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24

David abrió la puerta de cristal del edifico de administración y entraron los cuatro. Al fondo del pasillo estaba el alma de la empresa: el lugar donde casi cien mujeres vestidas con traje chaqueta estaban sentadas en cubículos, delante de pantallas de ordenador o hablando por teléfono. David empujó a Henry al interior de un cubículo. La mujer levantó la vista sorprendida y, al ver a Henry, se puso en pie respetuosamente.

– Abra los archivos, Henry -ordenó David.

– No sé hacerlo.

– Pues dígale a ella que lo haga -dijo, señalando a la mujer.

Henry quiso hablar pero sólo le salió un gruñido.

– Señorita, haga el favor de abrir mis documentos financieros personales -dijo tras aclararse la garganta.

La joven o miró perpleja y se percató de la presencia de Lo y Hu-lan. La mujer tenía mal aspecto; el hombre, corpulento y de expresión adusta, debía de ser algún agente del gobierno. La empleada volvió a dirigirse al propietario de la empresa.

– No tengo acceso a esos documentos, señor, sólo proceso los pedidos de Estados Unidos -dijo en inglés.

– Le dije que esto no serviría de nada -dijo Henry a David.

Éste le dijo a la joven que se levantara y a Henry que se sentara delante de la pantalla.

– Escriba -ordenó.

– No sé utilizar el maldito chisme -contestó Henry furioso.

– ¿Me quiere hacer creer que un inventor, hombre de negocios y estafador, no sabe utilizar un ordenador? Vamos, abra los archivos -dijo con tono perentorio.

Henry pulsó el teclado, cerró el programa que estaba utilizando la joven, pasó el menú principal, escribió su contraseña, después el nombre, y salió una lista de archivos: biografía, historia de la empresa, acceso telefónico, viajes, correspondencia, pero nada de transacciones financieras.

– Intente con Sun Gao -dijo David.

Henry obedeció, pero fue inútil. David quería confirmación de la inocencia de Sun después de haber dudado de él y durante los diez minutos siguientes obligó a Henry a que probara con diversas contraseñas: gastos, pagos, finanzas, cuentas bancarias, Banco de China, Bando Industrial de China y Bando de Agricultura de China. Algunas indicaban operaciones legales; otras nada, aparte de un curso parpadeante o las lacónicas palabras NO ENCONTRADO. No había nada que se aproximara a los condenatorios archivos financieros en poder de David. Pero eso no indicaba que no estuvieran en el ordenador. Un experto sería capaz de recuperar datos borrados, ocultos o en clave.

David apoyó una mano en el hombro de Henry.

– Lo siento, Henry, así habría sido más fácil. -Incluso con el aire acondicionado, Henry tenía la camisa empapada de sudor nervioso-. Acabemos con esto.

– No puedo -dijo Henry sin volverse.

– Puede, y tiene que hacerlo.

Henry lo miró con expresión angustiada.

– ¿Por qué? -le preguntó.

Por la forma en que la persona reverberó en el aire, David supo que Henry estaba haciendo una pregunta más profunda que la aparente.

– Es lo que vamos a averiguar. Adelante.

Las empleadas se dieron cuenta de que algo iba mal. Habían dejado de trabajar y observaron en silencio al grupo que avanzaba por otro pasillo. El cuarteto dejó atrás el despacho de Sandy Newheart, que no estaba allí, pasó por delante de los pósters de Sam y sus amigos, con sus personajes alegres e inocentes. Por fin llegaron al salón de conferencias. La puerta estaba cerrada pero se oían voces al otro lado. Henry miró de nuevo a David, un último ruego. Peor David giró el pomo y entró en la habitación, donde Douglas Knight y Miles Stout estaban sentados a ambos extremos de la larga mesa de palo de rosa, con los contratos Knight-Tartan esparcidos. Amy Go, la secretaria del gobernador Sun, estaba apoyada contra la pared del fondo, muy atractiva con su vestido verde pálido. Doug se puso de pie.

– ¡Papá! ¡Gracias a Dios! Estaba esperando que vinieras, tengo buenas noticias. Le he comunicado a Tartan que no pienso vender, que nos quedamos con la empresa. Pueden intentar una OPA hostil, pero le he dicho a Miles que podemos ganar.

Henry se cubrió la cara con las manos.

– Papá ¿te encuentras bien? Ven, siéntate.

Doug se adelantó, pero Henry le detuvo con un ademán. Doug frunció el ceño y después se encogió de hombros, como diciendo “con este hombre nunca se sabe”.

– Se ha acabado, Doug -dijo el anciano.

– Es lo que intento decirte, papá. Ya está. La negativa a Tartan es definitiva.

No es tan fácil como parece -dijo Miles, apretando los dientes-. Knight ha ido demasiado lejos para echarse atrás.

El rostro demacrado de Doug cambió de color.

– No le hagas caso, papá. Lo tengo todo controlado. He cometido errores y espero que me perdones, pero anoche me di cuenta de que había sido un imbécil. Amy me ayudó, me hizo comprender que era nuestra empresa. Tú y el abuelo luchasteis por ella y no podemos venderla. Ahora lo entiendo.

Henry, con su cuerpo correoso que ahora parecía tan frágil, miraba a su hijo sin comprender. De repente se sentó a la mesa. Los demás siguieron su ejemplo. Henry meneó la cabeza.

– No puedo hacer esto -dijo a David.

