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– Capitán Woo, lleve al prisionero al calabozo -dijo, volviendo a adoptar tono oficial.

Tang Dan empezó a temblar cuando comprendió lo que escondían sus palabras.

– El tribunal decidirá su castigo -continuó ella-, pero entretanto esperamos que sea tratado como la miserable alimaña que es.

Woo hizo una señal a sus hombres, que incorporaron bruscamente a Tang Dan. Camino del coche de policía recibió sin rechistar algunos golpes en la cabeza y un par de puñetazos en los riñones. Dentro de una semana estaría muerto, pero sería una semana muy dura.

El coche de policía se marchó y David corrió a reunirse con Hu-lan, que no se había movido del centro del patio. Cuando llegó a su lado, se abrazó a él, que notó los latidos de su corazón contra su pecho. Luego ella se separó, caminó tambaleándose hasta la pared de la casa, se inclinó y vomitó.

David estaba muy preocupado. A Hu-lan no le convenía soportar ese sol implacable. Y tampoco le convenían los viajes de ida y vuelta a Pekín, el seguimiento de criminales y contener a las masas. Pero no pudo evitar admirarla por lo que había hecho. Hacia tiempo que la conocía, primero como una bogada joven y tímida en Phillips, MacKenzie amp; Stout después como amante silenciosa y melancólica, por último como mujer reservada que guardaba sus secretos, pero nunca la había visto como ahora.

Qué guapa estaba, iluminada por el sol mientras hablaba a la multitud. Tenía tanta fuerza con el brazo derecho en alto, como una revolucionaria arengando a las masas a la rebelión. Siempre había visto su autoridad como un atributo profesional, una cualidad cultivada a lo largo de muchos años en un oficio que exigía y recibía respeto. Pero en su familia también había habido actores imperiales. La actriz, la justiciera, llevaba ambas características en la sangre. Se dio cuenta de que así debía de ser años atrás en la granja Tierra Roja, proclamando, incitando, denunciando. Siempre había tenido autoridad, algunas veces por su bien y otras no tanto. Esa mujer a la que amaba estaba siempre dispuesta a pagar el precio físico y emocional de su temperamento.

Hu-lan se incorporó poco a poco y apoyó la cabeza en el antebrazo contra la pared. David se acercó y murmuró:

– ¿Estás bien? ¿Puedo hacer algo?

Ella negó con la cabeza. Un momento después, con voz débil preguntó:

– ¿Dónde está Henry?

David miró alrededor. Lo no se arriesgaba; sujetaba a Henry por la nuca.

– Lo se ocupa de él -contestó.

Hu-lan mantuvo la cabeza agachada. David esperó a su lado y vio que los vecinos se dispersaban. Los padres de Tsai volvieron a arrodillarse junto a su hijo, acompañados por Su-chee. Cuando David reparó en que tenían que retirar el cadáver del sol, el trío se incorporó. El padre cogió a su hijo por las axilas y las mujeres por las piernas. Se encaminaron hacia la casa y David apartó la mirada, incómodo. Hasta hacía un año, jamás había visto un cadáver. Desde enero había visto nueve. Lo que le resultaba impresionante, aparte de la imagen cruel del o que había sido un ser humano, era la manera práctica con que los campesinos trataban a sus muertos. En Estados Unidos había visto policías, agentes del FBI, jueces de primera instancia, forenses, ambulancias y empleados de funerarias.

La parte física de la muerte se mantenía alejada de los seres queridos. Allí, en pleno campo chino, el cadáver se entregaba a la familia para lo que lavara, lo vistiera y lo incinerara o enterrara. Pensó que si se tratara de Hu-lan o de su hijo, tal vez no tuviera el valor de tomar el cuerpo inanimado entre sus brazos y tocarlos de forma tan íntima, ni siquiera como un acto de amor.

Hu-lan se dio la vuelta y lo miró. Estaba pálida.

– Volvamos a Pekín.-dijo.

Se apartó de la pared y entró en al casa de los Tsai para despedirse. Volvió a salir, cruzó el patio de tierra apisonada y se internó en el maizal. David, Lo y Henry la siguieron. Al llegar a la granja de Su-chee, Hu-lan echó un último vistazo y subió al asiento delantero del coche.

Con David y Henry en el asiento trasero, Lo puso el motor en marcha y salieron de la aldea.

Cada uno iba enfrascado en sus pensamientos mientras el vehículo traqueteaba por los baches del camino de tierra que llevaba a la carretera. Hu-lan tenía la cabeza apoyada contra la ventanilla y se sentía acalorada, mareada y agotada. A su lado, Lo conducía con su seguridad habitual, aunque su mente estuviera en el informe que presentaría a sus superiores de Pekín. ¿Cómo explicaría el comportamiento de Hu-lan en la granja de los Tsai? Henry miraba malhumorado por la ventanilla. David lo observaba.

Al llegar al cruce, Lo le preguntó a Hu-lan a dónde quería ir.

– A Pekín -contestó en mandarín.

Lo seguía mirándola sin entender.

– Por la autopista. No podemos ir en el avión de Knight. Este hombre es un delincuente de la peor calaña. Una vez en el aire, estaríamos en manos de su gente. No podemos permitirlo. Así que siga conduciendo y pronto estaremos en casa.

Lo giró a la derecha y aceleró.

David se inclinó hacia delante y preguntó:

– ¿Cómo sabías lo de Tang Dan?

