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Cruza por mi mente la sensación palpitante del cuerpo de Asunción, el contraste entre la cabellera negra, larga, lustrosa y lacia, y la mueca de su pubis, la maraña salvaje de su pelambre corta, agazapada como una pantera, indomable como un murciélago, que me obliga a huir hacia adentro, penetrarla para salvarme de ella, perderme en ella para ocultar con mi propio vello la selva salvaje que crece entre las piernas de Asunción, ascendiendo por el monte de Venus y luego como una hiedra por el vientre, anhelando arañar el ombligo, el surtidor mismo de la vida…

Me levanto de la cama, esa noche precisa, pensando, ¿me faltó decir o hacer algo? ¿Cómo lo voy a saber si Asunción no me lo dice? ¿Y cómo me lo va a decir, si su mirada después del coito se cierra, no me deja entrever siquiera si de verdad está satisfecha o si quiere más o si en aras de nuestra vida en común se guarda un deseo porque conoce demasiado bien mis carencias?

Vuelvo a besarla, como si esperase que de nuestros labios unidos surgiese la verdad de lo que somos y queremos.

Largo rato, esa madrugada, la miré dormir. Luego, alargando la mano debajo de la cama, busqué en vano mis zapatillas de noche. Desacostumbradamente, no estaban allí. Alargué la mano debajo de la cama y la retiré horrorizado.

Había tocado otra mano posada debajo del lecho.

Una mano fría, de uñas largas, lisas, vidriosas. Respiré hondo, cerré los ojos.

Me senté en la cama y pisé la alfombra.

Me disponía a iniciar la rutina del día.

Entonces sentí que esa mano helada me tomaba con fuerza del tobillo, enterrándome las uñas de vidrio en las plantas del pie y murmurando con una voz gruesa:

– Duerme. Duerme. Es muy temprano. No hay prisa. Duerme, duerme.

Sentí que alguien abandonaba el cuarto.

VI

Soñé que estaba en mi recámara y que alguien la abandonaba. Entonces la recámara ya no era la mía. Se volvía una habitación desconocida porque alguien la había abandonado.

Abrí los ojos con el sobresalto de la pesadilla. Miré con alarma el reloj despertador. Eran las doce del día. Me toqué las sienes. Me restregué los ojos. Me invadió el sentimiento de culpa. No había llegado a la oficina. Había faltado a mi deber. Ni siquiera había avisado, dando alguna excusa.

Sin pensarlo dos veces, tomé el teléfono y llamé a Asunción a su oficina.

Ella tomó con ligereza y una risa cantarina mis explicaciones.

– Cariño, entiendo que estés cansado -rió.

– ¿Tú no? -traté de imitar su liviandad.

– Hmmm. Creo que a ti te tocó anoche el trabajo pesado. ¿Qué diablo se te metió en el cuerpo? Descansa. Tienes derecho, amor. Y gracias por darme tanto. -¿Sabes una cosa?

– ¿Qué?

– Sentí que anoche mientras hacíamos el amor, alguien nos miraba.

– Ojalá. Gozamos tanto. Que les dé envidia.

Pregunté por la niña. Asunción me dijo que éste era día feriado en la escuela católica -una fiesta no reconocida por los calendarios cívicos, la Asunción de la Virgen María, su ascenso tal como era en vida al Paraíso- y como coincidía con el cumpleaños de Chepina, Josefina Alcayaga, ¿sabes?, la hija del ingeniero Alcayaga y su esposa María de Lourdes, pues hay fiesta de niños y llevé a Magdalena temprano, aprovechando para presentarle recibos al ingeniero por el túnel que se encargó de hacer en casa de tu cliente, el conde…

Guardé un silencio culpable.

– Asunción. Es tu santo.

– Bueno, el calendario religioso no nos importa mucho a ti y a…

– Asunción. Es tu santo.

– Claro que sí. Basta.

– Perdóname, mi amor.

– ¿De qué, Yves?

– No te felicité a tiempo.

– ¿Qué dices? ¿Y el festejo de anoche? Oye, estaba segura de que esa era tu manera de celebrarme. Y lo fue. Gracias.

Rió quedamente.

– Bueno, mi amor. Todo está en orden -concluyó Asunción-. Recogeré a la niña esta tarde y nos vemos para cenar juntos. Y si quieres, volvemos a celebrar la Asunción de la Santísima Virgen María.

