Una lámpara regó su luz sobre la cara de algunos hombres. Después se apagó.

"Son cosas que a mí no me interesan", dijo Damiana Cisneros, y cerró la ventana.

– Supe que te habían derrotado, Damasio. ¿Por qué te dejas hacer eso?

– Le informaron mal, patrón. A mí no me ha pasado nada. Tengo mi gente enterita. Ahi traigo setecientos hombres y otros cuantos arrimados. Lo que pasó es que unos pocos de los viejos, aburridos de estar ociosos, se pusieron a disparar contra un pelotón de pelones, que resultó ser todo un ejército. Villistas, ¿sabe usted?

– ¿Y de dónde salieron ésos?

– Vienen del Norte, arriando parejo con todo lo que encuentran. Parece, según se ve, que andan recorriendo la tierra, tanteando todos los terrenos. Son poderosos. Eso ni quien se los quite.

– ¿Y por qué no te juntas con ellos? Ya te he dicho que hay que estar con el que vaya ganando.

– Ya estoy con ellos.

– ¿Entonces para qué vienes a verme?

– Necesitamos dinero, patrón. Ya estamos cansados de comer carne. Ya ni se nos antoja. Y nadie nos quiere fiar. Por eso venimos, para que usted nos provea y no nos veamos urgidos de robarle a nadie. Si anduviéramos remotos no nos importaría darle un entre a los vecinos; pero aquí todos estamos emparentados y nos remuerde robar. Total, es dinero lo que necesitamos para mercar aunque sea una gorda con chile. Estamos hartos de comer carne.

– ¿Ahora te me vas a poner exigente, Damasio?

– De ningún modo, patrón. Estoy abogando por los muchachos, por mí, ni me apuro.

Está bien que te acomidas por tu gente; pero sonsácales a otros lo que necesitas. Yo ya te di. Confórmate con lo que te di. Y éste no es un consejo ni mucho menos, ¿pero no se te ha ocurrido asaltar Contla?¿Para qué crees que andas en la revolución? Si vas a pedir limosna estás atrasado. Valía más que mejor te fueras con tu mujer a cuidar gallinas. ¡Échate sobre algún pueblo! Si tú andas arriesgando el pellejo, ¿por qué diablos no van a poner otros algo de su parte? Contla está que hierve de ricos. Quítales tantito de lo que tienen. ¿O acaso creen que tú eres tu pilmama y que estás para cuidarles sus intereses? No, Damasio. Hazles ver que no andas jugando ni divirtiéndote. Dales un pegue y ya verás cómo sales con centavos de este mitote.

– Lo que sea, patrón. De usted siempre saco algo de provecho.

– Pues que te aproveche.

Pedro Páramo miró cómo los hombres se iban. Sintió desfilar frente a él el trote de caballos oscuros confundidos con la noche. El sudor y el polvo; el temblor de la tierra. Cuando vio los cocuyos cruzando otra vez sus luces, se dio cuenta de que todos los hombres se habían ido. Quedaba él, solo, como un tronco duro comenzando a desgajarse por dentro.

Pensó en Susana San Juan. Pensó en la muchacha con la que acababa de dormir apenas un rato. Aquel pequeño cuerpo azorado y tembloroso que parecía iba a echar fuera su corazón por la boca. "Puñadito de carne", le dijo. Y se había abrazado a ella tratando de convertirla en la carne de Susana San Juan. "Una mujer que no era de este mundo."

En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelca su oscuridad.

– ¿Verdad que la noche está llena de pecados, Justina?

– Sí, Susana.

– ¿Y es verdad?

– Debe serlo, Susana.

– ¿Y qué crees que es la vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?

– No, Susana, no alcanzo a oír nada. Mi suerte no es tan grande como la tuya.

– Te asombrarías. Te digo que te asombrarías de oír lo que yo oigo.

Justina siguió poniendo orden en el cuarto. Repasó una y otra vez la jerga sobre los tablones húmedos del piso. Limpió el agua del florero roto. Recogió las flores. Puso los vidrios en el balde lleno de agua.

– ¿Cuántos pájaros has matado en tu vida, Justina?

– Muchos, Susana.

– ¿Y no has sentido tristeza?

– Sí, Susana.

