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– No son necesarias las adulaciones, amigo mío. Sé quién es usted y conozco su dedicación y la de su familia a la causa, aunque tiene que admitir que su partido no ha obtenido unos resultados muy positivos en las últimas elecciones.

– Nunca hemos creído en las elecciones.

– Nosotros tampoco, pero no olvide que conseguimos el poder de ese modo.

– Nuestro caso es distinto. En México abunda la población de origen indio, por eso la causa de la raza no puede avanzar lo que muchos quisiéramos. Somos pocos los blancos de pura estirpe e incontaminados. Desgraciadamente, nuestros antepasados no fueron capaces, como hicieron los ingleses en el norte, de exterminar a las tribus de indios desharrapados que se encontraron por esas tierras, sino que, más bien al contrario, se dedicaron a fornicar todo lo que pudieron con las indígenas y crearon la impura raza mestiza que es mayoría en mi patria. No obstante, si bien es cierto que no tenemos el poder oficial en nuestras manos, nuestra influencia, no tanto como movimiento sino como dirigentes de la economía nacional, es muy grande. Y estamos orgullosos de poner esa influencia y poder al servicio del III Reich.

Como verás, me había aprendido de memoria el discurso que habíamos ensayado y lo dije de corrido sin equivocarme en nada, aunque me sentía muy extraño al pronunciarlo, como si no fuera yo sino otra persona quien hablara con mi voz.

– Gracias, amigo mío, no esperaba menos de usted -me contestó, evidentemente complacido, el coronel-. Además, tengo que decirle que el servicio a la patria no está reñido con las posibilidades de obtener beneficios económicos, y este país en el que estamos nos puede ser propicio a los dos. ¿Sabe lo que le quiero decir?

– Sin ningún género de dudas, mi coronel, y le aseguro que por mi parte no va a haber ninguna oposición a esa idea. Como usted ha dicho, nadie puede dudar de mi lealtad a la causa; mejor dicho, de la lealtad de ambos a nuestro gran ideal, pero estoy de acuerdo en que no es incompatible rendir importantes servicios a nuestra bandera y nuestro Führer con incrementar nuestro patrimonio. Ésa es otra de las razones de que haya venido a España. Un país recién salido de una guerra y donde todo está por reconstruir es un país en el que se pueden realizar grandes negocios si se tienen los contactos adecuados y la inteligencia suficiente para no pasar por alto las oportunidades.

– También es necesario no tener muchos escrúpulos.

– Herr coronel, quienes hemos dedicado nuestra vida a la causa no podemos dejarnos dominar por las estrecheces de la moral pequeñoburguesa. Sí, creo y deseo que haremos grandes negocios juntos.

– Me gustaría brindar por ello, pero desgraciadamente no he acondicionado lo suficiente este caserón. Si no tiene inconveniente en acompañarme le podré llevar a un sitio donde dan las mejores bebidas que se pueden obtener en estos tiempos. Ha tenido un viaje muy largo y no es justo que empecemos ya a hablar de trabajo.

– Vuelvo a estar de acuerdo con usted.

– Por cierto, respecto a lo que me ha dicho antes sobre el mestizaje en su país, espero que no tenga ningún escrúpulo por compartir el lecho con unas hermosas mujeres sólo por el hecho de ser judías. Le aseguro que son mujeres de lo más exquisitas y apetecibles, y por otra parte, para gente como nosotros, el morbo de su raza multiplica el placer que se puede obtener de ellas.

– No he criticado el disfrutar de las mujeres pertenecientes a razas inferiores, todo lo contrario; si algo justifica su miserable existencia es precisamente el ponerlas a nuestro servicio en todos los sentidos, sexual incluido. Tan sólo me parece mal tener hijos con ellas.

– Me alegra comprobar que no posee los prejuicios sexuales heredados de la cultura pequeñoburguesa y judeo-cristiana. En cuanto al peligro de dejarlas embarazadas, por eso no se preocupe, querido amigo. Las furcias de las que le hablo ya no podrán tener hijos con nadie, nunca.

