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– Religión, debes decir que quieres estudiar religión -dijo aquella muchacha tan lista-. Cada norteamericano tiene una idea diferente sobre la religión, por lo que no hay respuestas correctas y erróneas. Diles que te interesa difundir la palabra de Dios y te respetarán.

Por otra suma de dinero, aquella muchacha me dio un formulario lleno de palabras inglesas. Tuve que copiar aquellas palabras una y otra vez, como si fuesen palabras inglesas formadas en mi cabeza. Al lado de la palabra NOMBRE, escribí Lindo Sun, a lado de FECHA DE NACIMIENTO, anoté 11 de mayo de 1918, que según aquella muchacha era lo mismo que tres meses después del nuevo año chino lunar. Al lado de LUGAR DE NACIMIENTO indiqué Taiyuan, China, y al lado de la palabra OCUPACIÓN escribí estudiante de teología.

Di a la muchacha más dinero por una lista de direcciones en San Francisco, gente con buenas conexiones. Y finalmente me dio, sin cobrarme nada, instrucciones para cambiar mis circunstancias.

– Primero debes encontrar un marido -me dijo-. Un ciudadano norteamericano es lo mejor. -Al ver mi expresión de sorpresa, se apresuró a añadir-: ¡Chino! Naturalmente, debe ser chino. «Ciudadano» no significa de raza blanca. Pero si no es ciudadano, debes pasar de inmediato al número dos. Mira, aquí está: debes tener un hijo, chico o chica, eso no importa en Estados Unidos. Ni uno ni otra se ocuparán de ti cuando seas vieja, ¿no es cierto? -Ambas nos echamos a reír-. Pero ten cuidado -añadió-. Las autoridades te preguntarán si tienes hijos o si piensas tenerlos. Debes decir que no. Debes parecer sincera y decir que no estás casada, que eres religiosa y sabes que, en tu caso, no sería correcto tener un hijo.

Debí de mostrarme perpleja, porque ella amplió su explicación:

– Escucha, ¿cómo puede saber un bebé no nacido lo que no debe hacer? Y, una vez que nazca, será ciudadano norteamericano y podrá hacer lo que quiera, como pedirle a su madre que se quede en el país. ¿No es cierto?

Pero no fue ésta la razón de mi perplejidad. Me intrigó lo que había dicho sobre la sinceridad. ¿Cómo no iba a parecer sincera cuando dijera la verdad?

Mira qué sincero parece todavía mi semblante. ¿Por qué no te transmití este rasgo? ¿Por qué siempre dices a tus amigos que llegué a Estados Unidos en un barco que navegó lentamente desde China? Eso no es cierto. Yo no era tan pobre. Vine en avión. Había ahorrado el dinero que me dieron los familiares de mi primer marido cuando se deshicieron de mí, así como el dinero que recibí por mi trabajo de telefonista durante doce años. Pero es cierto que no tomé el avión más rápido. Me pasé tres semanas volando, haciendo escala en todas partes: Hong Kong, Vietnam, las Filipinas, Hawaii. Y así, cuando llegué, no parecía sinceramente contenta de estar aquí.

¿Por qué dices siempre a la gente que conocí a tu padre en la Casa de Catay, que partí una galleta de la suerte y supe así que me casaría con un hombre guapo y moreno, y que cuando alcé la vista, allí estaba, el camarero, tu padre? ¿A qué viene esa broma? Eso no es sincero. ¡Eso no es cierto! Tu padre no era camarero, jamás comí en ese restaurante. La Casa de Catay tenía un letrero que decía «Comidas Chinas», por lo que sólo la frecuentaban norteamericanos antes de que la derribaran. Ahora es un restaurante McDonald's con un gran letrero chino que dice mai dong lou, «trigo», «este», «edificio». Una estupidez. ¿Por qué sólo te atrae la estupidez china? Debes entender mis circunstancias reales, cómo llegué, cómo me casé, cómo perdí mi semblante chino, por qué eres como eres.

Cuando llegué, nadie me hizo preguntas. Las autoridades miraron mis documentos, pusieron un sello y me dejaron pasar. Decidí ir primero a una dirección de San Francisco que me había dado aquella muchacha de Pekín. El autobús me dejó en una calle ancha, por la que circulaban tranvías. Era la calle California. Subí por aquella cuesta empinada y vi un edificio alto. Era el templo Old St. Mary. Bajo el letrero indicador de la iglesia, en caracteres chinos escritos a mano, alguien había añadido: «Ceremonia china para salvar a los fantasmas de la inquietud espiritual, de 7 a 20:30 horas». Me aprendí de memoria esta información, por si las autoridades me preguntaban dónde practicaba mi religión. Entonces vi otro letrero en la acera de enfrente. Estaba pintado en el exterior de un edificio bajo: «Ahorre hoy para mañana en el Banco de América». Y pensé que allí era donde los norteamericanos practicaban su religión. [7] ¡Ya ves que ni siquiera entonces era tan tonta! Hoy esa iglesia tiene el mismo tamaño, pero donde estaba aquel pequeño banco hay ahora un alto edificio de cincuenta pisos, donde tú y tu futuro marido trabajáis y miráis a los de abajo por encima del hombro.

Mi hija se rió cuando le dije esto. Su madre es capaz de hacer un buen chiste.

