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CAPÍTULO XIX

Hubiera tenido que ir por el pico y la pala y enterrarla allí mismo, pero tenía miedo de la policía. No quería que me cogieran antes de haber liquidado a Jean. Seguro que era el chico el que ahora me guiaba; me arrodillé ante Lou. Deshice la cuerda que le ataba las manos; había surcos profundos en las muñecas, y era flácida al tacto como lo son los muertos cuando están muertos; ya los pechos habían perdido su turgencia. No le quité la falda de la cara. No quería verle más la cara, pero le cogí el reloj. Necesitaba algo que le perteneciera.

Me acordé de repente de mi cara y corrí al trasto. Me miré en el retrovisor y comprobé que la cosa tenía fácil arreglo. Me lavé con un poco de whisky; ya no me sangraba el brazo; conseguí sacarlo de la manga y atármelo al torso con mi pañuelo y un trozo dc cuerda. Se me saltaban las lágrimas del daño que me hacía, porque tuve que doblarlo; finalmente lo logré con la ayuda de una segunda botella que saqué del maletero. Había perdido ya demasiado tiempo, y el sol no tardaría en aparecer. Cogí el abrigo de Lou del coche y se lo eché por encima, no quería llevarlo conmigo. No sabía dónde tenía las piernas, pero me temblaban un poco menos las manos.

Me senté de nuevo al volante y arranqué. Me preguntaba qué había podido contarle a Dex; lo que me había dicho de la policía empezaba a preocuparme, pero tampoco me lo tomaba muy en serio. Quedaba relegado a un segundo plano, era como una música de fondo.

Ahora quería a Jean, quería sentir de nuevo lo que por dos veces había sentido al cargarme a su hermana. Había encontrado por fin lo que siempre había buscado. La policía me molestaba, claro está, pero en otro sentido; no conseguirían evitar que hiciera lo que quería hacer, les llevaba demasiada ventaja. Tendrían que sudar para darme alcance. Me quedaban menos de quinientos kilómetros por recorrer. Ahora mi brazo izquierdo había perdido más o menos la sensibilidad, y pisé el pedal a fondo.

CAPÍTULO XX

Los recuerdos empezaron a acudir a mi mente como una hora antes de llegar. Me acordé del día que cogí una guitarra por primera vez. Era en casa de un vecino, que me daba lecciones a escondidas; me enseñaba una sola canción, When the Saints go marchin'on, y aprendí a tocarla entera, comprendido el break, y a cantarla al mismo tiempo. Y una noche me llevé la guitarra del vecino a casa para darles una sorpresa; Tom se puso a cantar conmigo; el chico estaba como loco, empezó a bailar dando vueltas alrededor de la mesa como si estuviera siguiendo un desfile; había cogido un bastón y hacía molinetes con él. En aquel momento llegó mi padre y rió y cantó con nosotros. Le devolví la guitarra al vecino, pero al día siguiente encontré una encima de mi cama; era de ocasión, pero estaba en buen estado. Ensayaba un poco todos los días. La guitarra es un instrumento que te vuelve perezoso. La coges, tocas cualquier cosa, la dejas, te das una vuelta por ahí, la vuelves a coger para marcarte un par de acordes o acompañarte mientras silbas. Los días pasan volando así.

Un bache en la carretera me devolvió a la realidad. Creo que me estaba durmiendo. Ya no sentía para nada el brazo izquierdo, y tenía una sed terrible. Intenté volver a pensar en los viejos tiempos para cambiar de ideas, porque estaba tan impaciente por llegar que, cada vez que tomaba conciencia de ello, el corazón me volvía a latir en las costillas y la mano derecha se me ponía a temblar sobre el volante; y con una sola mano no andaba muy sobrado para conducir. Me pregunté qué debía de estar haciendo Tom en aquel momento; seguramente rezando o enseñándoles cosas a los niños; a través de Tom llegué a Clem y a la ciudad, Buckton, donde habla vivido tres meses encargándome de una librería que mc daba buen dinero; recordé a Jicky, y la vez que me la había tirado en el agua, y el río tan transparente aquel día. Jicky tan joven, tersa y desnuda como un bebé, y, de repente, eso hizo que me acordara de Lou y de su vello negro, rizado y tupido, y dcl gusto que tenía cuando la mordí, un gusto dulzón y un poco salado al mismo tiempo, con el olor a perfume de sus muslos, y sus gritos resonaron de nuevo en mi oído; el sudor me resbalaba por la frente, y no podía soltar el maldito volante para secarme. Tenía el estómago como hinchado de gas y me pesaba sobre el diafragma para aplastarme los pulmones, y Lou me chillaba al oído; llevé la mano a la bocina, en el volante; la de carretera era el aro de ebonita, el botón negro del centro era la de ciudad, y las apreté las dos al mismo tiempo para ahogar los gritos.

