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– ¿De qué Begoña me hablas? -respondió entrecortadamente, apenas con un hilillo de voz-. No entiendo qué es lo que quieres.

– Te estoy preguntando por la hija de tu patrón.

– No sé dónde está, juro que no lo sé. Es la verdad. ¿Sólo para saber eso me has montado este show? -contestó con una mezcla de estupefacción y duda, de la que no se hallaba exento el odio naciente.

– Por eso sólo, no. Ayer golpeaste a una amiga mía que fue a casa de tu patrón a preguntar por su hija, y a mí no me gusta nada que golpeen a mis amigas; no lo considero precisamente un síntoma de buena educación.

– Me limitaba a cumplir órdenes. Además, había apuntado con una pistola al jefe; no me quedaba más remedio que intervenir y, después de todo, no le hice mucho daño.

– Si apuntaba con una pistola a tu jefe sus razones tendría y, por lo demás, en lo que a mí respecta estamos en paz. Tú cumplías órdenes de tu jefe y yo cumplo las mías propias para demostrarte que nadie golpea a mis amistades impunemente. ¿Está claro o continuamos?

– Está claro -contestó el chófer.

– En ese caso te voy a soltar, pero me llevo tu cacharrería por precaución ya que no me pareces muy de fiar. Te la devolveré mañana por la tarde, porque mañana -dijo recalcando las palabras- seré yo, y no mi amiga, quien visite al señor González Caballer. Díselo a tu jefe.

– Su desfachatez no tiene límites. Le da una paliza brutal a mi chófer y después de eso se presenta ante mí, como quien no ha roto un plato en su vida, para hablar conmigo. Creo que me debe una explicación.

– Yo no le debo nada a usted. Será al revés, en todo caso. ¿O me equivoco y no estoy hablando con la persona que hace unos días intentó abusar de una joven que se hallaba sentada en el mismo lugar en el que me siento yo ahora?

Iñaki Artetxe se hallaba en el despacho de González Caballer, hablando con el propietario de la casa. Su sistema para conseguir citas no era muy normal, pero había funcionado.

– Sí, es usted quien debiera darme una explicación -repitió.

– ¿Qué dice? ¿Yo, darle una explicación? Está usted loco.

– Bueno, no voy a enfadarme por eso. Incluso pudiera usted tener razón. Ya se sabe que los niños y los locos suelen decir la verdad. Es cierto que ayer golpeé con ganas a su chófer, pero es mucho más cierto que se lo tenía merecido, aunque quizá fuera usted quien más se lo mereciera por ser quien dio las órdenes y quien previamente había intentado violarla. Así que no va a tener más remedio que aguantarme. Es lo mínimo que me debe.

González Caballer miraba fijamente a Artetxe mientras jugueteaba con un lapicero. Era hombre acostumbrado a mandar y a dominar las situaciones, por lo que durante breves segundos se produjo un silencioso enfrentamiento entre dos fuertes voluntades, siendo por fin el anfitrión quien pronunció la siguiente frase.

– Le escucho.

– Hace tan sólo dos semanas mi cliente, Carlos Arróniz, vino aquí porque quería tener noticias de la joven con la que pensaba casarse, y lo único que consiguió fueron insultos y una serie de golpes propinados por su chófer, su matón sería más adecuado decir. Hace tres días la historia se repitió, esta vez con una colaboradora mía de protagonista. Hoy he venido yo y la historia no volverá a repetirse o, por lo menos, ése es mi deseo y consejo. No me gusta que golpeen a mis clientes ni a mis colaboradores; es malo para el negocio porque genera cierta desmoralización, ¿comprende?

– Parece ser que Andrés encontró la horma de su zapato.

– Tómeselo como quiera. Por supuesto, él podría denunciarme, pero usted sabe que ése no es un buen camino.

– Así es. De todos modos, aunque su relato me parece muy interesante, le ruego que entre en materia ya que me imagino que el motivo de su visita no es explicarme por qué agredió ayer a mi empleado.

– Por supuesto que no, aunque hay una relación evidente. Un hombre viene a ver a su novia y acaba de mala manera. Lo mismo le ocurre a una investigadora que aparece unos días más tarde. No es una situación normal, ¿de qué tiene miedo usted?