– Entonces, ¿qué esperas para morirte?

– La muerte, Susana.

– Si es nada más eso, ya vendrá. No te preocupes.

Susana San Juan estaba incorporada sobre sus almohadas. Los ojos inquietos, mirando hacia todos lados. Las manos sobre el vientre, prendidas a su vientre como una concha protectora. Había ligeros zumbidos que cruzaban como alas por encima de su cabeza. Y el ruido de las poleas en la noria. El rumor que hace la gente al despertar.

– ¿Tú crees en el infierno, Justina?

– Sí, Susana. Y también en el cielo.

– Yo sólo creo en el infierno -dijo. Y cerró los ojos.

Cuando salió Justina del cuarto, Susana San Juan estaba nuevamente dormida y afuera chisporroteaba el sol. Se encontró con Pedro Páramo en el camino.

– ¿Cómo está la señora?

– Mal -le dijo agachando la cabeza.

– ¿Se queja?

– No, señor, no se queja de nada; pero dicen que los muertos ya no se quejan. La señora está perdida para todos.

– ¿No ha venido el padre Rentería a verla?

– Anoche vino y la confesó. Hoy debía de haber comulgado, pero no debe estar en gracia porque el padre Rentería no le ha traído la comunión. Dijo que lo haría a hora temprana, y ya ve usted, el sol ya está aquí y no ha venido. No debe estar en gracia.

– ¿En gracia de quién?

– De Dios, señor.

– No seas tonta, Justina.

– Como usted lo diga, señor.

Pedro Páramo abrió la puerta y se estuvo junto a ella, dejando que un rayo de luz cayera sobre Susana San Juan. Vio sus ojos apretados como cuando se siente un dolor interno; la boca humedecida, entreabierta y las sábanas siendo recorridas por manos inconscientes hasta mostrar la desnudez de su cuerpo, que comenzó a retorcerse en convulsiones.

Recorrió el pequeño espacio que lo separaba de la cama y cubrió el cuerpo desnudo, que siguió debatiéndose como un gusano en espasmos cada vez más violentos. Se acercó a su oído y le habló ¡Susana!" Y volvió a repetir: "¡Susana!"

Se abrió la puerta y entró el padre Rentería en silencio, moviendo brevemente los labios:

– Te voy a dar la comunión, hija mía.

Esperó a que Pedro Páramo la levantara recostándola contra el respaldo de la cama. Susana San Juan semidormida estiró la lengua y se tragó la hostia. Después dijo: "Hemos pasado un rato muy feliz, Florencio. "Y se volvió a hundir entre la sepultura de sus sábanas.

– ¿Ve usted aquella ventana, doña Fausta, allá en la Media Luna, donde siempre ha estado prendida la luz.

– No, Ángeles. No veo ninguna ventana.

– Es que ahorita se ha quedado a oscuras. ¿No estará pasando algo malo en la Madia Luna? Hace más de tres años que está aluzada esa ventana, noche tras noche. Dicen los que han estado allí que es el cuarto donde habita la mujer de Pedro Páramo, una pobrecita loca que le tiene miedo a la oscuridad. Y mire: ahora mismo se ha apagado la luz. ¿No será un mal suceso?

– Tal vez haya muerto. Estaba muy enferma. Dicen que ya no conocía a la gente, y dizque hablaba sola. Buen castigo ha de haber soportado Pedro Páramo casándose con esa mujer.

– Pobre del señor don Pedro.

– No, Fausta. Él se lo merece. Eso y más.

– Mire, la ventana sigue a oscuras.

– Ya deje tranquila esa ventana y vámonos a dormir, que es muy noche para que este par de viejas andemos sueltas por la calle.

Y las dos mujeres, que salían de la iglesia muy cerca de las once de la noche, se perdieron bajo los arcos del portal, mirando cómo la sombra de un hombre cruzaba la plaza en dirección de la Media Luna.

– Oiga, doña Fausta, ¿no se le figura que el señor que va allí es el doctor Valencia?

– Así parece, aunque estoy tan cegatona que no lo podría reconocer.

– Acuérdese que siempre viste pantalones blancos y saco negro. Yo le apuesto a que está aconteciendo algo malo en la Media Luna. Y mire lo recio que va, como si lo correteara la prisa.