– David, ¿qué pasa? -preguntó Miles, adoptando su pose profesional-. Teníamos un acuerdo sobre la mesa. Estaba prácticamente acordado. Seguimos adelante, y de repente todo se va al traste. ¿Por qué? Que me zurzan si lo entiendo. Pero estoy aquí porque Randall desea olvidar el follón de ayer. Supongo que has venido porque has hecho entrar en razones al señor Knight. Bueno, pues acabemos con esto y vámonos a casa.

– Te olvidas de que ya no trabajo para ti -contestó David.

– Me pasé de la raya -admitió Miles-. Tal como dijiste, no puedo despedirte sin una votación de todos los socios.

– Cuestión de semántica. Dimito. ¿Estás satisfecho?

Miles arrugó la frente mientras asimilaba las palabras.

– Te pido disculpas -dijo-. Lo pasado, pasado está, manos a la obra.

Cogió el montón de contratos y los dejó delante de Henry. El anciano acarició los papeles.

– Si firmo todo habrá acabado.

Miró a David esperando una respuesta. David valoró las palabras. ¿Podía dejar que lo ocurrido quedara impune por el bien del anciano? Un año atrás no se lo hubiera planteado. Habría tenido claro cuál era su deber. El castigo con todo el peso de la ley, sin circunstancias atenuantes ni clemencia. Pero después de volver a encontrar a Hu-lan, había cambiado. A veces un bien mayor significaba mirar hacia otro lado. ¿Cómo lo llamaba Hu-lan? ¿La política de un ojo abierto y el otro cerrado? La frase de Henry implicaba también una pregunta, y al observar los rostros de la habitación, vio los crímenes y secretos que no se solucionarían por una serie de firmas.

– No, Henry, no habrá acabado -contestó David.

– Papá -interrumpió Doug impaciente-, acabo de decirte que podemos quedarnos con la empresa. Quiero que así sea, quiero conservarla para que mis hijos…

– Cállate, Doug -ordenó su padre-. ¿David?

Ahora todos tenían puesta su atención en él. David se dio cuenta de que tenía en sus manos el poder para destruir vidas con tanta facilidad y tal vez con mayor crueldad que si empuñara una pistola. Pero ya se habían perdido demasiadas vidas. Miró alrededor. En ese lugar tan civilizado, con sus bellos cuadros en las paredes, aire acondicionado y una carísima mesa de madera noble, se habían provocado muchas formas de violencia. Él no llevaba arma, pero sabia que Lo sí, y supuso que también Hu-lan. Si ocurría algo, estaban preparados. Pensó en la conducta de Hu-lan en la granja de Tsai. El método era chino, pero había presentado los hechos como habría hecho cualquier fiscal. Y era lo que él debía hacer ahora.

– Hace tres semanas fue asesinada una muchacha no lejos de aquí -explicó-. Parecía un suicidio, pero fue un asesinato. Ahora sabemos que su muerte no tuvo nada que ver con Knight International, pero al principio parecía relacionada. Después de enterarme de la muerte de la chica, cené con un amigo, Keith Baxter, que también fue asesinado. Me sentí responsable por razones que no vienen al caso.

– ¿es necesario oír todo esto? -preguntó Miles, apartando su sillón de la mesa.

– Quédate donde estás -ordenó David. Lo cruzó la habitación, se situó de espaldas a la puerta y se desabrochó la chaqueta, de forma que todos pudieran ver su pistola-. Aquí hay demasiados abogados -continuó David con un tono sereno-, demasiadas traiciones. Creo que les interesa escucharme, principalmente a ti, Miles. Lo siguiente te concierne.

Miles no se movió. La atmósfera de la habitación se tensó.

– En el funeral de Keith escuché, pero no comprendí las palabras -siguió David-. Miles, tú eres un hombre inteligente, y nos la jugaste a todos simplemente diciendo la verdad. ¿Recuerdas tus comentarios sobre la última vez que habías visto a Keith? Era algo como: “Keith me enseñó los documentos. Había visto los problemas y los errores”. Te pavoneaste de ello delante de la familia de Keith, de sus amigos y de los socios. Y nadie entendió a qué te referías, ¿no es así?

Miles no contestó, pero al frialdad de sus ojos azules decía a todos que David estaba en lo cierto.

– Keith te mostró los fraudes financieros y no hiciste nada. Sabías la clase de negocio que esa gente se llevaba entre manos, y tampoco hiciste nada. Querías que este asunto siguiera adelante al precio que fuera. Eso suponía -dijo dirigiéndose a todos- renunciar a la ética profesional, mentir al gobierno, mentir a su cliente, mentir a sus socios. En nuestro oficio está considerado la peor infracción, pero no es nada comparado con arrebatar una vida. ¿Recuerdas cuando te dije que la hermana de Keith me consideraba culpable de su muerte? Me contestaste que cómo podía saber lo que había pasado si ni siquiera estaba allí. ¡Tú sí estabas! Mataste a Keith Baxter y me contrataste pensando que, como me sentía culpable, no vería la verdad, y acertaste.

– No maté a Keith -dijo Miles-. ¿Cómo iba a…?

– No es asunto mí probarlo -contestó David-. Pero seguro que a la policía de Los Ángeles le interesará examinar tu coche, si es que todavía lo tienes. Lo demás es circunstancial, pero recuerda que hace años me enseñaste cómo convencer con pruebas circunstanciales. No es necesario ver al conejo para saber que ha estado en la nieva, basta con ver sus huellas. Bueno, pues tú has dejado un montón de huellas, las suficientes para que te condenen, y más aún si se añade un móvil.