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Y entonces, una noche, una semana después de la velada en casa de Dex, recibí una carta de Tom. Me pedía que fuera lo más pronto posible. Aproveché el sábado para irme al pueblo. Sabía que si Tom me escribía era por algo, y no creía que fuera por nada agradable.

Los tipos esos, durante las elecciones, habían falseado los resultados por orden del senador Balbo, la peor alimaña que se pueda encontrar en todo el país. Desde que los negros tenían derecho a votar, multiplicaba las provocaciones. Había hecho tanto, y lo había hecho tan bien, que dos días antes de la votación sus hombres dispersaban las reuniones de los negros dejando un par de cadáveres tras ellos.

Mi hermano, en calidad de profesor de la escuela negra, había expresado públicamente su protesta y había mandado una carta al senador, y al día siguiente lo molieron a golpes. Me escribía para que fuera a buscarle con el coche; quería irse del pueblo.

Me esperaba en casa, solo en la habitación a oscuras: estaba sentado en una silla. Verle con los hombros caídos y con la cabeza entre las manos me dolió, y sentí cólera en la sangre, mi buena sangre negra, que hervía en mis venas y me zumbaba en los oídos. Se levantó y me cogió por los hombros. Tenía la boca tumefacta y hablaba con dificultad. Quise darle una palmada para consolarle, pero detuvo mi gesto.

– Me han dado latigazos -me dijo.

– ¿Quién?

– Los hombres de Balbo y el hijo de Moran.

– ¡Otra vez ése…!

Se me cerraban los puños sin querer. Una cólera seca me invadía poco a poco.

– ¿Quieres que nos lo carguemos, Tom?

– No, Lee. No podemos. Seria el final. Tú aún tienes una posibilidad, no estás marcado.

– Pero tú vales más que yo, Tom.

– Mira mis manos, Lee. Mirame las uñas. Mira mi pelo y mis labios. Soy negro, Lee. No puedo librarme de mi destino. Pero tú…

Se interrumpió para mirarme. El tipo me quería de verdad.

– Tú, Lee, tienes que triunfar. Dios te ayudará a triunfar. Te ayudará, Lee.

– A Dios no le importa un bledo.

Sonrió. Sabía lo poco convencido que yo estaba.

– Lee, te marchaste de aquí demasiado joven, y has perdido la fe, pero Dios te perdonará cuando llegue el momento. De quienes hay que huir es de los hombres. No de Él; a Él tienes que ir con las manos y el corazón bien abiertos.

– ¿Adónde vas a ir, Tom? ¿Necesitas dinero?

– Tengo dinero, Lee. Lo único que quería es estar contigo cuando dejara la casa. Quiero…

Se detuvo. Las palabras salían a duras penas de su boca deforme.

– Quiero quemar la casa, Lee. La construyó nuestro padre, a quien debemos lo que somos. Era casi blanco, sí, pero nunca soñó siquiera en renegar de su raza, acuérdate bien. Nuestro hermano ha muerto, y nadie debe apoderarse de la casa que nuestro padre construyó con sus dos manos de negro.

Yo no tenía nada que decir. Ayudé a Tom a hacer el equipaje y a meterlo en el Nash. La casa, bastante aislada, se encontraba a un extremo del pueblo. Dejé que Tom terminara; mientras, fui colocando los bultos de modo que el peso estuviera bien repartido.

Tom volvió al cabo de unos minutos.

– Vámonos -me dijo-, vámonos, ya que aún no ha llegado el tiempo en que sobre esta tierra reine la justicia para los hombres negros.

En la cocina parpadeaba una lucecilla roja, que de repente se hizo enorme. Se oyó la explosión sorda de un bidón de gasolina, y la luz alcanzó la ventana de la habitación contigua. Y entonces una larga llama perforó el techo de madera, y el viento atizó el incendio. El resplandor bailaba a nuestro alrededor, y la cara de Tom, a la luz roja, brillaba de sudor. Por sus mejillas se deslizaban dos grandes lágrimas. Entonces me puso una mano en el hombro y nos volvimos para marcharnos.

