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El público que allí se apretujaba ofrecía un aspecto muy peculiar. No había más que rostros huidizos con gafas, pelos erizados, coletas amarillentas y restos de almendrados, y, por lo que se refería a las mujeres, trencitas miserables atadas alrededor del cráneo y canadienses puestas directamente sobre la piel desnuda, con dibujos en forma de rebanadas de senos sobre fondo sombreado.

En la gran sala de la planta baja, de techo mitad de claraboyas, mitad de frescos al agua pesada, muy apropiados para despertar dudas en el espíritu de los asistentes sobre el interés de una existencia poblada de formas femeninas tan poco incitantes, no cabía ya un alfiler, y a los que llegaban tarde no les quedaba otro recurso que quedarse en el fondo apoyándose en un pie, utilizando el otro para disuadir de acercarse demasiado a los vecinos más próximos. Un palco especial, donde se pavoneaban como desde un trono la duquesa de Bovouard y su séquito, atraía las miradas de una multitud casi exangüe y resultaba insultante, por su lujo de postín, para el carácter provisional de las disposiciones personales adoptadas por una fila de filósofos encaramados sobre sillas de tijera.

Se aproximaba la hora de la conferencia y en la multitud iba creciendo la excitación. Al fondo se estaba empezando a organizar un cisco, porque algunos estudiantes estaban tratando de sembrar la duda en los espíritus declamando en alta voz pasajes dilatoriamente truncados del juramento de la Montaña de la baronesa de Orczy.

Pero Jean-Sol se aproximaba. En la calle se oyeron unos sonidos de trompa de elefante y Chick se asomó a la ventana de su palco. A lo lejos, la silueta de Jean-Sol surgía de un palanquín blindado bajo el cual, el lomo del elefante, rugoso y arrugado, cobraba un aspecto insólito al resplandor de un farol rojo. En cada esquina del palanquín, se tenía presto, armado de un hacha, un tirador de élite. A grandes zancadas, el elefante se iba abriendo camino entre la muchedumbre y las sordas pisadas de cuatro columnas avanzando sobre los cuerpos aplastados se acercaban inexorablemente. El elefante se arrodilló delante de la puerta y descendieron los tiradores de élite. Con un gracioso brinco, Partre saltó en medio de ellos y, abriéndose camino a hachazos, avanzaron hacia el estrado. Los agentes volvieron a cerrar las puertas y Chick se precipitó hacia un pasillo secreto que terminaba justamente detrás del estrado, empujando delante de él a Isis y Alise.

El fondo del estrado estaba guarnecido con unas colgaduras de terciopelo enquistado, donde Chick había hecho unos agujeros para ver mejor. Se sentaron en unos cojines y esperaron. A un metro de ellos apenas, Partre se preparaba para leer su conferencia. De su cuerpo ágil y ascético emanaba una radiación extraordinaria, y el público, cautivado por el terrible encanto que adornaba sus más leves gestos, esperaba, ansioso, la señal de empezar.

Cundían los casos de desvanecimiento debidos a la exaltación intrauterina que se apoderaba sobre todo del público femenino y, desde su sitio, Alise, Isis y Chick oían claramente los jadeos de los veinticuatro espectadores que se habían colado hasta llegar debajo del estrado y que se estaban desnudando a tientas para ocupar menos sitio.

– ¿Te acuerdas? -preguntó Alise mirando a Chick con ternura.

– Sí -dijo Chick-. Ahí nos conocimos tú y yo…

Se inclinó hacia Alise y la besó con dulzura.

– ¿Estabais ahí debajo? -preguntó Isis.

– Sí -dijo Alise-. Era muy agradable.

– Me lo creo -dijo Isis-. ¿Qué es eso, Chick?

Chick se disponía a abrir una caja negra grande que tenía al lado.

– Es un grabador -dijo-o Lo he comprado pensando en la conferencia.

– ¿Ah sí? ¡Que buena idea! -dijo Isis-. Así no será necesario escuchar.

– Claro -dijo Chick-. Y cuando volvamos a casa podremos pasar la noche escuchándolo todo, si queremos, aunque no lo haremos para no estropear los discos. Voy a hacer copias antes y quizá pida a la casa «El Grito del Jefe» que me haga una tirada comercial.

– Eso te ha debido de costar muy caro -dijo Isis.

