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– Desde el día en que llegaron, se vio que eran unos golfos -dijo la tía Xemo-. He visto muchos ejércitos, pero nunca hubiera creído que los soldados pudieran oler a lavanda.

– Si sólo fuera eso, pase, pero lo que están haciendo allí -la abuela dirigió los ojos al campo del aeropuerto- no me gusta nada.

La otra suspiró.

– La guerra se nos viene encima, querida Selfixe.

Entretanto, desde las ventanas, las mujeres continuaban su charla sobre aquella nueva casa que tenía el epíteto extraño de «casa pública». Sobre su tejado caían todos los rayos del cielo; el fuego la abrasaba cientos de veces al día; cientos de veces quedaba reducida a ruinas y, al parecer, otras tantas se alzaba sobre sus propias cenizas, pues las maldiciones no cesaban. Una nueva ofensiva de las viejas comadres volvió a ocupar las calles y callejas. El viento del norte soplaba constantemente. Agitaba los gorros negros de las comadres y les arrancaba una pequeña lágrima que se mecía en la comisura de sus ojos, como un adorno cristalino. Las viejas caminaban sin descanso.

La ciudad se encontraba en un estado verdaderamente febril. No era difícil percibir sus sudores. Los cristales vibraban continuamente. Los hogares gemían. El proyector encendía por las noches su único ojo. Era el cíclope Polifemo. Soñé que caminaba hacia él con una tea encendida en la mano. Iba a abrasarle aquel ojo terrible. Imaginé que los alaridos del proyector cegado inundaban la noche.

El tiempo estaba revuelto y todo era inestable. Me acordaba del terreno cambiante que rodeaba la casa del abuelo. Al parecer, la tierra comenzaría pronto a moverse también en torno a nuestra casa. Todo el mundo predecía poco más o menos eso.

Ilir bajaba corriendo por el Callejón de los Locos.

– ¿Sabes? -me dijo al entrar-. El mundo es redondo, como una sandía. Lo he visto en casa. Lo ha traído Isa. Es redondo, completamente redondo, y se mueve constantemente.

Necesitó un buen rato para explicarme lo que había visto.

– ¿Y por qué no se caen? -le pregunté cuando me dijo que debajo de nosotros había otras ciudades llenas de casas y de gente.

– No lo sé -dijo-. Olvidé preguntárselo a Isa. El y Javer estaban en casa mirando el mundo redondo. Javer lo empujó una vez con el dedo y dijo: «Pronto se convertirá en un matadero».

– ¿En un matadero?

– Sí. Eso dijo. El mundo se inundará de sangre. Eso dijo.

– ¿Y de dónde va a salir la sangre? Los campos y las montañas no tienen sangre.

– A lo mejor tienen. Si ellos lo dicen, por algo será. Cuando Javer dijo que el mundo se va a convertir en un matadero, yo le conté que habíamos estado en el matadero de la ciudad y habíamos visto cómo mataban las ovejas. Se rió y me dijo: «Pues ya verás cuando lleven los Estados al matadero».

– ¿Los Estados? ¿Los que aparecen en los sellos de correos?

– Sí, eso es.

– ¿Y quién los va a degollar?

Ilir se encogió de hombros. -No se lo pregunté.

Pensé en el matadero. Hablando del aeropuerto, Xexo había dicho un día que los campos y la hierba se cubrirían de cemento, de cemento mojado, resbaladizo. Una manguera regaría la ciudad y los Estados, para limpiar la sangre. Quizás eso fuera el comienzo de la carnicería. Lo que se me hacía más difícil era imaginar cómo llevarían los Estados al matadero y cómo serían sus balidos. Aldeanos con pellizas negras, matarifes de blanco. Carneros, ovejas, corderos. Los que miran. Los que esperan. Ha llegado la hora. Francia. Noruega. El patio ensangrentado. Los balidos de Holanda. Luxemburgo como un cordero. Rusia con grandes esquilones. Italia (no sé por qué) como una cabra. Un mugido aislado; ¿de quién?

– Y de esa casa, ¿has oído hablar? -me preguntó Ilir.

– He oído que es mala, muy mala.

– ¿Sabes? Dicen que hay muchas mujeres guapas allí.

– ¿De verdad? Xexo dice que son mujeres malas.

– Pero son guapas.

– ¿Guapas? ¡Qué tonto!