Yo, de Tom, habría vendido la casa; con dinero se les podía causar algún problema a los Moran, quiza hasta hundir a uno de los tres, pero no quise impedir que Tom llevara a cabo su propósito. Yo también cumpliría con el mío. A Tom le quedaban en la cabeza demasiados prejuicios de bondad y divinidad. Era demasiado honesto Tom, y eso acabaría por perderle. Creía que haciendo el bien se cosechaba el bien, y en cambio esto sólo ocurre por casualidad. Lo único que importaba era vengarse, y vengarse de la manera más implacable posible. Me acordaba del chico, que era aún más blanco que yo, si cabe. Y de nada le sirvió cuando el padre de Anne Moran se enteró de que le gustaba su hija, y de que salían juntos, pero el chico no había salido nunca del pueblo; yo, en cambio, llevaba más de diez años fuera, y el contacto con gente que no conocía mi origen me había hecho perder esa humildad abyecta que nos han inculcado poco a poco, como un reflejo, esa odiosa humildad que ponía palabras de piedad en los labios desgarrados de Tom, ese terror que incita a nuestros hermanos a esconderse cuando oyen que se acerca el hombre blanco; pero yo sabia perfectamente que si le usurpábamos el color de la piel lo teníamos a nuestra merced, porque el blanco habla por los codos y se traiciona ante los que cree sus semejantes. Con Bill, con Dick, con Judy, ya les había ganado varios puntos. Pero decirles a éstos que un negro les había tomado el pelo de poco me servía. Con Lou y Jean Asquith me vengaría de Moran y de todos los demás. Dos por uno, y a mí no se me iban a cargar como se habían cargado a mi hermano.

Tom estaba medio dormido, sentado a mi lado en el coche. Aceleré. Tenía que llevarle hasta el cruce de Murchison Junction; allí cogería el rápido hacia el norte. Había decidido irse a Nueva York. Era un buen tipo ese Tom. Un buen tipo demasiado sentimental. Demasiado humilde.

CAPÍTULO IX

Regresé a la ciudad a la mañana siguiente y me puse a trabajar sin haber dormido. No tenía sueño. Seguía estando a la espera. Lo que tenía que llegar llegó hacia las once bajo la forma de una llamada telefónica. Jean Asquith nos invitaba, a mí, a Dex y a otros amigos, a pasar el week-end en su casa. Acepté con naturalidad, sin ninguna prisa.

– Intentaré librarme de mis compromisos…

– Procura venir -me dijo, desde el otro extremo del hilo.

– No me dirás que vas tan escasa de hombres -me burlé-. O, si así es, debes de vivir en el último rincón del mundo.

– Los hombres de por aquí no saben cómo tratar a una mujer que se ha tomado unas cuantas copas de más.

Me quedé seco, y ella se dio cuenta, porque oí cómo se reía.

– Ven, de verdad que tengo ganas de verte, Lee Anderson. Y a Lou le va a gustar…

– Dale un beso de mi parte, y dile que te dé uno a ti, también de mi parte.

Volví al curro con redoblado ánimo. Rebosaba de satisfacción. Por la noche me fui a ver a la banda en el drugstore y me llevé a Judy y a Jicky en el Nash. No es que sea muy cómodo un coche, pero siempre se encuentran aspectos inéditos. Y dormí bien una noche más.

Para completar mi guardarropa, fui a comprarme al día siguiente una especie de neceser y un maletín, un par de pijamas y otras cosillas que para aquella gente no tenían ninguna importancia, pero que yo sabía que eran indispensables para no parecer un pordiosero.

El jueves por la tarde estaba terminando de poner al día la caja y de rellenar las consabidas hojas cuando, serían las cinco y media, vi el coche de Dexter que se detenía frente a la puerta. Fui a abrir, porque ya había cerrado la tienda, y le hice pasar.

– Hola, Lee -me dijo-. ¿Qué tal marcha el negocio?

– No está mal, Dex. ¿Y tus estudios?

– ¡Oh! Se hace lo que se puede. Ya sabes, me falta un poco de afición por el baseball y el hockey para llegar a ser un buen estudiante.

– ¿Qué te trae por aquí?

– Venía a buscarte para ir a cenar juntos y para llevarte luego a que degustes una de mis distracciones favoritas.

– De acuerdo, Dex. Dame cinco minutos.

– Te espero en el coche.

Metí las hojas y el dinero en la caja, bajé la persiana metálica, cogí la chaqueta y salí por la puerta trasera. Hacia un tiempo asqueroso, pesado, demasiado cálido para lo avanzado de la estación. El aire era húmedo y viscoso, y las cosas se te quedaban pegadas en los dedos.