– ¿Por qué habría de tener yo miedo? -respondió González Caballer mientras partía en dos trozos el lápiz con el que había estado jugueteando-. Creo que esta vez se ha apresurado en su juicio.

– Quizá, pero no deja de ser raro que las dos veces que alguien ha venido aquí preguntando por su hija usted haya perdido los estribos hasta el punto de verse obligado a usar métodos violentos.

González Caballer se quedó pensativo durante un corto espacio de tiempo que aprovechó para sacar otro lápiz de un portalápices y ponerse a jugar con él de nuevo. Luego, como saliendo de su ensimismamiento, se acercó al mueble-bar y sacando dos copas las llenó, de coñac la suya y de ginebra la que ofreció a Artetxe tras indagar sus preferencias. Como si cumpliera con un antiquísimo ritual entornó los ojos y dio un pequeño trago a la copa. Hecho esto, la depositó suavemente sobre la mesa y observó con ojos vivaces a Artetxe.

– ¿No se le ha ocurrido pensar que no hay nada extraño, que es simplemente cuestión de carácter? Tengo un genio difícil, no voy a negarlo, y me cabreo con facilidad. Es posible que en otra situación este modo de ser me hubiera creado muchas dificultades, pero como soy rico y poderoso todo se me perdona. Lo que en cualquier otra persona se considera intolerable, cuando lo hago yo se despacha con una frase del tipo de «son las cosas de Jaime, ya sabéis cómo es», así que nunca he tenido la necesidad de cambiar. La necesidad ni tampoco las ganas; soy feliz siendo así aunque a los demás les joda. Mire, por lo general odio dar explicaciones a nadie, pero con usted voy a modificar esa arraigada costumbre.

»Usted, señor Artetxe, con toda seguridad habrá oído hablar de mí mucho antes de iniciar su investigación. ¿Quién no ha oído hablar de Jaime González Caballer?, y perdone la petulancia. Además, normalmente se habla mal de mí. Lo sé, no soy tan tonto como para creer que la gente me quiere y me aprecia. Soy millonario, he tenido cargos políticos en la época de Franco, y cuando alguna de mis empresas ha ido mal he echado a la calle a todos los trabajadores que he podido. Los asesores de imagen lo tienen muy jodido conmigo, no me duelen prendas reconocerlo. Resumiendo: tengo enemigos, muchos enemigos, pero eso no me ha impedido vivir feliz y realizando siempre mi sacrosanta voluntad. No está nada mal, pienso yo. Pero no siempre he sido el González Caballer que usted conoce. Yo soy lo que los americanos llaman un self made man, un hombre que se ha hecho a sí mismo. Algunos resentidos que se las dan de irónicos quizá digan que me he hecho a mí mismo pero me he hecho mal. Sinceramente, esas opiniones me la traen floja, hablando en plata. Siempre he hecho lo que quería hacer y he conseguido lo que me propuse conseguir. ¿Sabe usted lo que es pasar hambre? No, por supuesto. Pues yo sí, así que a vivir que son tres días y el que venga detrás que arree, como arreé yo. Tuve que emigrar y trabajar duramente, pero hice fortuna y me casé. Mi mujer murió al mes de nacer mi hija. Una infección postparto que hoy en día no tendría ninguna importancia, pero que entonces era mortal. A pesar de todo he continuado trabajando y luchando, ya no sólo por mí sino por mi hija. Todo lo que tengo algún día estará en sus manos.

»Quizá haya sido un mal padre, pero lo habré sido involuntariamente; puede que en ello haya influido el que lo fui a una edad madura, cuando acababa de cumplir los cincuenta años. En cuanto a su novio, tal vez me obcequé, no quería que se casara con Arróniz, no me gustaba y sigue sin gustarme, las cosas como son. No por nada especial, sino porque me entró por el ojo izquierdo. Soy muy visceral en mis reacciones, ya se lo he explicado. Y tal vez por eso, un día Begoña se fue. No estoy acostumbrado a que me den con la puerta en las narices, así que el que mi propia hija lo hiciera fue muy duro para mí.