Se quedó un rato quieto, sentado en una banca del pasillo, lleno de fatiga.
– ¡Qué fresco está el aire!, ¿no, Ana?
– Hace calor, tío.
– Yo no lo siento.
No quería pensar para nada que había estado en Contla, donde hizo confesión general con el señor cura, y que éste, a pesar de sus ruegos, le había negado la absolución:
– Ese hombre de quien no quieres mencionar su nombre ha despedazado tu Iglesia y tú se lo has consentido. ¿Qué se puede esperar ya de ti, padre? ¿Qué has hecho de la fuerza de Dios? Quiero convencerme de que eres bueno y de que allí recibes la estimación de todos; pero no basta ser bueno. El pecado no es bueno. Y para acabar con él; hay que ser duro y despiadado. Quiero creer que todos siguen siendo creyentes; pero no eres tú quien mantiene su fe; lo hacen por superstición y por miedo. Quiero aún más estar contigo en la pobreza en que vives y en el trabajo y cuidados que libras todos los días en tu cumplimiento. Sé lo difícil que es nuestra tarea en estos pobres pueblos donde nos tienen relegados; pero eso mismo me da derecho a decirte que no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos, que te darán un poco a cambio de tu alma, y con tu alma en manos de ellos ¿qué podrás hacer para ser mejor que aquellos que son mejores que tú? No, padre, mis manos no son los suficientemente limpias para darte la absolución. Tendrás que buscarla en otro lugar.
– ¿Quiere usted decir, señor cura, que tengo que ir a buscar la confesión a otra parte?
– Tienes que ir. No puedes seguir consagrando a los demás si tú mismo estas en pecado.
– ¿Y si suspenden mis ministerios?
– No creo que lo hagan, aunque tal vez lo merezcas. Quedará a juicio de ellos.
– ¿No podría usted…? Provisionalmente, digamos… Necesito dar los santos óleos… la comunión. Mueren tantos en mi pueblo, señor cura.
– Padre, deja que a los muertos los juzgue Dios.
– ¿Entonces, no?
Y el señor cura de Contla había dicho que no.
Después pasearon los dos por los corredores del curato, sombreados de azaleas. Se sentaron bajo una enramada donde maduraban las uvas.
– Son ácidas, padre -se adelantó el señor cura la pregunta que le iba a hacer- Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso.
– Tiene usted razón, señor cura. Allá en Comala he intentado sembrar uvas. No se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios Y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces. ¿.Recuerda usted las guayabas de China que teníamos en el seminario? Los duraznos, las mandarinas aquellas que con sólo apretarlas soltaban la cáscara. Yo traje aquí algunas semillas. Pocas; apenas una bolsita… después pensé que hubiera sido mejor dejarlas allá donde maduraran, ya que aquí las traje a morir.
– Y sin embargo, padre, dicen que las tierras de Comala son buenas. Es lástima que estén en manos de un solo hombre. ¿Es Pedro Páramo aún el dueño, no?
– Así es la voluntad de Dios.
– No creo que en este caso intervenga la voluntad de Dios. ¿No lo crees tú así, padre?
– A veces lo he dudado; pero allí lo reconocen.
– ¿Y entre ésos estás tú?
– Yo soy un pobre hombre dispuesto a humillarse, mientras sienta el impulso de hacerlo.
Luego se habían despedido. Él, tomándole las manos y besándoselas. Con todo, ahora aquí, vuelto a la realidad. no quería volver a pensar más en esa mañana de Contla.
Se levantó y fue hacia la puerta.
– ¿Adónde va usted, tío?
Su sobrina Ana, siempre presente, siempre junto a él, como si buscara su sombra para defenderse de la vida.
– Voy a ir un rato a caminar, Ana. A ver si así reviento.
– ¿Se siente mal?
– Mal no, Ana. Malo. Un hombre malo. Eso siento que soy.
