero esto no quiere decir que yo haya vivido de Rafael Dulanto, por el solo hecho de aceptarle un favor a un amigo, como tampoco quiere decir que le deba nada a Felipe Pinglo, salvo el citarlo, claro, por haber intentado al máximo, aunque sin el menor éxito, popularizar sus inefables valsecitos, en París, con o sin aguacero, cuando en aquella época 68 lo que el mundo pedía y hasta Simón y Garfunkel cantaban, en un inglés también del 68, era cóndores que pasan, comandantes aprendidos a querer, que al preso número 9 lo fusilaran, bis, pájaros campanas, y otros hermosos sufrimientos de unos pueblos originariamente rousseaunianos y uniformes, llamados Le monde andin.

Yo dormía donde me pescaba la noche, porque jamás quise regresar al departamento en que viví con Luisa, y hasta hoy sigo sin conservar ni siquiera una foto de ella -ya para qué hablar de la cama o de un sillón que compartimos-, en mi afán de inmortalizarla sólo con mis canciones, en verso de amor, con lo cual, me dicen, en más de una oportunidad ella se ha quejado de que, en alguno de mis regresos al Perú, yo no la haya reconocido siquiera. Y es que dicen que le dio por ganar muchísimo dinero administrando empresas, y que esto la hizo engordar a mares, cosa que a Fernanda María le encanta, por lo del bofetadón limeño…

Pero el capítulo «Bofetada limeña», de mi historia, dentro de la historia de Fernanda, viene después, y estábamos en que yo dormía donde me pescaba la noche, desde que Luisa…

Pues me pescaba, y a ustedes qué diablos les importa, generalmente en el lindo departamento estilo mundo raro, para mí, de Fernanda María. Y qué culpa tengo yo también de que a ella la noche la pescara en mis brazos, a cada rato, cuando yo llegaba agotado y sin haber ahorrado ni para un hotel sin estrellas, y cruzaba por la parte de atrás del hotel particulier de la familia multimillonaria que le alquilaba una parte de ese caserón con zaguán y todo, entrando por el portalón de aquel patio de lujo inglés, más bien, y subiendo por esas maravillosas escaleras de piedra que me llevaban hasta el Qué alegre, Juan Manuel Carpio, con que me recibía siempre Mía, pelirroja, pecosita, flaquita deliciosa, con sus sonrientes ojazos verdes, sacando inmediatamente el whisky y el hielo a los que me había hecho acreedor por haberme trepado a lo loco tremenda escalera, para amanecer otra vez entre sus brazos. La bajábamos muy alegremente, también, la hermosa y amplia escalera de piedra con sus columnatas, en primavera, para organizar maravillosos cocteles, porque la familia multimillonaria casi nunca estaba, y además a Fernanda María de entrada le tomaron gran cariño y le prestaban su patio, sus bancas verdes, sus enredaderas, el millón de macetas floridas, sus mesas y sillas de terraza Finzi Contini, en fin, lo más primaveralmente lindo del palaciote ese de piedra que Fernanda María insistía en calificar de gótico muy tardío, y yo de mundo raro, para mí, y punto.

Que quede clarísimo, además, que yo nunca le cobré un centavo a Fernanda María por cantar en sus guateques primaverales o de principios de verano, a los que medio boom de la literatura latinoamericana llegaba, a veces, subordinadísimo y todo, en vista de que ella seguía siendo jefota de algunos tamaños escritorazos y de que estos algunos traían a los otros, siempre de paso por París. Y uno ahí canta que te canta lo mejor de la tristísima belleza de sus versos propios, pero ellos boom para arriba y boom para abajo, ni cuenta que se daban de nada, ni siquiera de que el cantautor peruano era uno de los suyos, con permiso de residencia caducado, difíciles comienzos, años duros, mítica búsqueda de las luces en la Ciudad Luz, corazón a la izquierda, profundo arraigo en el desarraigo, los pasos perdidos, realismo mágico, cara de pobre tercer mundo, por Dios Santo y Bendito, y otros indispensables atributos más. Pero nada, ni cuenta que se daban de que uno también era artista, los señores esos.

