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Durante los últimos días me había aburrido mucho, pues a causa de los bombardeos no nos dejaban jugar en la calle. Me pasaba la mañana junto a los grandes ventanales y observaba con detalle todo lo que sucedía sobre los tejados de las casas. Pero ya se sabe que encima de los tejados raramente suceden cosas. El vuelo de los grajos incrementaba la monotonía del panorama. Un cierto interés podían suscitar las formas de las columnas de humo que salían de las chimeneas, sobre todo en los días de viento. El incendio de alguna chimenea era casi un sueño irrealizable, mucho más en aquella época en que la gente acababa de encender el fuego en los hogares y ninguna chimenea había acumulado suficiente hollín para que ardiera.

La carretera de la orilla del río no tenía apenas movimiento durante el día. Sin embargo me atraía. El ajetreo que le faltaba, me lo inventaba yo, pues cuando una carretera tiene movimiento, lo tiene todo.

Había oído decir que mil años atrás había pasado por aquella carretera la «primera cruzada». Decían que el viejo Xivo Gavo lo había descrito en su crónica. Los cruzados avanzaban por aquel camino en hileras interminables; agitaban las armas y las cruces y preguntaban constantemente: «¿Dónde está el sepulcro de Cristo?». En busca de aquel sepulcro se habían alejado hacia el sur, sin entrar siquiera en nuestra ciudad. Se habían ido precisamente en la misma dirección en la que ahora se movían los camiones militares.

Mucho tiempo después de ellos había pasado por la calzada un hombre solitario. Era inglés, como el piloto cuyo brazo cortado fue expuesto durante una semana en el museo de la ciudad. Este hombre hacía versos y cojeaba. Lo llamaban lord Byron. Había abandonado su país y no cesaba de caminar. Cojeando siempre, devoraba caminos y calzadas. También él había vuelto la cabeza hacia la ciudad, la había visto, pero no se había detenido. Se alejó en la misma dirección que siguieron los cruzados. Decían que éste no buscaba la tumba de Cristo, sino la suya propia. Entre los cruzados y el hombre cojo y solitario yo forjaba muchos episodios y movimientos en la carretera. Hacía dar la vuelta a los cruzados, les confundía las espadas con las cruces, les enviaba de pronto a un hombre que les informaba que había encontrado el sepulcro de Cristo y ellos se abalanzaban con furia hacia adelante, para abrir aquella tumba. Y mientras ellos desalojaban la calzada, aparecía sobre ella el hombre cojo y solitario. Y se iba, se iba, siempre cojeando, sin detenerse jamás.

Torturando la carretera, a los cruzados y al inglés cojo, me pasaba horas enteras.

Todo aquello había terminado ya. Ahora yo tenía el aeropuerto. Era vivo, móvil, volátil, fatal. Desde el principio lo quise y sentí vergüenza de haber tenido nostalgia de las vacas.

Amaneció. Allí estaba, refulgente como ninguna otra cosa en el mundo, como si miles de doñas Pino lo hubiesen engalanado. Tomaba aliento profundamente, como cientos de leones a un tiempo, y una y otra vez su jadeo se elevaba hasta el cielo. Un girón de niebla permanecía sobre él, desconcertado.

– Italia enseña los dientes -decía la más joven de mis tías a papá. Miraba el campo y sus bonitos ojos se habían puesto serios.

Yo no era capaz de comprender por qué no le gustaba a la gente algo tan precioso como el aeropuerto. Pero en los últimos tiempos había llegado a la conclusión de que la gente era, por lo general, insoportable. Eran capaces de hablar con placer durante horas enteras de las estrecheces económicas, del pago de las deudas, del precio de los alimentos y otras cosas igualmente aburridas, y cuando salían a colación asuntos brillantes y divertidos, todos parecían volverse repentinamente sordos.

Me iba para no escuchar algún nuevo insulto contra el aeropuerto. Aquellos días los pasaba embelasado con él. Ya sabía todo lo que se hacía allí. Distinguía los bombarderos pesados de los ligeros y a estos últimos de los cazas. Cada mañana contaba los aeroplanos y los seguía con la mirada cuando despegaban y cuando aterrizaban. No fue difícil comprender que los bombarderos no despegaban nunca solos, sino siempre acompañados de los cazas. A algunos de los aeroplanos, que se diferenciaban a mi juicio de los demás, les había puesto nombre para mis adentros. De entre ellos unos me gustaban más y otros menos. Cuando algún bombardero despegaba y, escoltado por los cazas, desaparecía en el fondo del valle, en dirección sur, allá donde decían que se hacía la guerra, yo lo retenía en mi memoria y esperaba su regreso. Me inquietaba cuando tardaba alguno que me gustaba y me alegraba al escuchar el sonido de su regreso sobre el valle. A veces, alguno no volvía. Me inquietaba algún tiempo por él y luego lo olvidaba.

