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– ¿Dónde vas a ir? -pregunté con un hilo de voz, impresionado antes de tiempo. Ella me miró. Sus ojos eran apacibles, un poco distantes. Despegó lentamente los labios y dijo: «A casa de Dino Chicho». Casi lo sabía.

– Llévame también a mí -le pedí en tono suplicante. Ella me acarició el pelo.

– Vístete.

El empedrado de las calles estaba mojado. Caía una lluvia tenue. Una vieja canción sonaba en mi cabeza: «Llueve gota a gota; ¿a dónde vais, queridas comadres?» Yo era una comadre. Caminaba con mis ropas negras bajo la lluvia. Iba a tomar café. Estaría allí. Escucharía. Era feliz.

– Y el aeroplano, ¿vamos a verlo? -pregunté.

– Lo veremos -dijo la abuela-. Lo han puesto en medio del salón.

– ¿Y lo voy a ver de cerca?

– Lo vas a ver de cerca, con tal de que no hagas tonterías. No toques nada.

Miré mis manos. Estaban amedrentadas, más que yo mismo. Las metí en los bolsillos.

Llegamos. La abuela golpeó con la aldaba de hierro en el gran portón. El repiqueteo recorrió toda la casa. Era una edificación fuera de lo común, con infinidad de recovecos y los aleros sobresalientes fuera de toda medida. Me parecía que derramaban sueño.

La abuela volvió a llamar. No se escuchó ningún ruido de pasos por la escalera, sin embargo el portón se abrió. Alguien había tirado del pestillo con una cuerda desde la segunda planta. Quizás el mismo Dino Chicho. En nuestra casa había también una cuerda así. Subimos por la escalera de caracol de madera. Las tablas amarillentas crujían. Su crujido era diferente al de los peldaños de nuestra casa. Era un lenguaje casi desconocido.

Al entrar en el salón, al principio no vi nada, pues me oculté tras las faldas de la abuela. Después saqué un ojo y vi algunas viejas, vestidas de negro como la abuela, sentadas sobre los cojines distribuidos por el diván. El aeroplano estaba en medio de la estancia, grande como un hombre, con las alas extendidas y completamente blanco. Las alas, la cola y todo lo demás eran de madera cuidadosamente pulimentada, sobre la que se destacaban las cabezas relucientes de los tornillos.

Lo miré durante largo rato. Las voces de las viejas me llegaban de lejos, como acompañando el silbido del viento. Más tarde alcé la vista y vi al hombre pálido, con los ojos enrojecidos y medio extraviados, que miraban continuamente hacia el suelo.

– ¿Es éste? -le susurré a la abuela.

Ella me dijo que sí con la cabeza.

Las viejas charlaban de dos en dos mientras sorbían su café. Sus conversaciones se entrecruzaban a veces. Balanceaban continuamente la cabeza, se asombraban, hacían señas hacia el aeroplano y volvían a hablar de la guerra y los bombardeos. El hombre pálido permanecía constantemente en silencio. No apartaba sus ojos del aeroplano de madera.

– Estudia, hijo mío, para hacerte tan sabio como Dino y llenarnos a todos de orgullo -me dijo una de las viejas.

Me acurruqué aún más tras la abuela. ¿Por qué no sentía ninguna alegría? Como si respondiera a mi llamada, la alegría se filtró de pronto a través de innumerables orificios minúsculos. Pero no duró mucho tiempo. El espacio vacío que dejó en mi cuerpo vino a ocuparlo una avalancha que penetró a través de los mismos orificios invisibles. Era tristeza. El aeroplano blanco me pareció de pronto, en mitad de la sala, la cosa más frágil y miserable del mundo. ¿Cómo iba a hacer frente a los grandes aviones metálicos que volaban a diario sobre nuestras cabezas, aquellos tremendos aviones grises, cargados de bombas y de ruido ensordecedor? Harían trizas en un instante aquella cosa blanca, como las bestias salvajes despedazan un cordero.

Las viejas seguían hablando de toda clase de cosas y la anfitriona volvió a servir café. El hombre pálido no se había movido un centímetro. Yo continuaba azorado. El lugar de la tristeza era ocupado lentamente por una indiferencia enorme. Comencé a observar las arrugas de las viejas y poco a poco esto me absorbió por completo. Nunca me había fijado con tanta atención en las arrugas de las personas. Era sorprendente. Se alargaban formando curvas interminables en toda la cara, en el cuello, bajo la barbilla, en la nuca. Parecían hilachas cubriéndolo todo. Unas eran más finas. Otras más gruesas, como la lana que hilaba la abuela a comienzos de invierno. Quizá se puedan tejer calcetines con ellas, o incluso jerseys. Me vencía el sueño.