– Mejor para ti -me consolaba Fernanda María, ante cuyas plantas se postraba sin embargo medio boom, e incluso a pesar de que ella, a veces, justificaba el que yo me quedara y ellos no, presentándome como su novio y su compañero in-se-pa-ra-ble, cuando todos se tenían que marchar, ya es hora, caballeros, y algún don Juan Boom que se quería encamar con ella, me miraba de arriba abajo, como diciendo: «¿Y a qué horas se nos larga el cantautorcito?».

– ¿Cómo que mejor para mí, Fernanda?

– Es que, con honrosísimas excepciones, como Cortázar, Rulfo y los que no son famosos, y poco o nada tienen de boom, por lo tanto, francamente cada año los encuentro más nuevo ricos a estos escritores.

– Con el sudor de su frente y el de la izquierda se lo han ganado, oye tú.

– De acuerdo, Juan Manuel Carpio. Pero, fíjate tú las cosas que enseña la vida. Mi familia, más venida a menos de lo que anda, ya no puede estar, la pobre, últimamente. Sin embargo, y perdóname por lo bruta que soy al decirte estas cosas, así, tan sin matices, bueno, tan brutalmente, nunca mejor dicho: Si hay algo que te enseña eso que en los radioteatros, antes, y en las telenovelas, hoy, se llama Alcurnia -Dios mío, perdona lo Corín Tellado que me he puesto, Juan Manuel Carpio, pero te juro que ahoritita acabo y que algo se me ha subido el vino, también-, es simple y llanamente a no poder soportar algo que huela a nuevo rico, por mínimamente que sea. Se puede amanecer multimillonario y haberse acostado mendigo, y no oler a nuevo rico. Y, sin embargo, cuando uno menos se lo espera, un tufillo por ahí… ¿Me entiendes?

– ¿Y el boom qué tiene que ver con esto? ¿Te apesta, acaso?

– Ay, mi amor, qué bruto eres tú también, a veces. Yo te hablaba de un tufillo imperceptible, salvo en una corbata o en un par de zapatos, en una manera de entrar a este patio, o en una esposa, por ejemplo.

– A ver, Fernanda, por favor. Explícale a este retrasado mental, en qué se diferencia, por ejemplo, una corbata carísima y horrorosa, de una carísima, linda, y nueva rica. A ver si me voy enterando de algo, porque lo que es hasta ahora…

– ¿Sabes en qué se diferencia, Juan Manuel Carpio? Pues en que lo único que deseo esta noche es que me cantes la más fracasada de tus canciones. Aunque pertenezca a la serie Luisa, cántamela, por favor. Y seré feliz y me sentiré limpia cuando te bese y te abrace, al acostarnos, por más que tú estés soñando con otros momentos y otros lugares. En cambio, si me hubiese metido a la cama con el galán ese traducido hasta al latín, creo, que me salió esta noche, me hubiera sentido sola, triste, perdida, abandonada, oligarca e inmunda.

Aquí se acabó aquel muy prolongado silencio, al que creo haberle sacado bastante provecho, en lo que a la relación entre Fernanda María y yo se refiere. Y como que fue mi turno, ahora, para soltar unos cuantos alaridos:

– ¡O sea que tú prefieres acostarte con el más abyecto y miserable y corrompido de los cantautores, antes que con Juan Rulfo o Julio Cortázar! ¡Mira que hasta yo, puestos a acostarse con hombres, me acostaría con Cortázar o con Pedro Páramo! ¡Pero la señorita de la oligarquía, no! ¡Para ella el barro! ¡Para ella la inmundicia colombiana! ¡Para ella el fango que, por supuesto, jamás vio en las casas en que vivió ni en los colegios y posgrados donde se educó!…