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¿Dónde estaría?

Sobre el campo, que antes mantenía vínculos con el cielo, erraba ahora algún girón de niebla.

Un día volvieron a soltar las vacas. Se movían lentamente, como manchas calladas de color café, rebuscando las últimas briznas de hierba en los márgenes de la pista de asfalto. Por primera vez sentí odio contra las vacas.

La ciudad cansada y sombría había pasado varias veces de las manos de los italianos a las de los griegos, y viceversa. Bajo la indiferencia general se cambiaban las banderas y el dinero. Nada más.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

… el cambio de moneda. El leke albanés y la moneda italiana, la lira, quedan fuera de circulación. La única moneda de curso legal será de ahora en adelante el dracma griego. El plazo para el cambio es sólo de una semana. Ayer se abrió la prisión. Los encarcelados, tras mostrar su agradecimiento a las autoridades griegas, se marcharon cada uno por su cuenta. Ordeno la supresión de la oscuridad obligatoria desde el día de hoy. Ordeno la imposición del toque de queda desde las 6 de la tarde hasta las 6 de la mañana. El comandante de la plaza: Katantzakis. Nacimientos. Casamientos. Defunciones. D. Kasoruho e I. Grapshi han tenido un varón. Th…

FRAGMENTO DE CRÓNICA

… ir: el restablecimiento de la oscuridad obligatoria para toda la ciudad. Ordeno la suspensión del toque de queda. Ordeno la reapertura de la prisión y el regreso de los condenados para el cumplimiento de las penas. El comandante de la plaza, Bruno Archivocale. Apresúrense a realizar el cambio de moneda. La moneda griega, el dracma, queda fuera de circulación. Las únicas monedas de curso legal son el leke albanés y la lira italiana. Lista de los muertos en el bombardeo de ayer: B. Dobi, L. Maksut, S. Kalivopulli. Z. Zazan, L.

IX

La primera semana de noviembre, cuatro días después del abandono del aeropuerto, se marcharon los últimos italianos. La ciudad quedó sin gobierno. La situación duró cuarenta horas. A las dos de la madrugada entraron los griegos. Permanecieron unas setenta horas y nadie los vio. Todos los postigos de las ventanas estaban cerrados. Nadie salió a la calle. Los mismos griegos se movían, al parecer, de noche. El jueves a las diez de la mañana, bajo una lluvia helada, volvieron a entrar los italianos. Éstos permanecieron treinta y una horas. Seis horas después de su marcha entraron otra vez los griegos. La segunda semana de noviembre se repitió prácticamente la misma operación. Volvieron a entrar los italianos. Esta vez se quedaron alrededor de sesenta horas. Los griegos entraron inmediatamente después de su marcha y pasaron la mañana y la tarde del viernes en la ciudad, pero el sábado por la mañana la ciudad amaneció completamente abandonada. Los griegos se habían ido. Los italianos, quién sabe por qué, no habían vuelto. Tampoco los griegos. En esta situación transcurrieron el sábado y el domingo. El lunes por la mañana se oyeron en la calle, donde durante varios días no se había percibido ninguna presencia humana, los pasos de alguien. A ambos lados, las mujeres abrieron las ventanas con precaución: pasaba Llukan Burgamadhi. Llevaba sobre el hombro derecho la vieja manta de color café y en la mano un hatillo con pan y queso. Parecía regresar a casa. -¡Eh, Llukan! -gritó desde su ventana la mujer de Bido Sherif.

– Estaba allí -dijo Llukan, señalando la fortaleza con la mano-; fui a presentarme, pero ya ves, la cárcel no funciona.

Su voz sonaba casi triste. El cambio reiterado de poderes había interrumpido su último encarcelamiento y, aparentemente, eso lo disgustaba.

– Así que no hay ni griegos ni italianos.

– Yo no sé nada de griegos ni de italianos -dijo Llukan enojado-. Sólo sé que la cárcel no funciona. Las puertas están abiertas. Es para echarse a llorar.

Alguien le preguntó algo más, pero Llukan no respondió. Continuó con sus maldiciones.

