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– No se atreverán a…

– Sí nos atreveremos, señor Ferrer, claro que nos atreveremos. Y usted debiera saberlo. Es más, creo que lo sabe pero intenta engañarse a sí mismo. Sea realista. Renuncie a escribir ese reportaje aunque sólo sea por el bien de su familia, y si no, hágalo por mí. Me repugna matar niños, pero soy un profesional, un excelente profesional, y si me ordenan hacerlo lo haré. De usted depende.

– De acuerdo, ustedes ganan. Díganme qué quieren que haga.

– Es usted listo. Empiece a hablar, cuéntenos todo lo que sepa.

Lo dijo todo. Cómo estaba su investigación, quién estaba al tanto de la misma, cómo y dónde había averiguado ciertas cosas, mostró notas y borradores, incluso parte del reportaje ya escrito. Todo, en definitiva. Cuando acabó de hablar le acompañaron hasta una sucursal bancaria en la que tenía a su nombre una caja de seguridad y le requisaron todo el material que tenía allí custodiado. No intentó engañarlos, sabía que no tenía sentido, les entregó todo, les confesó todo. Andoni Ferrer no era un cobarde. A lo largo de su carrera periodística había soportado amenazas y presiones. Había sido despedido de varias empresas. Había sufrido golpes y agresiones. Le habían sido sustraídos misteriosamente importantes documentos, e incluso reportajes que había vendido a muy buen precio no habían sido editados por la publicación compradora, pero estaba hecho a ello y seguía en la pelea, a veces con suerte y otras sin. Así es la vida, solía reflexionar filosóficamente. Pero esta situación era diferente: estaba tratando, no le cabía la menor duda, con auténticos asesinos, matones que sabían lo que se traían entre manos. No podía resistirse o su familia sufriría las consecuencias, así que no se resistió.

Pasada la una del mediodía llegó el momento de la despedida.

– Esperemos por su bien y el de los suyos -dijo de nuevo el portavoz de la pareja- que no haya intentado engañarnos. Piense que si lo hace podrá esconderse de nosotros algunos días, tal vez unas semanas, quizá, y con mucha suerte, unos cuantos meses o años, pero no podrá ocultarse toda la vida. Antes o después le encontraríamos, a usted y a su familia, no lo olvide.

– Les he dicho todo lo que querían saber y he hecho todo lo que querían que hiciera. ¿No pueden dejarme en paz? ¡Vayanse de una maldita vez! -estalló Ferrer, descargando la tensión nerviosa acumulada durante toda la mañana.

– Tranquilícese, está usted muy tenso, aunque dada la situación no se lo podemos reprochar; además, en el fondo tiene razón: es hora de irnos. Pero antes, como regalo de la casa, queremos hacerle probar algo que sin duda le hubiera venido muy bien para el desarrollo de su extinto reportaje.

Mientras el más bajo de los dos hombres pronunciaba esas palabras su compañero fue preparando, con manos acostumbradas a hacerlo, una goma y una jeringuilla. Ferrer se revolvió inquieto en su asiento al verlo.

– Estése quieto, por favor, no nos obligue a ser violentos. Sólo queremos que se evada durante un rato de la realidad. ¿O prefiere que usemos métodos más contundentes? No sea tonto y aprovéchese de la ocasión, le vamos a proporcionar gratis algo por lo que muchos matarían para conseguirlo.

Quizá la alusión a la muerte no fue muy tranquilizadora, pero el periodista comprendió que no tenía ninguna posibilidad de zafarse de sus visitantes y optó por dejar actuar al hombre alto, que, con hábiles movimientos, localizó en seguida la vena y le inyectó con la jeringuilla en el punto adecuado.

– Adiós, señor Ferrer. Quizá recuerde que los adictos a cierto tipo de drogas decían que con ellas hacían un viaje a otras dimensiones; pues bien, usted también va a experimentar un viaje fuera de lo corriente, pero no se levante para darnos las gracias, no es necesario, lo hemos hecho desinteresadamente.

Andoni Ferrer no respondió. El viaje que había iniciado era un viaje sin retorno.