Así pues, seguí subiendo la cuesta. Vi dos pagadas, una a cada lado de la calle, como si fuesen la entrada a un gran templo budista. Pero cuando miré detalladamente, vi que la pagoda no era más que una construcción con varios tejados, sin muros ni nada debajo. Me sorprendió que intentaran dar a todo el aspecto de una antigua ciudad imperial o de la tumba de un emperador, pero si mirabas a cada lado de aquellas falsas pagadas, veías que las calles eran estrechas, oscuras y sucias, llenas de gente. Me pregunté por qué habían elegido lo peor de las ciudades chinas para el interior. ¿Por qué no habían construido jardines con estanques en vez de aquel hacinamiento? Cierto que aquí y allá había algo parecido a una célebre caverna antigua o una ópera china, pero el in terior era siempre pobre y de mal gusto.

De manera que cuando encontré la dirección que me había dado la muchacha de Pekín, sabía que no podía esperar gran cosa. Era un enorme edificio verde, muy ruidoso, con niños que subían y bajaban corriendo las escaleras exteriores y pululaban en los pasillos. En el número 402 encontré a una anciana, la cual me dijo sin preámbulos que había perdido el tiempo esperándome durante toda la semana. Anotó rápidamente varias direcciones y me las dio, manteniendo la mano extendida con la palma hacia arriba después de que yo cogiera el papel, por lo que le di un dólar. Ella lo miró y me dijo:

– Syaujye, señorita, ahora estamos en los Estados Unidos. Hasta un mendigo se moriría de hambre si tuviera que comer con este dólar. -Le di otro dólar y ella se quejó-: Aii, ¿cree que es tan fácil conseguir esta información?

Le di un dólar más y ella cerró la mano y la boca.

Gracias a las direcciones facilitadas por la anciana, encontré un piso barato en Washington Street. Era una casa como todas las demás que había visto, encima de una pequeña tienda. Y gracias a la lista que me había costado tres dólares, encontré un empleo horrible, pagado a setenta y cinco centavos la hora. Intenté conseguir trabajo como dependienta, pero para eso tenías que saber inglés. Probé otro empleo como camarera china, pero también querían que sobara a hombres desconocidos, y supe en seguida que era un trabajo tan malo como el de las prostitutas de cuarta categoría en China, Taché esa dirección con tinta negra. Otros trabajos requerían que tuvieras una relación especial. Había empleos ofrecidos por familias de Cantón, Toishan y los Cuatro Distritos, gentes del sur que habían llegado muchos años atrás para hacer fortuna y seguían aferrados a su pequeño negocio ayudados por sus biznietos.

Mi madre acertó en la predicción de mis penurias. El trabajo en una fábrica de galletas fue el peor de todos. Grandes máquinas negras funcionaban día y noche, vertiendo pequeñas tortas en unas planchas redondas móviles. Las otras mujeres y yo nos sentábamos en altos taburetes y, cuando las tortitas pasaban, teníamos que cogerlas de la plancha caliente, precisamente cuando se doraban. Poníamos una tira de papel en el centro, doblábamos la galleta por la mitad y torcíamos los extremos hacia atrás, en el momento en que se endurecía. Si cogías la torta demasiado pronto, te quemabas los dedos con la pasta caliente y húmeda, pero si la cogías demasiado tarde, la galleta se endurecía antes de que pudieras completar el primer pliegue. Tenías que echar tus errores a un cubo, y te los descontaban, porque el propietario sólo podía venderlos como restos.

Al terminar la primera jornada, tenía los diez dedos de las manos enrojecidos. Aquél no era trabajo para una persona estúpida. Tenías que aprender con rapidez o los dedos se te convertirían en salchichas fritas. Por eso al día siguiente sólo me ardieron los ojos, porque no los aparté ni un momento de las tortas, y al otro me dolieron los brazos por haberlos mantenido extendidos y dispuestos a coger las tortas en el momento preciso. Pero al finalizar la primera semana se convirtió en un trabajo automático y pude relajarme lo suficiente para fijarme en quién trabajaba a cada lado. Una de ellas era una mujer mayor que nunca sonreía y hablaba consigo misma en cantonés cuando estaba enfadada. Hablaba como una loca. A mi otro lado había una mujer más o menos de mi edad, cuyo cubo contenía muy pocos desperdicios, pero yo sospechaba que se comía sus errores, pues estaba muy rolliza.

– ¡Eh, Syaujye! -me llamó alzando la voz para hacerse oír por encima del ruido de las máquinas. Me alivió oír su voz y descubrir que ambas hablábamos mandarín, aunque su dialecto tenía un sonido áspero-. ¿Has pensado alguna vez que llegarías a tener el poder de determinar la suerte de otros? -me preguntó.

No comprendí a qué se refería, y ella cogió una de las tiras de papel y leyó, primero en inglés: «No te querelles ni laves tus trapos sucios en público, porque la suciedad irá a parar al vencedor». Entonces me tradujo al chino: «No debes pelearte y hacer la colada al mismo tiempo, Si ganas, se te ensuciará la ropa».

Yo seguía sin saber lo que quería decir. Entonces cogió otra tira de papel y leyó en inglés: «El dinero es la raíz de todos los males. Mira a tu alrededor y ahonda más». Y me explicó en chino: «El dinero es una mala influencia. Te vuelves descontento y robas tumbas».

– ¿Qué son estas tonterías? -le pregunté, guardándome las tiras de papel en el bolsillo, con la intención de estudiar los proverbios norteamericanos clásicos.

– Son tiras de la suerte. Los norteamericanos creen que los chinos escriben estas cosas.

– ¡Pero jamás decimos unas cosas tan absurdas! Estos no son horóscopos ni buenaventuras, sino malas instrucciones.

– No, señorita -dijo ella, riendo-. Son tiras de la suerte. Tenemos la mala suerte de estar aquí, metiendo las tiras en las galletas, y otros tienen la mala suerte de comprarlas.

[7] Confusión debida a las distintas acepciones de save, entre ellas «salvar y «ahorrar». (N. del T.)