Hu-lan suspiró agotada.

– Siempre me intrigó que el asesino no se llevara los papeles de Miao-shan,. Se llevó los de Guy y sólo eran copias, lo cual ratificaba que no habían asesinado a la chica por los documentos. La habían matado por otro motivo.

David volvió a reclinarse en su asiento. ¿Cómo habría conseguido Miao-shan los papeles? Guy dijo que un estadounidense se los había dado. No fue Keith, no, ella se los había dado a él.

¿Seguía siendo Aarón Rodgers una posibilidad? ¿O Sandy Newheart? Estaban llegando al desvío de Knight International. El complejo quedaba escondido detrás de una cuesta, pero David miró en esa dirección y vio que Henry se ponía en guardia. Sus sueños y sus fracasos quedaban detrás de la cuesta, y tan pronto la dejaron atrás Henry volvió a sumirse en la tristeza.

– Lo, dé la vuelta -dijo David.

– ¿Cómo dice, señor Stark?

– Pare y dé la vuelta.

Lo disminuyó la marcha.

– No; continúe, nos vamos a casa -dijo Hu-lan.

El coche aceleró.

– ¡No! ¡Tenemos que dar la vuelta! ¡Por favor! -David puso una mano en el hombro de Lo.

Lo frenó y Hu-lan giró la cabeza para mirar a David. Tenía la tez macilenta y perlada por una fina capa de sudor.

– Ya hemos hecho lo que teníamos que hacer -dijo Hu-lan, al límite de sus fuerzas-. He resuelto el asesinato de Miao-shan, tú has descubierto al culpable de los sobornos, y sospecho que con un interrogatorio en al celda número cinco del Penal Municipal de Pekín, el señor Knight confesará haber matado o pagado a alguien para que matara a tu amigo.

– esto no ha acabado, ¿verdad, Henry? -preguntó David.

– La inspectora tiene razón -contestó el anciano-. Deberíamos volver a Pekín.

David sonrió. Hu-lan no supo descifrar si era una sonrisa de tristeza o de triunfo.

– Volvamos a la fábrica -ordenó David.

– No hay ningún motivo para hacerlo, inspectora Liu -dijo Henry. Ella lo miró. Era un hombre derrotado, pero no sentía lástima por él. Como si le leyera el pensamiento, él añadió-: He cometido grandes errores en mi vida, y uno de los peores fue subestimarla a usted y al señor Stark. Como acaba de decir, estamos cansados y lo mejor es volver a Pekín. Una vez allí, lo confesaré todo. Habrá resuelto el caso y supongo que se convertirá en un héroe… mejor dicho, en una heroína.

Hu-lan se pasó la mano por los ojos. Le dolían y se moría por un poco de hielo en los párpados, una bebida fresca para la garganta seca, sábanas frescas para calmar la piel ardiente y algo, cualquier cosa, que le aliviase el dolor del brazo.

– Tenemos que comprobar los archivos de los ordenadores -presionó David-. Tal vez ya los hayan borrado, pero pienso que deberíamos saber si siguen allí.

Hu-lan se dio por vencida y dijo a Lo que diera la vuelta.

– ¡No! -exclamó Henry-. No hay ningún motivo.

Pero toda la compasión de Hu-lan se había agotado durante la última hora, y siguió mirando al frente sin decir palabra.

El coche tomó la carretera secundaria que conducía a la fábrica. Al pasar por los alegres carteles que representaban a Sam y sus amigos, Henry volvió a su cantinela, a sus confesiones, a los ruegos de volver a Pekín.

– Soy el culpable de todo. Permitía que los empleados vivieran y trabajaran en malas condiciones. ¡Por eso vine a China! Nadie vigilaba y sabía que podía hacerlo. ¿Y esa mujer? David, ¿se acuerda de la mujer que se cayó desde el tejado? Usted tenía razón. La tiraron y lo hice yo. ¿Y el reportero y la sindicalista? Recibieron lo que se merecían.

– ¿Cómo iba a tirar a Xiao Yan si estaba reunido conmigo? ¿Y por qué intentó acusar a su viejo amigo Sun? -preguntó David, mientras Lo se detenía en al entrada del complejo.

El guardia salió y Lo indicó los asientos posteriores. El hombre miró el interior, vio a su jefe y corrió a pulsar el botón para abrir la verja. Lo se dirigió al edificio de administración y aparcó entre un Lexus y un Mercedes, ambos sin chofer a la vista.

Lo y Hu-lan bajaron. Henry parecía desesperado, pero no tenía escapatoria. David vio actividad en las cercanías del almacén. Una grúa cargaba cajas de muñecos en la parte trasera de un camión. Aparte de eso, la explanada árida estaba desierta como siempre, mientras al otro lado de las paredes sin ventanas cientos de mujeres trabajaban en las cadenas de montaje.

– Lo lamento, Henry -dijo David en voz baja.

El anciano abrió los ojos asombrado y una cortina de extrema resignación descendió sobre su rostro.

– Por favor -rogó.

David sopesó la palabra. En ella se resumía toda la vida de Henry. Era una súplica de compasión, perdón y una aceptación de cómo eran las cosas.

– Asumo toda la responsabilidad -añadió Henry-. Deje que cargue con al culpa de todo lo sucedido.

La respuesta de David consistió en abrir la puerta y bajar del coche.