– ¡Tiempo infame en un lugar infame! Ni en. la cárcel se puede estar; ¿cómo voy a perder el tiempo arriba y abajo yendo todos los días a lo alto de la fortaleza y volviéndome otra vez con las manos vacías? Pasan los días y mi condena no se cumple. Todos mis planes se van al garete. Bien dicen: Italia piojosa, ignorante. ¡Ah, lo que me ha contado un compañero de las cárceles de Escandinavia! ¡Eso sí que son cárceles! Entra uno en buen orden y sale en buen orden. Con plazos fijos, con papeles en regla. No se abren las puertas a tiempo y a destiempo como en una casa de putas.

Las mujeres cerraron los postigos rápidamente, pues Llukan Burgamadhi empezaba a utilizar palabras obscenas. Sólo la madre de Aqif Kaxahu, que estaba sorda, permaneció en la ventana y replicó a Llukan.

– Así es, desdichado, así es. Tienes razón para enfadarte, hijo. ¡Desgraciado tú que no has visto un solo día feliz! Toda la vida pudriéndote en las cárceles. Los gobiernos cambian, pero tú sigues encerrado.

Los pasos de Llukan Burgamadhi se alejaron y la calle quedó nuevamente solitaria. El gato de Nazo atravesó corriendo el empedrado. La gata joven de doña Pino salió al tejadillo de la entrada para espiarlo. Cerca de la hora de la comida pasó un perro desconocido. Por la tarde, a excepción de un pordiosero, no hubo ningún movimiento.

Al día siguiente por la mañana, cuando Llukan Burgamadhi volvió otra vez de la cárcel mascullando insultos, con la manta al hombro y el talego de la comida en la mano, todos supieron que comenzaban los días sin gobierno.

Se abrieron las primeras puertas. La calle fue animándose poco a poco. Hubo quien se aventuró hasta el centro de la ciudad, donde la taberna «Addis Abeba» estaba abierta. En la plaza, el viento impulsaba contra los muros girones de periódico. Había latas vacías por el suelo. El edificio del ayuntamiento resultaba sombrío con las puertas y las ventanas cerradas. Algunas personas rebuscaban en torno a unos cajones vacíos y abandonados, sobre los que podían distinguirse unas letras latinas y griegas, escritas en negro. En el pedestal del único monumento de la ciudad se veían pegados, unos sobre otros, los bandos de los comandantes italiano y griego. Estaban medio rasgados. Alguien encajaba cuidadosamente algunos fragmentos: «Tzakis», «Kat», «K», «NT». La persona en cuestión, con las solapas de la chaqueta alzadas, balanceaba con insistencia la cabeza, pues al parecer no lograba componer palabras completas. El viento frío le arrancaba de las manos los pedazos de papel.

Aquellos carteles, rotos por la lluvia y el viento, era lo único que había quedado del ajetreo de los últimos días. La ciudad se había quedado sin gobierno. En el transcurso de un brevísimo espacio de tiempo había perdido los aeroplanos, la batería antiaérea, la sirena de alarma, la casa pública, el proyector y las monjas.

Atraída durante un tiempo por la aventura, después de conocer el sabor del cielo y de los peligros internacionales, la ciudad se sentía aturdida y se refugiaba de nuevo en sus viejas piedras. Sus vínculos con el cielo se habían quebrado de modo definitivo. La lluvia y el viento se esforzaban por devolver el sueño a sus miembros alterados. Aún estaba desquiciada. Los aviones desconocidos que la sobrevolaban ahora no la conocían o fingían no conocerla. Volaban a gran altura dejando atrás un murmullo de menosprecio.

Una de aquellas mañanas, doña Pino, después de cerrar con cuidado la puerta, salió a la calle.

– ¿Dónde vas, querida Pino? -le preguntó desde la ventana la mujer de Bido Sherif.

– De boda.

– ¿De boda? ¿Pero quién se casa en estos tiempos?

– Se casan -respondió doña Pino-, la gente se casa en todos los tiempos.

El hecho de que doña Pino fuera de boda significaba que la ciudad era capaz de vivir sin gobierno. No obstante, los tiempos eran inciertos, como todos los períodos transitorios. Las normas de vida se habían roto. El juzgado no funcionaba. El periódico no salía a la calle. Ya no había ni bandos del ayuntamiento, ni carteles, ni ordenanzas. Las noticias, tanto nacionales como internacionales, corrían de boca en boca. Su fuente principal era una vieja, desconocida hasta entonces, cuyo nombre se difundió rápidamente durante aquellos días sin rostro. Se llamaba Sose, pero la mayoría la llamaba la «vieja noticia».