– ¡Bueno! -dijo Chick-. ¡Eso no importa!…

Alise suspiró. Un suspiro tan leve que sólo lo oyó ella… y a duras penas.

– ¡Ya está!… -dijo Chick-. Ya empieza He puesto mi micrófono al lado de los de la radio oficial que están sobre la mesa. Así no se darán cuenta de nada.

Jean-Sol acababa de comenzar. Al principio, no se oyó más que los clicks de los obturadores. Los fotógrafos y los reporteros de la prensa y del cine se entregaban a su tarea con toda el alma. Pero uno de ellos fue derribado por el retroceso de su aparato y se produjo una horrible confusión. Sus colegas, furiosos, se arrojaron sobre él y lo rociaron de polvo de magnesio. Ante la general satisfacción, desapareció dentro de un relámpago deslumbrador, y los policías se llevaron a todos los demás.

– ¡Fantástico! -dijo Chick-. Voy a ser el único que tendrá la grabación.

El público, poco más o menos tranquilo hasta entonces, empezaba a dar muestras de nerviosismo y daba rienda suelta a su admiración por Partre con gran aparato de gritos y aclamaciones cada vez que pronunciaba una palabra, cosa que hacía bastante difícil la comprensión perfecta del texto.

– No intentéis comprenderlo todo -dijo Chick-. Podemos escuchar luego la grabación tranquilamente.

– Sobre todo, visto que aquí no se oye nada -dijo Isis-. Él no hace más ruido que un ratoncito. Bueno, ¿habéis tenido noticias de Chloé?

– Yo he tenido carta de ella -dijo Alise.

– ¿Han llegado por fin?

– Sí, consiguieron salir, pero van a estar poco tiempo allí, porque Chloé no está muy bien de salud -dijo Alise.

– ¿Y Nicolás? -preguntó Isis.

– Está bien. Chloé me dice que se ha portado terriblemente mal con todas las hijas de los hoteleros en todos los sitios donde han estado.

– Nicolás vale mucho -dijo Isis-. Me pregunto por qué está de cocinero.

– Sí -dijo Chick-, es curioso.

– ¿Y por qué? -dijo Alise-. Creo que es mejor que ser coleccionista de Partre -añadió, tirando de la oreja a Chick.

– Pero Chloé no tendrá nada de cuidado -preguntó Isis.

– No me dice qué es, es algo del pecho -dijo Alise.

– Es tan mona, Chloé -dijo Isis-. No me cabe en la cabeza que esté enferma.

– ¡Ahí va! -resopló Chick-, mirad…

Parte del techo acababa de levantarse y apareció una fila de cabezas. Algunos osados admiradores acababan de deslizarse hasta la vidriera y de efectuar la delicada operación.

Otros tipos les empujaban y los primeros se agarraban como lapas a los bordes de la abertura.

– Les comprendo -dijo Chick-. ¡Esta conferencia es estupenda!…

Partre se había levantado y estaba enseñando al público muestras de vómitos disecados. El más bonito, uno de manzana cruda y vino tinto, obtuvo verdadero éxito. Se empezaba a no entender nada ya, ni siquiera detrás de la cortina donde estaban Isis, Alise y Chick.

– ¿Y cuándo van a venir? -dijo Isis. -Mañana o pasado -respondió Alise.

– ¡Hace tanto tiempo que no los vemos!… -dijo Isis.

– Sí -dijo Alise-, desde la boda…

– Salió tan bien… -añadió Isis.

– Sí -dijo Alise-. Fue la noche que Nicolás te acompañó a casa.

Felizmente, la totalidad del techo se desplomó sobre la sala, lo que evitó a Isis tener que dar detalles. Entre los cascotes formas blancuzcas se agitaban, vacilaban y se desplomaban, asfixiadas por la espesa nube que flotaba por encima de los escombros. Partre había callado y reía de buena gana, dándose palmaditas en los muslos, feliz de ver intervenir a tanta gente en el acontecimiento. Tragó una gran bocanada de polvo y se puso a toser como un loco.

Chick daba vueltas febrilmente a los mandos de su grabador. Éste produjo un gran resplandor verde que se derramó por el suelo y desapareció por una junta del parqué. Siguió una segunda llamarada, después una tercera, y Chick desconectó la corriente justamente en el momento en que una sucia bestezuela llena de patas iba a salir del motor.