Debía estar corriendo a ciento treinta y cinco kilómetros por hora, más o menos; era casi todo lo que el coche daba de sí, pero entonces vino una pendiente y vi que la aguja ganaba dos puntos, tres, luego cuatro. Hacia ya un buen rato que era de día. Ahora empezaba a cruzarme con otros coches y a adelantar a alguno de vez en cuando. A los pocos minutos solté las dos bocinas, porque podía encontrarme con la poli de tráfico y no tenía gasolina suficiente como para dejarlos atrás. Cuando llegara cogería el coche de Jean, pero, ¡Dios mío!, ¿cuándo iba a llegar?

Creo que me puse a soltar gruñidos dentro del coche, a gruñir como un cerdo, por entre los dientes, para ir más aprisa, y entré en una curva sin reducir, haciendo chirriar terriblemente los neumáticos. El Nash se desplazó con violencia, pero recuperó la estabilidad, después de haber llegado casi al borde izquierdo de la carretera. Seguí pisando a fondo y ahora me reía y estaba tan contento como el chico el día que daba vueltas alrededor de la mesa cantando When the Saints…, y se me había pasado el miedo.

CAPÍTULO XXI

El maldito temblor me volvió, de todos modos, apenas llegué al hotel. Eran casi las once y media; Jean debía de esperarme para almorzar, tal como habíamos quedado. Abrí la puerta de la derecha y bajé por este lado, ya que, con mi brazo, no tenía otra opción.

El hotel era una especie de caserón blanco, según la moda de la región, con las persianas bajadas. En aquel lugar había aún sol, a pesar de que estábamos ya a finales de octubre. No encontré a nadie en el salón de la planta baja. No era el suntuoso palacio que prometía el anuncio, pero en cuanto a estar aislado no podía pedirse nada mejor.

Conté en los alrededores una docena escasa de barracones, uno de los cuales era una estación de servicio al mismo tiempo que un bar, apartado de la carretera y destinado sin duda a los camioneros. Volví a salir del hotel. Por lo que recordaba, los bungalows en los que se dormía estaban separados del mismo, e imaginé que estarían al final del camino, bordeado de árboles raquíticos y de una hierba como leprosa, que formaba ángulo recto con la carretera. Dejé el Nash y lo seguí. Giraba en seguida y, también en seguida, encontré el coche de Jean aparcado frente a una casucha de dos habitaciones bastante limpia. Entré sin llamar.

Estaba sentada en un sillón y parecía dormir; tenía mal aspecto, pero iba tan bien vestida como siempre. Quise despertarla; el teléfono -habla un teléfono- se puso a sonar en el mismo momento. Me alarmé como un estúpido y me precipité hacia él. El corazón se me aceleraba nuevamente. Descolgué y volví a colgar en seguida. Sabia que el que llamaba sólo podía ser Dexter, Dexter o la policía. Jean se restregaba los ojos. Se levantó y, antes que nada, la besé hasta hacerla chillar. Se despertó un poco mejor; le pasé el brazo por la cintura para llevármela. En ese momento vio mi manga vacía.

– ¿Qué te ha pasado, Lee?

Parecía preocupada. Me reí. Lo hice muy mal.

– No es nada. Me he caído tontamente del coche y me he hecho daño en el codo.

– ¡Pero si tienes sangre!