Cuando salimos de casa de Dino Chicho, la lluvia había cesado. El empedrado relucía con aire sardónico. Algo sabía. Dos mujeres hablaban desde las ventanas de su casa. Más allá lo hacían otras tres. Las ventanas estaban bastante alejadas unas de otras, lo que las obligaba a alzar mucho la voz. Mientras llegábamos a casa, me enteré de la noticia: había llegado la batería antiaérea.

Aquel domingo por la tarde, las campanas de las dos iglesias repicaron más que de costumbre. Había mucha gente por las calles. Harilla Lluka llamaba de puerta en puerta gritando:

– ¡Ya ha llegado! ¡Ya ha llegado!

– ¡A ver si revientas! -le gritó una vieja-. Ya lo hemos oído.

– ¡Se van a joder ahora esos aeroplanos! -declaró Bido Sherif en el café. Tomaba café con Avdo Babaramo, mientras este último le explicaba cosas de la artillería. La mitad de los hombres que estaban allí los escuchaban con la boca abierta.

– ¡Ay, la artillería! -suspiró Avdo Babaramo-. Tu cabeza no está hecha para la artillería, Bido; pero ¿qué le voy a hacer yo, si no tengo con quien hablar?

Durante toda la tarde la gente se asomó a las ventanas y balcones a ver si aparecía la batería antiaérea. La mayoría alzaba la cabeza hacia la fortaleza porque estaban seguros de que los cañones de la batería serían instalados allí, lo mismo que el viejo antiaéreo. Pero cayó la noche y los cañones no aparecieron por ningún lado. Algunos decían que la batería había sido instalada fuera de la ciudad y camuflada. Esto decepcionó a la gente. Esperaban ver el cañón gigante de largos tubos, instalado como el viejo antiaéreo en medio de la ciudad, tal como merece una batería antiaérea a quien la ciudad confía su defensa; y resulta que la esperada batería se escondía tras las colinas y los matorrales.

– Artillería, la de mis tiempos -dijo Avdo Babaramo alzando el último vaso en el café.

Pero, junto con la decepción inicial, la ocultación de la batería incrementó en cierto modo la confianza que algunos tenían en ella.

Todos esperaban ahora su primera confrontación con los aeroplanos. Parecía que la gente no pudiera soportar la espera, aguardar a que clareara el día y llegara la hora del bombardeo.

Amaneció el lunes. Para decepción de todos, los ingleses no vinieron ese día a bombardear.

– Los muy granujas se han enterado del asunto de la batería -gritaba Harilla Lluka por las calles-. Se han enterado esos malditos cobardes…

– ¡Así revientes, que nos vas a dejar sordos con esa voz como la del burro de Kicho!

– … los ignorantes.

Pero el martes vinieron. La sirena, como siempre, elevó hasta el cielo su alarido. La gente pareció olvidar la impaciencia que había mostrado un día antes y se lanzó escaleras abajo a la bodega. Harilla Lluka tenía el rostro lívido. El ruido de los motores llegaba apagado, como una amenaza contenida. A Harilla le parecía que los aviones lo buscaban a él, por haberlos insultado tanto el día anterior. El ruido se aproximaba. La gente aguardaba con la boca abierta.

– Ya empieza, ya empieza, ¿lo oís? -gritó alguien.

– Calla.

– Escucha, está disparando.

– Es verdad, está disparando.

De lejos llegaba un estruendo incesante.

– La batería.

– ¿Por qué suena tan flojo?

– Ha parado.

– Ya empieza otra vez.

– ¿Por qué suena tan flojo?

– Vete a saber. Las armas de hoy.

– Cuando disparaba, nuestro antiaéreo hacía temblar la tierra.

– ¿Cuándo?

– Entonces.

– ¡Callaos!

El estampido de los disparos de la batería ahogó por un instante el estruendo de los motores, pero poco después volvió a dejarse sentir aún más amenazante. Estaba enfurecido. En la bodega, el silencio se hizo absoluto. No se oían los cañones. Los motores aullaban con toda su furia. Como grandes cuñas, los silbidos se clavaban en la tierra sin piedad. Ésta tembló. Una vez. Dos veces. Tres. Como de costumbre.