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Deambulaban por la ciudad los evadidos de la cárcel, algunos leprosos y también algunos rostros desconocidos. Todo era cambiante e indefinido. Las plazas, las callejas, las columnas, guardaban su secreto. La desconfianza de las puertas era manifiesta. Las ventanas, cubiertas por mantas desde el tiempo de los bombardeos, habían quedado marginadas de la vida. Los días eran fríos, sin rostro. Sólo las chimeneas llevaban una vida verdaderamente intensa. Fue entonces cuando reapareció Xexo. Los repiqueteos de la puerta me golpearon la cabeza como un martillo. Quise esconderme, desaparecer, pero ya era inútil. Subía las escaleras, jadeante. Los miedos, las noticias, los sucesos correteaban ante ella como pequeños gatos negros. Era verdaderamente inútil.

– ¡Ah, Xexo! -dijo la abuela.

– ¡Ah, Xexo! -dijo mamá.

– ¿Cómo estás, Xexo? -dijo papá-. ¿Dónde te has metido durante tanto tiempo?

Xexo no respondió. Como de costumbre, se dirigió de inmediato a la abuela.

– ¿Has visto, querida Selfixe, cómo resultó lo que yo decía? ¿Has visto qué nos ha enviado el Señor, o no? Te lo advertí, Selfixe: va a manar agua negra de la tierra. Y ahí lo tienes: salió agua negra. ¿Has visto los hoyos de las bombas en Hazmurat? ¿Y en Mechite? ¿Y en Palorto de arriba? Agua negra por todas partes.

– ¿Cómo es el agua negra? -pregunté en voz baja a mamá.

– El agua negra sale de la tierra cuando caen las bombas -respondió.

– Pero este pueblo no cambia, no cambia -gritó Xexo con voz ronca, amenazante-. ¿Te has enterado? Han robado el brazo del inglés del mu… mu…, como se llame…

– El museo -dijo papá.

– Lo han robado, Selfixe. Lo han robado.

– Pero ¿quién?, ¿por qué? -preguntó mamá.

– ¿Por qué va a ser? Porque están poseídos por el diablo, querida. Porque éste es el tiempo del maligno. Todo en esta hora se vuelve del revés. Dios nos arrojó un brazo inglés, pero espera y verás cuando nos tire barbas alemanas, uñas judías y narices de negros.

Xexo habló y habló durante largo rato. Mientras lo hacía, yo intentaba imaginar cómo se las ingeniaría Dios para conseguir que nevara uñas, pelos, barbas y narices. Pensaba también en el maligno. En cuanto se marchara Xexo le preguntaría a la abuela por él. ¿Por qué se había descarriado? ¿Por dónde iba y quién le prohibía andar por el buen camino? Quizá se hubiera vuelto malo precisamente porque no lo dejaban andar por el camino recto. Cualquiera, si le prohibes que ande por el camino recto, se vuelve malo. Sentía lástima del maligno, de aquel pobre descarriado.

Por la calle pasaba Maksut. Llevaba una cabeza bajo el brazo que me resultaba conocida. Hacía tiempo que no veía a su bonita esposa. Hasta que llegara la primavera y saliera de nuevo al porche debería pasar mucho tiempo. En su casa debía de haberse levantado ya toda una pirámide de cabezas cortadas, como las de Gengis Khan. ¿Qué estará haciendo… rgarita? (Su silueta, su cara, su nombre, acudieron amputados a mi memoria, como un pan roído por los ratones.)

Xexo se fue. Las sospechas respecto al robo del brazo del inglés recayeron en principio sobre Qani Kekez, después sobre el cronista Xivo Gavo. Otros sospechaban de un granuja de Varosh. Decían que era posible que hubiera vendido el brazo a un monasterio situado más allá de la montaña.

La ciudad se ocupaba de sucesos ínfimos, irrelevantes. El vagabundo Lame Kareco Spiri vagaba por las calles, borracho, suspirando por el burdel.

– Lo han cerrado, lo han cerrado -decía lloriqueando-. Mi cálido refugio, mi nido. Mi pequeña casa alfombrada de plumas. Me la han cerrado, amigos, me la han cerrado. ¿Qué voy a hacer yo ahora, pobre de mí? ¿Dónde voy a refugiar mis huesos en estas noches de invierno? Llukan Burgamadhi se unía a él con frecuencia. -Mi cálido refugio, mi nido de plumas -repetía miméticamente Llukan.

– ¡Largaos, bribones, no tenéis vergüenza! -les gritaban las viejas-. Despeñaos por ahí.

– ¡Ay, nidito mío perdido! ¡O solé miol -suspiraba como chalado Lame Kareco Spiri, lanzando besos a las viejas con la mano.

