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La Casa Blanca recibe millones de cartas no oficiales al año. La estafeta postal de la casa, con la asistencia y supervisión del servicio secreto, selecciona y verifica cada pieza.

Los dos sobres iban dirigidos a Gloria Russell, algo poco habitual, dado que la mayoría de esta correspondencia tenía como destinatarios al presidente o a los miembros de la familia presidencial, o con mucha frecuencia a la primera mascota, que en la actualidad era Barney, un retriever dorado.

El nombre del destinatario estaba escrito en letras de imprenta, y los sobres, blancos y baratos, se podían comprar en cualquier parte. Russell recibió las cartas a las doce de un día que hasta ese momento había ido bien.

En uno de los sobres había una hoja de papel y en el otro algo que ella miró durante unos minutos. El texto de la nota escrita en el papel, una vez más en letras de imprenta, era el siguiente:

Pregunta: ¿qué constituyen delitos y faltas? Respuesta: no creo que le interese saberlo. El valioso objeto está disponible, hay más, jefa.

Firmado no un admirador secreto.

Aunque lo esperaba, de hecho había deseado con desesperación recibirla, aún notaba los latidos del corazón como martillazos contralas costillas; tenía la boca tan seca que bebió un vaso de agua y después otro antes de poder sostener la carta sin temblar. Entonces miró el contenido del segundo sobre. Una foto. La foto del abrecartas le había hecho revivir las imágenes de la pesadilla. Se sujetó con todas sus fuerzas a los brazos de la silla. Por fin superó el ataque de angustia.

– Al menos quiere negociar. -Collin dejó la nota y la foto y volvió a su silla. Observó la palidez extrema de la mujer y se preguntó si sería lo bastante fuerte como para pasar por este trago.

– Quizá. También puede ser un montaje.

– No lo creo.

Russell se sentó, se masajeó las sienes, se tomó un Tylenol.

– ¿Por qué no?

– ¿Por qué hacerlo de esta manera? En realidad, ¿qué necesidad tiene de tendernos una trampa? Tiene las pruebas para hundirnos. Quiere dinero.

– Se llevó un botín de varios millones de la casa de Sullivan.

– Quizá. Pero no sabemos cuánto en efectivo. Tal vez lo escondió y ahora no lo puede recuperar. Quizá es una persona muy codiciosa.

El mundo está lleno de tipos así.

– Necesito una copa. ¿Puedes venir esta noche?

– El presidente tiene una cena en la embajada canadiense.

– Mierda. ¿No tienes a nadie que te reemplace?

– Quizá, si tú mueves los hilos.

– Hecho. ¿Cuándo crees que volveremos a tener noticias de él?

– No parece muy ansioso, aunque quizá sólo es precavido. Yo lo sería en su situación.

– Fantástico. Podré fumar un par de paquetes cada día hasta que volvamos a saber de él. Para entonces ya me habré muerto de cáncer.

– Si quiere dinero, ¿qué vas a hacer? -preguntó Collin.

– Depende de lo que pida, se puede solucionar sin muchos problemas -respondió la mujer más tranquila.

– Tú eres la jefa. -Collin se levantó.

– ¿Tim? -Russell se acercó a él-. Abrázame un momento. Él sintió la presión contra la pistola mientras la abrazaba. -Tim, si al final resulta que es algo más que dinero. Si no podemos recuperarlo…

Collin la miró.

– Entonces yo me encargaré del asunto, Gloria -Apoyó un dedo sobre los labios de la mujer, dio media vuelta y se marchó.

Collin encontró a Burton en el vestíbulo. Burton le miró de arriba abajo.

– ¿Cómo lo ha tomado?

– Muy bien. -Collin continuó caminando hasta que Burton le cogió de un brazo y le obligó a darse la vuelta.

– ¿Qué coño está pasando, Tim? -Collin apartó la mano del compañero.

– Este no es el momento ni el lugar, Bill.

– Pues dime tú cuándo y dónde, y estaré allí porque tú y yo tenemos que hablar.

– ¿De qué?

– ¿Pretendes hacerte el tonto conmigo? -Empujó a Collin sin contemplaciones hasta un rincón-. Quiero que pienses con la cabeza sobre esa mujer. A ella le importa una mierda lo que nos pase a ti, a mí o a cualquier otro. Lo único que le preocupa es salvar el culo. No sé en qué lío te está metiendo, y no sé lo que estáis tramando, pero te digo que vayas con mucho ojo. No quiero verte hundido por su culpa.

– Te agradezco el interés, pero sé lo que hago, Bill.

– ¿Lo sabes, Tim? ¿Follarse a la jefa de gabinete entra dentro de las responsabilidades de un agente del servicio secreto? ¿Por qué no me enseñas en qué página del manual lo pone? Me gustaría leerlo. Y ya que hablamos del tema, explícame por qué coño tuvimos que volver a entrar en aquella casa. ¿Dónde está el abrecartas? Porque nosotros no lo tenemos, y creo saber quién lo tiene. Yo también me estoy jugando el culo, Tim. Si me van a joder quiero saber por qué.

Un ayudante atravesó el vestíbulo y miró con curiosidad a los dos agentes. Burton le sonrió y después volvió su atención a Collin.

– Venga, Tim, ¿qué coño harías tú si estuvieras en mi lugar?