Bueno, Cameron, espero que me excuses cuando compruebes que con estas últimas palabras cierro la que ha sido mi primera carta. Aunque admito que escribir me ha servido de catarsis, cuando pienso en lo que tuve que hacer esa noche junto al coronel me doy asco a mí mismo, no tanto por lo que hice en sí, ¿a quién no le gusta pasar la noche con una guapa mujer?, sino porque era consciente de que las mujeres con las que estábamos eran simples esclavas sexuales de los odiados jerarcas nazis y, en esos momentos, estaban sometidas a mi propio servicio. Espero que lo que estoy haciendo sirva para algo; quizá eso no lo justifique del todo, pero siempre me quedará la satisfacción de que no ha sido en vano.

CARTA Nº 4 (REMITENTE: TOMÁS ZUBÍA. DESTINATARIO: CAMERON DEFARGO)

Estimado Cameron:

Aunque como tú bien sabes al principio fui reacio a contarte por carta mis intimidades, no me queda más remedio que admitir que le estoy cogiendo gusto, me sirve como válvula de escape, y a falta de una persona de carne y hueso con la que desahogarme, el papel en blanco es un sustituto que sin llenarme del todo palia hasta cierto punto mis ansiedades; por eso te envío la que, si no me equivoco en las cuentas, es mi cuarta carta.

Lo primero que quiero confesarte es que en estos cinco primeros meses de mi estancia en Madrid he llegado a tener una relación muy amistosa con el coronel Vonderschmidt. Incluso se podría decir que nos hemos convertido en amigos íntimos, si no fuese porque me repugna usar el elevado concepto de la amistad para referirme a ese cerdo, pero es cierto que cualquiera que no conozca mis objetivos (y espero que no los conozca nadie) estará pensando que nuestro trato es casi de hermanos más que de amigos.

En realidad, si no fuese porque estoy en Madrid destinado para cumplir una misión, y porque creo en esa misión, no me quedaría más remedio que reconocer que mi vida es de lo más placentera. Cuando en toda España apenas hay para comer e incluso el pan negro se ve difícilmente en las mesas, yo no me privo de nada. Mi relación con el representante oficial de las SS es totalmente provechosa para ambos desde un punto de vista económico y los negocios de mi falso tío van viento en popa; sus beneficios crecen hasta límites insospechados. Cuando mi trabajo acabe, el viejo nostálgico de la corona imperial mexicana habrá incrementado su fortuna hasta límites que jamás se atrevió a imaginar.

El coronel Vonderschmidt también tiene motivos más que sobrados para sentirse contento. Aunque en todos los negocios que tenemos a medias es tan sólo el representante de las SS y del Gobierno del III Reich, no me cabe duda de que su bolsillo crece al mismo ritmo que el mío. Incluso a veces he renunciado a mis comisiones para que el alemán incrementara las suyas, táctica quizá algo burda pero que está produciendo espléndidos resultados. El coronel come en la palma de mi mano.

Una noche, después de haber realizado una de las suculentas operaciones comerciales con las que nos hemos venido lucrando desde que iniciamos nuestra relación, fuimos al burdel al que me había llevado el día de mi llegada a Madrid, el de las mujeres judías de las que te hablé en mi primera carta. No sé si me estoy endureciendo más de lo debido, pero ya no me cuesta hablar sobre ello como me ocurría al principio, aunque repito que pongo en duda que ese sentimiento sea positivo. En fin, vuelvo al meollo de la historia. El coronel estaba eufórico y borracho y me propuso que nos encerráramos los dos con una de las pupilas llamada Sarah, posiblemente la más hermosa de las mujeres que allí había. No te voy a contar lo que hicimos porque te lo puedes imaginar sin mi ayuda; al fin y al cabo escribo esta carta para desahogarme yo, no para excitarte a ti. Tal vez se debiera a su borrachera o, más seguramente, a su absoluta carencia de valores morales, el caso es que cuando estábamos los tres totalmente exhaustos, tendidos sobre la inmensa cama de la habitación, Vonderschmidt se levantó de improviso, como impulsado por una idea repentina, y cogiendo su pistola reglamentaria me la tendió.