Fue hasta la Media Luna y dio el pésame a Pedro Páramo. Volvió a oír las disculpas por las inculpaciones que le habían hecho a su hijo. Lo dejó hablar. Al fin ya nada tenía importancia. En cambio, rechazó la invitación a comer con él:
– No puedo, don Pedro, tengo que estar temprano en la iglesia porque me espera un montón de mujeres junto al confesionario. Otra vez será.
Se vino al paso, y cuando atardecía entró directamente en la iglesia, tal como iba, lleno de polvo y de miseria. Se sentó a confesar.
La primera que se acercó fue la vieja Dorotea, quien siempre estaba allí esperando a que se abrieran las puertas de la iglesia.
Sintió que olía a alcohol.
– ¿Qué, ya te emborrachas? ¿Desde cuándo?
– Es que estuve en el velorio de Miguelito, padre. Y se me pasaron las canelas. Me dieron de beber tanto, que hasta me volví payasa.
– Nunca has sido otra cosa, Dorotea.
– Pero ahora traigo pecados, padre. Y de sobra.
En varias ocasiones él le había dicho: "No te confieses, Dorotea, nada más vienes a quitarme el tiempo. Tú ya no puedes cometer ningún pecado, aunque te lo propongas. Déjale el campo a los demás."
– Ahora sí, padre. Es de verdad.
– Di.
– Ya que no puedo causarle ningún perjuicio, le diré que era yo la que le conseguía muchachas al difunto Miguelito Páramo.
El padre Rentería, que pensaba darse campo para pensar, pareció salir de sus sueños y preguntó casi por costumbre:
– ¿Desde cuándo?
– Desde que él fue hombrecito. Desde que le agarró el chincual.
– Vuélveme a repetir lo que dijiste, Dorotea.
– Pos que yo era la que le conchavaba las muchachas a Miguelito.
– ¿Se las llevabas?
– Algunas veces, si. En otras nomás se las apalabraba. Y con otras nomás le daba el norte. Usted sabe: la hora en que estaban solas y en que él podía agarrarlas descuidadas.
– ¿Fueron muchas?
No quería decir eso; pero le salió la pregunta por costumbre.
– Ya hasta perdí la cuenta. Fueron retemuchas.
– ¿Qué quieres que haga contigo, Dorotea? Júzgate tú misma. Ve si tú puedes perdonarte.
– Yo no, padre. Pero usted sí puede. Por eso vengo a verlo.
– ¿Cuántas veces viniste aquí a pedirme que te mandara al cielo cuando murieras? ¿Querías ver si allá encontrabas a tu hijo, no, Dorotea? Pues bien, no podrás ir ya más al cielo. Pero que Dios te perdone.
– Gracias, padre.
– Sí. Yo también te perdono en nombre de él. Puedes irte.
– ¿No me deja ninguna penitencia?
– No la necesitas, Dorotea.
– Gracias, padre.
– Ve con Dios.
Tocó con los nudillos la ventanilla del confesionario para llamar a otra de aquellas mujeres. Y mientras oía el Yo pecador su cabeza se dobló como si no pudiera sostenerse en alto. Luego vino aquel mareo, aquella confusión, el irse diluyendo como en agua espesa, y el girar de luces; la luz entera del día que se desbarataba haciéndose añicos; y ese sabor a sangre en la lengua. El Yo pecador se oía más fuerte, repetido, y después terminaba: "por los siglos de los siglos, amén", "por los siglos de los siglos, amén", "por los siglos…"
– Ya calla -dijo-. ¿Cuánto hace que no te confiesas?
– Dos días, padre.
Allí estaba otra vez. Como si lo rodeara la desventura. "¿Qué haces aquí? -pensó-. Descansa. Vete a descansar. Estás muy cansado."
Se levantó del confesionario y se fue derecho a la sacristía. Sin volver la cabeza dijo a aquella gente que lo estaba esperando:
– Todos los que se sientan sin pecado puede comulgar mañana.
Detrás de él, sólo se oyó un murmullo.
Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía su lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos.
Creo sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las palpitaciones y suspiros con que ella arrullaba mi sueño… Creo sentir la pena de su muerte… Pero esto es falso.
Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta.