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Gloria Russell estaba en la sala de su casa. Le temblaba la mano en la que sostenía la carta. Miró la hora. La había traído justo a tiempo un hombre mayor con turbante en un Subaru destartalado. En la puerta del pasajero, el logotipo de Metro Rush Couriers. Muchas gracias, señora. Despídase de su vida. Ella había esperado tener por fin en sus manos la llave para borrar todas las pesadillas que había sufrido, todos los riesgos que había afrontado.

El viento aullaba en la chimenea. Un buen fuego ardía en el hogar. La casa estaba confortable y escrupulosamente limpia gracias a los esfuerzos de Mary, la mujer de la limpieza, que se acababa de marchar. A Russell la esperaban a cenar a las ocho en la casa del senador Richard Miles. Miles era muy importante para las aspiraciones políticas personales de Gloria y ya había dado los primeros pasos en su apoyo. Las cosas volvían a ir bien. Había recuperado el impulso. Después de todos aquellos momentos de humillación. Pero y ¿ahora? Ahora ¿qué?

Miró otra vez el mensaje. La incredulidad la tenía atrapada como una enorme red de pesca que la arrastraba hacia el fondo, donde ya no se movería.

Gracias por la donación benéfica. Será muy apreciada. También aprecio darme soga para colgarla. Sobre el objeto en discusión ya no está en venta. Ahora que lo pienso, los polis lo necesitarán para el juicio. Ah, por cierto, ¡que le den por el culo!

¿Soga para colgarla? Russell no entendía nada, no podía pensar, estaba bloqueada. Lo primero que se le ocurrió fue llamar a Burton, pero recordó que no estaría en la Casa Blanca. Entonces cayó en la cuenta. Corrió hacia el televisor. En el informativo de las seis estaban dando una noticia de última hora. Una arriesgada operación policial realizada conjuntamente por el departamento de policía del condado de Middleton y la policía de la ciudad de Alexandria había conseguido detener a un sospechoso en el asesinato de Christine Sullivan. Un pistolero desconocido había efectuado un disparo. Se suponía que el blanco era el sospechoso.

Russell contempló las escenas filmadas en la comisaría de Middleton. Vio a Luther Whitney, con la mirada al frente, subir las escaleras sin intentar ocultar el rostro. Era mucho mayor de lo que pensaba. Parecía un director de escuela. Aquel era el hombre que la había mirado. Ni siquiera se le ocurrió pensar que a Luther le habían arrestado por un crimen que no había cometido. Aunque tampoco hubiera hecho nada. En un momento vio a Bill Burton con Collin detrás de él mientras escuchaban al detective Seth Frank que hacía una declaración a la prensa.

¡Vaya pareja de cabrones incompetentes! Luther estaba arrestado. Le habían arrestado y ella tenía un mensaje en la mano que garantizaba que el tipo se encargaría de hundirlos a todos. Había confiado en Burton y Collin, el presidente había confiado en ellos, y habían fracasado de la peor manera. No podía creer que Burton pudiera estar tan tranquilo mientras el mundo entero estaba a punto de estallar en llamas, como una estrella que de pronto se convierte en una nova.

Su próxima acción fue una sorpresa incluso para ella. Corrió al baño, abrió el botiquín y cogió el primer frasco que vio. ¿Cuántas pastillas harían falta? ¿Diez? ¿Cien?

Intentó abrir la tapa pero le temblaban tanto las manos que no lo consiguió. Insistió hasta que las pastillas se volcaron en el lavabo. Recogió un puñado y entonces se detuvo. Se miró en el espejo. Por primera vez se dio cuenta de lo mucho que había envejecido. Tenía los ojos opacos, las mejillas hundidas y el pelo como si encaneciera por segundos.

Miró el montón de pastillas verdes que tenía en la mano. No podía hacerlo. Aunque se hundiera el mundo, no podía hacerlo. Arrojó las pastillas al inodoro, apagó la luz. Llamó a la oficina del senador. Una súbita indisposición le impediría asistir a la cena. Acababa de acostarse cuando llamaron a la puerta.

Primero le pareció como un lejano redoble de tambores. ¿Traerían una orden judicial? ¿Qué tenía en su poder que pudiera ser una prueba en su contra? ¡La nota! La sacó del bolsillo y la arrojó al fuego. En cuanto la vio arder, se arregló la bata, se calzó las chinelas y salió de la sala.

Por segunda vez sintió un dolor agudo en el pecho cuando abrió la puerta y se encontró con Bill Burton. Sin decir ni una palabra, el agente entró, arrojó el abrigo sobre una silla y fue directamente hacia el bar.

Ella cerró de un portazo.

– Gran trabajo, Burton. Brillante. Lo ha hecho todo de maravilla. ¿Dónde está su compinche? ¿Ha ido al oculista?

– Cállese y escuche -le replicó Burton mientras se sentaba con la copa en la mano.

En cualquier otro momento la réplica le habría enfurecido. Pero el tono del agente la dejó helada. Se fijó en la pistolera. De pronto comprendió que estaba rodeada de gente armada. Parecían estar por todas partes. Se habían efectuado disparos. Se había mezclado con un grupo de gente muy peligrosa. Se sentó y le miró boquiabierta.

– Collin no llegó a disparar.

– Pero…

– Pero alguien lo hizo. Lo sé. -Burton se bebió de un trago la mitad de la copa. Russell pensó servirse una, pero desistió-. Walter Sullivan. Ese hijo de puta. Richmond se lo dijo, ¿no?

– ¿Cree que Sullivan estaba detrás de esto?

– ¿Quién si no? Piensa que el tipo mató a su esposa. Tiene el dinero para contratar a los mejores tiradores del mundo. Él era la única otra persona que sabía exactamente dónde y cuándo lo iban a detener. -El agente miró a la jefa de gabinete y sacudió la cabeza en un gesto de disgusto-. No sea estúpida, señora, no tenemos tiempo para estupideces.

Burton se levantó para pasearse arriba y abajo.

– Pero el hombre está detenido -insistió Russell al recordar lo que había visto en la televisión-. Se lo dirá todo a la policía. He pensado que eran ellos los que llamaban a la puerta.

– El tipo no le dirá nada a la policía. Al menos por ahora -afirmó Burton que dejó de pasearse por un momento.

– ¿De qué está hablando?

– Hablo de un hombre que hará cualquier cosa para que su niñita continúe con vida.

– ¿Usted le amenazó?

– Le transmití el mensaje con toda claridad.

– ¿Cómo lo sabe?

– Los ojos no mienten, señora. Él conoce el juego. Si habla, adiós a su hija.

– Usted, usted no puede…

Burton tendió las manos, sujetó a la jefa de gabinete, y la levantó en el aire como si fuera una pluma hasta el nivel de sus ojos.

– Mataré a cualquier cabrón que pueda joderme, ¿está claro? -El tono era feroz. La arrojó sobre la silla.

Ella le miró, con el rostro sin sangre, los ojos aterrorizados.

– Usted fue la que me metió en esto -añadió Burton, furioso-. Yo quería llamar á la policía desde el primer momento. Hice mi trabajo. Quizá maté a la mujer, pero ningún jurado en el mundo me hubiera encontrado culpable. Pero usted me engañó como a un chino, señora, con todo aquel rollo del desastre mundial y la preocupación por el presidente, y yo me lo tragué como un imbécil. Y ahora mismo estoy a un paso de perder veinte años de mi vida y no me hace nada feliz. Si no lo entiende, allá usted.

Permanecieron sentados sin hablar durante un momento. Burton sostenía la copa y miraba la alfombra, mientras pensaba. Russell le vigilaba de reojo al tiempo que hacía todo lo posible por dominar los temblores. No se atrevía a mencionarle a Burton la nota que había recibido. ¿Para qué? Bill Burton era muy capaz de sacar la pistola y matarla allí mismo. La idea de estar tan cercana a una muerte violenta le heló la sangre.

Russell consiguió sentarse en la silla. El tictac de un reloj sonaba al fondo; parecía contar los últimos instantes de su vida.

– ¿Está seguro de que él no dirá nada? -Miró a Burton.

– No estoy seguro de nada.

– Pero acaba de decir…

– Dije que el tipo hará cualquier cosa para asegurarse de que no maten a su hija. Si consigue eliminar la amenaza, entonces dormiremos durante el resto de nuestras vidas en la cárcel.

– ¿Cómo hará para eliminar la amenaza?

– Si supiera la respuesta, no estaría tan preocupado. Pero le garantizo que en este momento Luther Whitney está sentado en la celda pensando cómo hacerlo.

– ¿Qué podemos hacer?

Bill Burton recogió el abrigo y después sujetó a Russell por un brazo y la obligó a levantarse.

– Vamos, es hora de hablar con Alan Richmond.

Jack repasó las notas y después miró a los que estaban sentados alrededor de la mesa. Su equipo consistía en cuatro asociados, tres pasantes y dos socios. El éxito de Jack con Sullivan era la comidilla de la firma. Cada uno de los presentes miraba a Jack con asombro, respeto y un poco de miedo.

– Sam, tú coordinarás las ventas de materias primas a través de Kiev. El tipo que tenemos allí es un listillo de cuidado; no le pierdas de vista pero déjale que se encargue de hacer las cosas.

Sam, socio desde hacía diez años, cerró su maletín.

– Hecho -respondió.

– Ben, he revisado tu informe sobre los contactos con los lobbys. Estoy de acuerdo contigo. Creo que nos conviene insistir con la gente de relaciones exteriores. No nos vendrá mal tenerlos de nuestro lado. -Jack abrió otra carpeta-. Tenemos un mes para montar y poner en marcha la operación. Nuestra preocupación principal es la delicada situación política de Ucrania. Hay que tenerlo todo atado lo antes posible. No vaya a ser que los rusos se anexionen a nuestro cliente. Ahora quiero dedicar unos minutos…

Se abrió la puerta y la secretaria de Jack asomó la cabeza. Parecía inquieta.

– Lamento mucho interrumpir.

– Está bien, Martha, ¿qué pasa?

– Le llaman por teléfono.

– Le avisé a Lucinda que retuviera todas las llamadas excepto en caso de emergencia. Mañana devolveré todas las llamadas.

– Pienso que esta es una emergencia.

– ¿Quién es? -preguntó Jack.

– Una tal señora Kate Whitney.

Cinco minutos más tarde, Jack estaba en su coche; un flamante Lexus 300 color cobre. Pensaba a todo máquina. Kate estaba histérica.

Lo único que había entendido era que Luther estaba detenido. Por qué, no lo sabía.

Kate abrió la puerta a la primera llamada, y casi se desplomó en sus brazos. Pasaron varios minutos antes de que pudiera respirar con normalidad.

– ¿Kate, qué pasa? ¿Dónde está Luther? ¿De qué le acusan?