– Tonto, serás tú.

Nos quedamos un momento sin hablar.

Entretanto, la casa de prostitución continuaba trastornándolo todo. Xexo entraba y salía de nuestra casa trayendo noticias a cual más increíble. El viento no cesaba. No se recordaba un viento así desde hacía décadas. Decían que el viejo Xivo Gavo había anotado este hecho en su crónica.

Por aquellos días se realizó la primera prueba con la sirena de alarma antiaérea. Era la hora de comer cuando empezó a oírse un lamento que ponía la carne de gallina.

– La suegra de Bido Sherif -dijo la abuela-. Así es como grita ella.

Mamá y papá se asomaron a la ventana. El alarido proseguía, pero se trataba de un grito que no era humano. Llegaba a intervalos; había un momento en que parecía extinguirse, pero justo entonces perforaba el cielo con fuerza renovada. Ni cien suegras de Bido Sherif hubieran podido emitir un lamento así.

– Es una sirena -dijo papá con voz medrosa-; la oí una vez en Egipto.

La abuela se quedó con la boca abierta.

Así es como la ciudad tuvo su sirena de alarma.

– Ya tenemos un lamento que nos llore a todos -dijo Xexo cuando vino por la tarde-. Lo que nos faltaba, Selfixe. Ya estamos listas. Ahora vendrá el arcángel San Gabriel.

Como si no bastara todo aquello, justo entonces se produjo otro acontecimiento que conmovió lo que había quedado por conmover: la boda de Argyr Argyri.

Había observado que las noticias de compromisos o de bodas producían con frecuencia insatisfacción o perplejidad en algunos y alegría o sonrisa en otros; pero nunca hubiera creído que el anuncio de una boda pudiera caer como una catástrofe negra sobre las cabezas de todos sin excepción. «Se va a casar Argyr Argyri, ¿te has enterado? Anda ya. De verdad que se casa. No digas estupideces. Argyr Argyri se casa. ¿Cómo? Se casa. ¿Cómo, cómo? Que se casa. No es posible. Han avisado a doña Pino para que engalane a la novia. No. No puede ser. No puede ser. No. No. Yo también lo he oído. ¿De verdad? De verdad ¡Qué vergüenza! ¡Qué ignominia!»

Argyr Argyri era un hombre cetrino de voz atiplada, como la de una mujer. Conocido por todo el mundo, deambulaba por todos los barrios. Decían de él que era medio hombre, medio mujer y era el único varón que entraba y salía libremente de todas las casas, incluso cuando los hombres no estaban dentro. Argyr ayudaba a las mujeres en menesteres diversos, cuidaba a los niños mientras ellas lavaban las camisas, cogía agua junto a ellas, llevaba y traía recados. Tenía casa propia y decían que ayudaba a las mujeres no porque tuviera necesidad, sino porque le gustaba estar con ellas; le gustaban las conversaciones y las faenas de mujeres. Esto era algo tan incomprensible como tolerable, ya que Argyr era medio hombre, medio mujer. Después de muchos años, como revancha por las bromas y burlas de la gente y como consuelo por su carencia, Argyr Argyri se había ganado un derecho del que no disfrutaba ningún otro hombre: el derecho a relacionarse con las mujeres maduras y con las jóvenes.

Y he aquí que, de pronto, Argyr Argyri anunciaba su boda inminente. El desafío era tremendo. El personaje de la voz atiplada anunciaba de pronto que era hombre. Durante años había soportado las burlas más procaces en espera de la hora de la venganza. La ciudad se ensombreció. El golpe era intolerable. No había casa en la que no hubiera entrado Argyr Argyri, ni mujer a la que no conociera. Un interrogante siniestro se cernía por doquier.

Las esperanzas de que aquello no fuera verdad se fueron desvaneciendo una tras otra. Habían avisado a doña Pino. Se había contratado la orquesta. Estaba incluso anunciado el día de la boda. Las expectativas de que Argyr Argyri cambiara de parecer se vinieron abajo del mismo modo. Se decía que lo habían amenazado repetidamente, pero no se volvió atrás. Todo esto ocurría sin ruido, con palabras dichas entre dientes, mediante cartas anónimas. Nadie quería enarbolar la bandera de la hostilidad contra Argyr, pues ello significaría que tenía razones más poderosas que los demás para inquietarse.