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Ella le miró, con el rostro tan hinchado y enrojecido como si le hubiesen dado una paliza.

Cuando por fin consiguió pronunciar la palabra, Jack se sentó atónito.

– ¿Asesinato? -Miró a su alrededor sin darse cuenta de lo que veía-. Eso es imposible. ¿A quién coño creen que ha asesinado?

Kate se irguió en la silla y se apartó el pelo de la cara. Le miró a los ojos. Esta vez sus palabras fueron claras, directas y se clavaron en Jack como astillas de cristal.

– Christine Sullivan.

Jack permaneció inmóvil durante unos instantes y después se levantó de un salto. Miró a la joven, intentó hablar pero no pudo. Se acercó tambaleante a la ventana, la abrió y dejó que el frío le golpeara. Sintió el ácido en el estómago; le llegó a la garganta como si fuera fuego. Lentamente, las piernas recuperaron las fuerzas. Cerró la ventana y volvió a sentarse junto a ella.

– ¿Qué pasó, Kate?

Ella se secó los ojos con un pañuelo de papel hecho una bola. Tenía el pelo revuelto. No se había quitado el abrigo. Los zapatos estaban junto a una silla, donde habían ido a parar cuando se los quitó a puntapiés. Se rehizo lo mejor que pudo. Apartó un mechón de pelo que le caía sobre la boca, y por fin miró a Jack. Las palabras salieron de su boca, entrecortadas.

– Le han detenido. La policía cree que entró en la casa de los Sullivan. Se suponía que allí no había nadie. Pero, en realidad, estaba Christine Sullivan. -Hizo una pausa para inspirar con fuerza-. Piensan que Luther la mató. -En cuanto pronunció estas últimas palabras cerró los ojos; los párpados parecieron bajar arrastrados por un peso insoportable. Sacudió la cabeza, la piel de la frente arrugada mientras el dolor iba en aumento.

– Eso es una locura, Kate. Luther nunca mataría a nadie.

– No lo sé, Jack. Ya no sé qué pensar.

Jack se levantó y recogió el abrigo. Se pasó una mano por el pelo mientras intentaba pensar con claridad. La miró.

– ¿Cómo lo supiste? ¿Cómo coño le pillaron?

Kate se sacudió como una hoja. El dolor era tan fuerte que parecía visible, flotaba sobre ella antes de hundirse una y otra vez en su cuerpo delgado. Se tomó un momento para limpiarse el rostro con otro pañuelo. Tardó mucho en volverse hacia él, centímetro a centímetro, como si fuera una anciana inválida. Mantuvo los ojos cerrados mientras hacía un esfuerzo por expulsar el aire viciado de los pulmones.

Por fin abrió los ojos. Movió los labios sin que saliera ningún sonido. Entonces consiguió pronunciar las palabras, lentamente, como si quisiera absorber al máximo los golpes que acompañaban a cada una de ellas.

– Yo le entregué.

Luther, vestido con el uniforme naranja de los presos, se hallaba sentado en la misma sala de interrogatorios donde había estado Wanda Broome. Seth Frank, al otro lado de la mesa, le observó con atención. Luther mantuvo la mirada al frente. No estaba en las nubes. El tipo pensaba en otra cosa.

Entraron dos hombres. Uno de ellos colocó un magnetófono en el centro de la mesa y lo puso en marcha.

– ¿Fuma? -Frank le ofreció un cigarrillo. Luther aceptó y los dos hombres dieron un par de caladas en silencio.

Frank le leyó a Luther la advertencia Miranda. Esta vez no habría ningún error de procedimiento.

– ¿Comprende sus derechos?

Luther hizo un gesto vago con el cigarrillo.

El tipo no era como esperaba Frank. Desde luego era un delincuente. En los antecedentes aparecían tres condenas, pero en los últimos veinte años había estado limpio. Eso no significaba mucho. Tampoco que no aparecieran actos violentos en los antecedentes. Pero había algo en el tipo que no encajaba.

– Necesito que responda sí o no a la pregunta.

– Sí.

– Está bien. ¿Comprende que está arrestado en relación con el asesinato de Christine Sullivan?

– Sí.

– ¿Y está seguro de que desea renunciar a su derecho a tener un abogado que le represente? Podemos traerle un abogado, o usted puede llamar uno.

– Estoy seguro.

– ¿Y comprende que no tiene ninguna obligación a formular declaración alguna a la policía? ¿Que cualquier declaración que haga puede ser utilizada en su contra?

– Lo comprendo.

Los años de experiencia le habían enseñado a Frank que las confesiones obtenidas en el primer momento podían resultar un desastre para la acusación. Incluso una confesión voluntaria podía ser rebatida por la defensa con el resultado de que todas las pruebas obtenidas a través de esa confesión quedaban contaminadas y perdían todo valor. El asesino podía llevar a la policía hasta el cadáver y al día siguiente salir en libertad acompañado por su abogado que sonreiría a los polis al tiempo que rogaría interiormente que al cliente nunca se le ocurriera volver a pisar el vecindario. Pero Frank ya tenía todo lo necesario. Lo que dijera Whitney era relleno. Se centró en el detenido.

– Entonces, le formularé unas cuantas preguntas. ¿De acuerdo?

– Sí.

Frank dictó el mes, el día, el año y la hora para el expediente y a continuación le pidió a Luther que diera el nombre completo. Hasta ahí llegaron. Se abrió la puerta. Un agente asomó la cabeza.

– Tenemos a su abogado en el pasillo.

Frank miró a Luther; apagó el magnetófono.

– ¿Qué abogado?

Antes de que Luther pudiera responder, Jack apartó al agente de la puerta y entró.