3

No es mucha la distancia física entre la Gran Vía bilbaína y la calle de las Cortes; apenas unos minutos andando separan la calle que representa el centro del poder financiero y económico de lo más característico del barrio chino de Bilbao. Antonio Jalón iba a recorrer pronto ese camino, pero no se perdía en disquisiciones sociales y económicas; para él la distancia entre esas dos calles eran tan sólo la distancia entre el lugar en el que podía conseguir dinero para sus necesidades y el lugar en el que se refugiaría para disfrutar de su dosis diaria de heroína, a la que estaba enganchado desde hacía más tiempo del que podía recordar.

Antonio Jalón había nacido en el mismo barrio donde vivía y se sentía a gusto en él tal y como era; la lucha de los vecinos por dignificar la zona y convertirla en un lugar en el que sus hijos pudieran crecer y criarse sin la compañía de la droga, la prostitución y la delincuencia le eran totalmente indiferente. Él amaba a su barrio precisamente en su aspecto más marginal y desgarrado. Era el lugar en el que podía juntarse con los colegas, encontrar su dosis diaria y vender a un perista, que le pagaba miserablemente, la mercancía que conseguía birlar. Hijo de un albañil extremeño que había fallecido de cirrosis hacía catorce años, cuando él solo tenía cinco, y de una inmigrante gallega analfabeta que sin pensión alguna ni capacitación laboral sólo pudo ganarse la vida follando con viejos borrachos y niñatos que querían estrenarse, por unas pocas pesetas, había heredado de sus padres el piso en el que vivía y el convencimiento de que no existía otra forma de vida, al menos para la gente como él.

Acerca del piso no estaba convencido totalmente de que fuera suyo. Había pertenecido a su madre antes de morir -tenía cuarenta y tres años, aunque todo el mundo le echaba más de sesenta-, pero un amigo enterado le había dicho que para que estuviera a su nombre tenía que andar entre abogados, notarios y juzgados. Bueno, pues él pasaba de todo ese rollo. El piso era suyo y basta. Además, ¿quién coño iba a querer quitárselo? Y si ese momento llegaba, entonces decidiría qué hacer.

En lo tocante a su vida personal no envidiaba ni añoraba otra. Sumido en su marginación, se había acomodado a esa manera de ser y estar. Su mundo se limitaba a beber con los colegas, echar algún que otro polvo rápido y frustrante con su chica, una adicta que se prostituía a cambio de dinero para su dosis, y la droga, sobre todo la droga. Si conseguía pincharse, no necesitaba nada más. En una ocasión un sacerdote había intentado convencerle para que participara en un programa de desintoxicación, pero él se había negado. En el supuesto de que efectivamente consiguiera desengancharse, ¿qué iba a hacer luego? ¿Intentar trabajar de albañil, como su padre? ¿Casarse con una mujer que acabaría amargada y ajada a base de pobreza e hijos? ¿Marchar, como un iluso, tras unas banderas que le prometerían a cambio de su sacrificio un mundo mejor? No, gracias. Para muchos quizá su vida fuese horrible, pero para él era su vida, la mejor a la que podía aspirar.

Por eso se encontraba aquella mañana en la Gran Vía, junto a una de las puertas que daban acceso a El Corte Inglés, sobre una motocicleta de escasa cilindrada, embutido en un traje negro que le daba aspecto de mensajero. Buscaba nerviosamente una víctima, alguien a quien poder desvalijar, ya que acababa de quedarse al mismo tiempo sin papelinas y sin pasta para obtenerlas. Y necesitaba dinero porque los camellos no le fiaban.

Pronto halló lo que buscaba. Una mujer gorda y rubia, posiblemente teñida, de mediana edad, que salía cargada de paquetes. Parecía como si le hubieran anunciado el fin del mundo y hubiera decidido liquidar ese día su cuenta corriente. Un gran bolso le colgaba del hombro izquierdo. Antonio esperó a que el semáforo que daba paso a los vehículos se pusiera en rojo y arrancó su motocicleta. Con un tirón de experto agarró el bolso y giró velozmente hacia la Alameda de Urkijo, sin oír los gritos de dolor de la señora, que había caído al suelo como consecuencia del golpe, ni los de indignación de la gente que había presenciado el hecho.