Volvió a reír con coquetería, sin abandonar, de todos modos, esa voz de profesionista que adopta en la oficina de manera automática.

– Descanse usted, señor. Se lo merece. Chau.

No acababa de colgar cuando sonó el teléfono. Era Zurinaga.

– Habló usted largo, Navarro -dijo con una voz impaciente, poco acorde con su habitual cortesía-. Llevo horas tratando de comunicarme.

– Diez minutos, señor licenciado -le contesté con firmeza y sin mayores explicaciones.

– Perdone, Yves -regresó a su tono normal-. Es que quiero pedirle un favor.

– Con gusto, don Eloy.

– Es urgente. Visite esta noche al conde Vlad.

– ¿Por qué no me llama él mismo? -dije, dando a entender que ser "mandadero" no se llevaba bien ni con la personalidad de don Eloy Zurinaga ni con la mía.

– Aún no le instalan el teléfono…

– ¿Y cómo se comunicó con usted? -pregunté ya un poco fastidiado, sintiéndome sucio, pegajoso de amor, con púas en las mejillas, un incómodo sudor en las axilas y cosquillas en la cabeza rizada.

– Envió a su sirviente.

– ¿Borgo?

– Sí. ¿Ya lo vio usted?

No dijo "conoció". Dijo "vio". Y yo me dije reservadamente que había jurado no regresar a la casa del conde Vlad. El asunto estaba concluido. El famoso conde no tenía, ni por asomo, la gracia del gitano. Además, yo debía pasar por la oficina, así fuese pro forma. Bastante equívoca era la ausencia del primer jefe, Zurinaga; peligrosa la del segundo de abordo, yo… No contesté a la pregunta de Zurinaga.

– Me daré una vuelta por la oficina, don Eloy, y más tarde paso a ver al cliente -le dije con firmeza.

Zurinaga colgó sin decir palabra.

Me asaltó, manejando el BMW rumbo a la oficina en medio del paso de tortuga del Periférico, la preocupación por Magdalena, de visita en casa de los Alcayaga. Me tranquilizó el recuerdo de Asunción.

– No te preocupes, amor. Yo pasaré a recogerla y nos vemos para cenar.

– ¿A qué hora la recoges?

– Ya ves cómo son las fiestas infantiles. Se prolongan. Y María de Lourdes tiene un verdadero arsenal de juegos, piñatas, que los encantados, que doña Blanca, las escondidillas, tú la traes, ponches, pasteles, pitos y flautas…

Rió y terminó: -¿Ya no te acuerdas de que fuiste niño?

VII

El jorobado abrió la puerta y me observó de cerca, con desfachatez. Sentí su aliento de yogurt. Me reconoció y se inclinó servilmente.

– Pase, maítre Navarro. Mi amo lo espera. Entré y busqué inútilmente al conde en la estancia.

– ¿Dónde?

– Suba usted a la recámara.

Ascendí la escalera semicircular, sin pasamanos. El criado permaneció al pie de los escalones, no sé si haciendo gala de cortesía o de servilismo; no sé si vigilándome con sospecha. Llegué a la planta alta. Todas las puertas de lo que supuse eran habitaciones estaban cerradas, salvo una. A ella me dirigí y entré a un dormitorio de cama ancha. Como eran ya las nueve de la noche, se me ocurrió notar que la cama seguía cubierta de satín negro, sin preparativo alguno para la noche del amo.

No había espejos. Sólo un tocador con toda suerte de cosméticos y una fila de soportes de pelucas. El señor conde, al peinarse y maquillarse debía, al mismo tiempo, adivinarse…

La puerta del baño estaba abierta y un ligero vapor salía por ella. Dudé un instante, como si violara la intimidad de mi cliente. Pero su voz se dejó oír, "Entre, señor Navarro, pase, con confianza…"

Pasé al salón de baño, donde se concentraba el vapor de la ducha. Detrás de una puerta de laca goteante, el conde Vlad se bañaba. Miré alrededor. Un baño sin espejos. Un baño -la curiosidad me ganó- sin los utensilios comunes, brochas, peines, rastrillos para afeitar, cepillos de dientes, pastas… En cambio, como en el resto de la casa, coladeras en cada rincón…