Así pasaban los días. Absorto en el aeropuerto, olvidaba cualquier otra cosa.

Una mañana, al asomarme al ventanal de la sala grande, algo nuevo me llamó de inmediato la atención. En medio de los aeroplanos que ya conocía bien había uno nuevo. Nunca había visto antes un bombardero pesado tan enorme. Grandioso, con sus alas desplegadas de color gris claro, se hallaba entre los demás como un invitado, llegado al parecer durante la noche. Me fascinó al instante. Olvidé el resto de los aviones, que se me antojaban tan insignificantes ante él, y le di la bienvenida. El cielo y la tierra juntos no podían haberme enviado nada más bonito que aquel aeroplano gigante. Él era mi gran camarada. Él era mi propio vuelo, mi estruendo, la muerte dirigida por mí.

Pensaba a menudo en él. Me sentía orgulloso cuando se elevaba con su estruendo conmovedor, que sólo él podía producir, y se dirigía despacio hacia el sur, allá donde, según decían, se hacía la guerra. Por ningún otro avión me había inquietado tanto cuando tardaba. Siempre me parecía que se retrasaba demasiado allí, en el sur. Y al volver tenía la respiración más pesada y parecía cansado, muy cansado. Sería preferible, pensaba en aquellos momentos, que dejara de ir allá, donde se hacía la guerra, y se quedara en el aeropuerto. Que fueran los otros, que eran más pequeños. Él debía descansar un poco.

Pero el enorme aeroplano no sabía descansar. Despegaba casi todos los días, con su majestad y corpulencia, y partía hacia la guerra. Y me daba pena que no estuviéramos nosotros también allá, en el sur, y que volara sobre nuestras cabezas con sus alas enormes.

– Ya despegan los malditos -dijo un día la abuela mirando desde la ventana tres aviones que se elevaban, entre los que se encontraba mi gran aeroplano.

– ¿Por qué insultas a los aviones? -le dije.

– Los maldigo porque van a quemar y a matar.

– Pero nunca bombardean nuestra ciudad.

– Bombardean otras, da lo mismo.

– ¿Cuáles? ¿Dónde?

– Allá lejos, tras las nubes.

Dirigí los ojos hacia donde señalaba la abuela y no dije nada más. Allá lejos, tras las nubes, hay otras ciudades donde se hace la guerra, pensé. ¿Cómo serán las otras ciudades? ¿Cómo será la guerra allí?

Soplaba el viento del norte. Los grandes cristales de las ventanas sufrían escalofríos. Había nubes en el cielo. Del aeropuerto llegaba un ruido sordo y monótono. ¡Zzzz! Llenaba el valle entero, de modo fluctuante, pero sin cesar. ¡Zzzz-sss! Eran sonidos que se prolongaban incesantemente. ¡Susana! ¿Cuál sería su secreto sutil? Libélula. Tú no sabes nada del aeropuerto. Allá donde vives, el desierto es ahora dueño y señor. Sopla el viento. Avión-libélula, ¿adonde vas volando así? En el cielo planean aviones.

Me despertó la mano de la abuela sobre mi hombro.

– Te vas a enfriar -dijo.

Me había dormido con la cabeza apoyada en el alféizar de la ventana.

– Estás embobado con ellos.

Estaba verdaderamente embobado. Y además tenía frío.

– Ya despegan los malditos.

No repliqué esta vez a la abuela. Ya sabía que los iba a insultar y ahora lo sentía, no por los demás, sino tan sólo por el aeroplano grande. Es posible que respecto a los demás la abuela tuviera razón. ¡A saber qué hacían por allá, tras las nubes, cuando ya no se los podía ver! También nosotros robábamos mazorcas de maíz y cuando íbamos a los sembrados fuera de la ciudad, hacíamos muchas cosas que no nos hubiéramos atrevido a hacer dentro de ella.