El joven miró a su amigo y desapareció de su rostro la expresión dura que mantenía mientras estaba de servicio. Si hubiese estado en la posición de Burton ¿qué habría hecho? La respuesta era fácil. Sacudir el avispero hasta que la gente comenzara a hablar. Lo que decía su colega sobre Russell era verdad. La ropa interior de seda no era suficiente para hacerle olvidar del todo su capacidad de razonar.

– ¿Tomamos un café, Bill?

Frank bajó los dos tramos de escalera, dobló a la derecha y abrió la puerta del laboratorio. El cuarto, pequeño y necesitado de una mano de pintura, estaba muy bien aprovechado, en buena medida gracias a que Laura Simon era una persona muy compulsiva. Frank supuso que mantenía su casa tan limpia y ordenada como este lugar a pesar de tener dos niños pequeños. Contra una pared estaban las cajas que servían para guardar pruebas; los precintos naranjas ponían una nota de color en la pintura gris desconchada. En un rincón había una pila de cajas de cartón, cada una con su etiqueta, y en otro estaba la pequeña caja fuerte donde guardaban los pocos objetos merecedores de medidas de seguridad adicionales. Junto a la caja había una nevera utilizada para guardar pruebas a una temperatura controlada.

Frank observó a la mujer que miraba a través de un microscopio instalado al otro lado de la habitación.

– ¿Me has llamado? -Frank se inclinó sobre la mesa. En la platina de cristal había pequeños fragmentos de una sustancia. No se imaginaba a sí mismo dedicado a mirar a través de un microscopio vaya a saber qué cosas, pero era consciente de que el trabajo de Laura Simon tenía una importancia fundamental en el trabajo de la policía.

– Mira esto. -Simon le señaló el aparato. Frank se quitó las gafas, miró a través del microscopio y volvió a levantar la cabeza.

– Laura, ya sabes que nunca sé qué estoy mirando. ¿Qué es?

– Una muestra de la alfombra del dormitorio de Sullivan. No la recogimos en la primera búsqueda, sino después.

– ¿Y? ¿Qué tiene de importante? -Frank había aprendido a escuchar con mucha atención las palabras de la experta.

– La alfombra del dormitorio es una de esas que cuestan unos dos mil dólares el metro cuadrado. La alfombra para este dormitorio les debió costar más o menos un cuarto de millón.

– ¡Caray! -Frank se metió en la boca otro caramelo. La decisión de dejar de fumar le estaba engordando además de estropearle la dentadura-. ¿Doscientos cincuenta mil por algo que pisas?

– Es muy resistente; puedes pasar por encima con un tanque y el pelo se volverá a levantar. Sólo tiene dos años de uso. Por aquellas fechas hicieron un montón de renovaciones.

– ¿Renovaciones? La casa es casi nueva.

– Fue cuando la difunta se casó con Walter Sullivan.

– Ah.

– A las mujeres les gusta arreglar las cosas a su manera, Seth. Por lo menos tenía buen gusto en materia de alfombras.

– Está bien, ¿y dónde nos lleva su buen gusto?

– Mira otra vez las fibras.

Frank suspiró resignado pero obedeció.

– ¿Ves las puntas? Presta atención a la sección transversal. Las cortaron. Al parecer con unas tijeras poco afiladas. El corte es bastante desigual, aunque diría que estas fibras son como alambres.

– ¿Cortadas? -preguntó Frank extrañado-. ¿Por qué iba alguien a cortar la alfombra? ¿Dónde las encontraste?

– Estas muestras las recogimos en la colcha de la cama. El que las cortó no se dio cuenta de que tenía algunas fibras en la mano. Rozó la colcha y allí se quedaron.

– ¿Has encontrado la parte correspondiente en la alfombra?

– Sí. Justo debajo del lado izquierdo de la cama si miras hacia ella, a unos diez centímetros de distancia en la perpendicular. El corte era pequeño pero visible.

Frank se sentó en uno de los taburetes junto a Simon.

– Eso no es todo, Seth. En uno de los fragmentos encontré rastros de un disolvente. Un quitamanchas.

– Quizás el utilizado por los limpiadores de alfombras. O quizá se le derramó un poco a alguna de las criadas.

– No, no. -Simon meneó la cabeza-. La compañía de limpieza utiliza un sistema de vapor. Para quitar las manchas tienen un disolvente especial con base orgánica. Lo comprobé. Este es un derivado del petróleo, el quitamanchas que venden en cualquier droguería. Y las criadas emplean el limpiador recomendado por el fabricante. También tiene base orgánica. Tienen una buena provisión en la casa. Además, la alfombra lleva un tratamiento químico para impedir que penetren las manchas. Al utilizar un quitamanchas común empeoraron las cosas. Por eso es probable que acabaran cortando el pelo.

– Así que debemos suponer que alguien cortó las fibras porque mostraban alguna cosa, ¿no?

– No en la muestra que tengo, pero quizá cortó un buen trozo sólo para asegurarse de que no se dejaba nada y nosotros tenemos las fibras limpias.

– ¿Qué puede haber tan importante en una alfombra como para que se tomen el trabajo de cortar pelos de un centímetro? Debió ser un trabajo de chinos.

Simon y Frank pensaron lo mismo; desde luego, lo pensaban desde hacía un rato.

– Sangre -dijo Simon.

– Y no precisamente de la difunta. Si no recuerdo mal, la suya no estaba cerca de ese punto -añadió Frank-. Creo que tendrás que hacer una prueba más, Laura.

– Me preparaba para ir ahora mismo, pero pensé que era mejor avisarte antes. -La mujer cogió un equipo colgado en la pared.