– ¡Lárgate, perdido! ¡Así te parta un rayo y te borre de la superficie de la tierra!

– Como si las estrellas no brillaran, como si el sol se hubiera apagado.

– Como si el sol se hubiera apagado -repetía Llukan. -¡Que os abrase a los dos, malditos! Era en verdad un período de monotonía. Todo se arrastraba por el suelo. Las vacas seguían pastando en el campo del aeropuerto. Dino Chicho había interrumpido sus investigaciones. Su imaginación decaía.

Precisamente en esta fase de somnolencia, la ciudad intentó una vez más restablecer contacto con el gran mundo y lo hizo mediante el viejo antiaéreo de la fortaleza.

El cañón, abandonado desde los tiempos de la monarquía en la torre occidental de la fortaleza, se divisaba desde cualquier rincón de la ciudad. Su largo cuello, con cierto cansancio, apuntaba siempre hacia el cielo. Era un objeto familiar y querido por todos, igual que su vecino, el viejo reloj instalado en la otra torre, muy cerca. Pero con el paso de los años, la gente había olvidado casi la utilidad de aquel largo cañón, con sus manivelas, ruedecillas y mecanismos que había en su base. Desde el momento de su inauguración (los viejos recordaban perfectamente la fiesta que había organizado el ayuntamiento, los discursos patrióticos, la música, las botellas de cerveza y al gitano Lamche que, después de emborracharse como una cuba, se había tirado desde el muro de la fortaleza y se había hecho trizas sobre el camino) el antiaéreo no había disparado nunca.

El día del primer bombardeo, cuando tras el susto inicial la gente se escondió en los sótanos, en el fondo de sus conciencias refulgió débilmente el recuerdo del arma. Recordaron que aquel largo tubo metálico, aquellos instrumentos y mecanismos que llevaban el nombre de antiaéreo estaban hechos precisamente para una oportunidad como aquella. Les resultó casi como una revelación y entonces se preguntaron unos a otros, algunos con sorpresa, otros con irritación:

– ¿Y nuestro antiaéreo? ¿Por qué no ha disparado nuestro antiaéreo?

– Es verdad, la ciudad tiene un antiaéreo. ¿Por qué no se ha oído funcionar?

La primera desilusión fue amarga, sobre todo para nosotros, los chiquillos. Cuando la gente volvió a salir a la calle, volvían la cabeza hacia la torre occidental, donde su tubo continuaba perfilándose, cansado y macizo, sobre el fondo del cielo.

Por la tarde se supo la verdad sobre el silencio del antiaéreo: tenía un defecto. Los mecánicos del ayuntamiento comenzaron a trabajar aquella misma noche en su reparación. Al día siguiente por la mañana, las mujeres se preguntaban unas a otras desde las ventanas:

– ¿Lo han arreglado?

– No, aún no.

– ¿Por qué no?

La pregunta se repitió en todas partes. Cada mañana, cada tarde, cada noche. El defecto era, al parecer, grave. Entonces llegó la batería antiaérea, la que derribó luego al primer avión inglés. Dos días más tarde, el viejo antiaéreo disparó por primera vez. El regocijo general, sobre todo de los niños, fue incontenible. En contraste con las ráfagas de la batería, el estampido del cañón era aislado y poderoso. Había en él algo verdaderamente regio.

Pero ni aquel día ni el resto de los días consiguió derribar ningún aeroplano. En la bodega, Ilir me repetía a diario: «Es terrible, seguro que hoy derriba alguno». Pero no sucedió así. Cada día, al salir del sótano, nos invadía la tristeza. Nos acercábamos a los mayores para escuchar lo que decían. Lo que oíamos era amargo. No tenían la menor confianza. Tras cada bombardeo no se cansaban de repetir:

– Es demasiado viejo para derribar los aviones de hoy en día.

Durante las semanas en que la ciudad estuvo pasando alternativamente de manos de los italianos a las de los griegos, y viceversa, nadie tocó el antiaéreo. Si los italianos estaban en la ciudad, disparaba, como de costumbre, contra los aviones ingleses. Cuando entraban los griegos, disparaba contra los aviones italianos, que bombardearon cuatro veces seguidas. Ninguno de los contendientes tocó el antiaéreo en el transcurso de las evacuaciones. Estas se hacían con gran rapidez y con enorme alboroto, de modo que a ambas partes debía de resultarles difícil bajar el pesado cañón desde lo alto de la fortaleza. O se trataba quizá de que, con el desbarajuste, se olvidaban de él o aparentaban olvidarlo, seguros de que, cuando recuperaran la ciudad, volverían a encontrar allí aquel viejo socarrón, igual que lo habían encontrado las veces anteriores.