– Jack Graham, soy el abogado del detenido. Saquen ese magnetófono de aquí. Si me perdonan, caballeros, quiero hablar con mi cliente a solas.

– Jack -exclamó Luther con voz aguda.

– Cállate, Luther. -Jack miró a los policías-. ¡A solas!

Los hombres salieron de la sala. Frank y Jack intercambiaron una mirada y después se cerró la puerta. Jack dejó el maletín sobre la mesa pero no se sentó.

– ¿Quieres hacer el favor de decirme qué diablos está pasando?

– Jack, no te metas en esto. Te lo digo de verdad.

– Me llamaste. Me hiciste prometer que sería tu abogado. Ahora, maldita sea, me tienes aquí.

– Estupendo, ya has cumplido, ahora vete.

– De acuerdo, me voy, y después tú ¿qué harás?

– Eso no te concierne.

– ¿Qué harás? -insistió Jack.

– ¡Me declararé culpable! -Luther elevó la voz por primera vez.

– ¿Tú la mataste?

Luther desvió la mirada.

– ¿Tú mataste a Christine Sullivan? -Luther no respondió. Jack le sujetó por el hombro-. ¿Tú la mataste?

– Sí.

Jack le miró a la cara. Después recogió el maletín.

– Soy tu abogado, lo quieras o no. Y hasta que no descubra por qué me mientes, ni se te ocurra hablar con los polis. Si lo haces, conseguiré que alguien certifique que estás loco.

– Jack, te agradezco lo que haces, pero…

– Mira, Luther, Kate me dijo lo que pasó, lo que hizo y por qué lo hizo. Pero a ver si entiendes una cosa. Si te enchironan por esto, tu bonita hija no se recuperará nunca más. ¿Lo entiendes?

Luther cerró la boca. De pronto la sala pareció encogerse a un tamaño diminuto. No se dio cuenta de la marcha de Jack. Permaneció sentado con la mirada perdida. Por una vez en su vida, no sabía qué debía hacer.

Jack se acercó a los hombres reunidos en el vestíbulo.

– ¿Quién está al mando?

– Yo. Teniente Seth Frank.

– Bien, teniente. Sólo para que conste, mi cliente no renuncia a sus derechos Miranda, y usted no intentará hablar con él sin mi presencia. ¿Entendido?

– De acuerdo -respondió Frank, que se cruzó de brazos.-¿Quién es el fiscal asignado?

– El fiscal ayudante George Gorelick.

– Supongo que tiene la orden de acusación.

– Aprobada por el gran jurado la semana pasada.

– Le creo. -Jack se puso el abrigo.

– Puede olvidarse de la fianza, aunque supongo que ya lo sabe. -Por lo que he escuchado, me parece que estará más seguro con ustedes. Cuídelo por mí, ¿de acuerdo?

Jack le dio su tarjeta a Frank y se marchó con paso decidido. Desapareció la sonrisa del teniente al escuchar el comentario de despedida. Miró la tarjeta, después hacia la sala de interrogatorios y por último a la figura del abogado defensor que se marchaba.

Kate se había dado una ducha y cambiado de ropa. El pelo húmedo le caía suelto sobre los hombros. Llevaba un suéter azul oscuro con una camiseta blanca debajo. Los vaqueros desteñidos le venían grandes en las caderas estrechas. No llevaba zapatos, sólo calcetines de lana gruesa. Jack le miró los pies mientras ella se movía con paso ágil por la habitación. Parecía estar un poco mejor. Pero el espanto se mantenía en la mirada, y la actividad física era una manera de disiparlo.

Jack se sirvió un vaso de gaseosa y volvió a su silla. Tenía los hombros rígidos. Como si hubiese notado la tensión del hombre, Kate dejó de pasear y comenzó a darle un masaje.

– No me dijo nada de la orden de acusación -comentó furiosa. -¿Crees que los polis no utilizan a la gente para conseguir lo que les interesa?

Kate hundió los dedos con fuerza en los músculos agarrotados; la sensación era maravillosa. El pelo húmedo de la joven cayó sobre elrostro de Jack mientras ella trabajaba en los puntos más duros. Jack cerró los ojos. En la radio pasaban una canción de Billy Joel: Río de sueños. ¿Cuál era su sueño?, se preguntó Jack. El objetivo se le escapaba como las manchas de sol que había intentado atrapar cuando era un niño.

– ¿Cómo está? -La pregunta de Kate le devolvió a la realidad. Se bebió de un trago el resto de la gaseosa.

– Confuso. Cabreado. Nervioso. Nunca pensé verle así. Por cierto, encontraron el fusil. En el primer piso de una de aquellas casas viejas al otro lado de la calle. Él que disparó ya debe estar muy lejos. Joder, estoy seguro que a la poli no le importa.

– ¿Cuándo será la vista?

– Pasado mañana, a las diez. -Arqueó el cuello y le cogió una mano-. Pedirán la pena capital, Kate.

Ella interrumpió el masaje.

– Eso es una idiotez. El homicidio mientras se comete un robo es un delito de clase uno, asesinato en primer grado como máximo. Dile al fiscal que revise el estatuto.

– Eh, ese es mi trabajo, ¿no? -Intentó hacerle sonreír sin éxito-. La teoría de la mancomunidad es que entró en la casa y la mujer le sorprendió cometiendo el acto. Utilizarán las pruebas físicas -el estrangulamiento, la paliza y los dos disparos en la cabeza- para separarlo del robo. Creen que eso les permitirá situarlo en el ámbito de un acto vil y depravado. Además cuentan con la desaparición de las joyas de Sullivan. El asesinato mientras se comete un robo a mano armada equivale a la pena capital.