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LINDO JONG

Doble semblante

Mi hija quería ir a China para pasar allí su segunda luna de miel, pero ahora tiene miedo.

– ¿Y si me mezclo tan bien que me consideran uno de ellos? -me preguntó Waverly-. ¿Y si no me dejan regresar a Estados Unidos?

– Cuando vayas a China, ni siquiera tendrás necesidad de abrir la boca -le respondí-. En seguida sabrán que eres forastera.

– ¿Qué quieres decir? -A mi hija le gusta replicar, siempre cuestiona lo que le digo.

– Aii-ya, aunque te pongas sus ropas, aunque te quites el maquillaje y escondas tus lujosas joyas, lo sabrán. Les bastará ver tu manera de andar, la expresión de tu cara. Sabrán que no eres de allí.

A mi hija no le gustó que le dijera que no parece china. Puso una avinagrada expresión norteamericana en su rostro. Hace diez años, quizás habría aplaudido alborozada, como si eso fuese una buena noticia, pero ahora quiere ser china, es algo que está de moda. Y sé que es demasiado tarde. ¡Cómo me empeñé en enseñarle, año tras año! Ella siguió mis hábitos chinos sólo hasta que fue capaz de salir sola a la calle e ir a la escuela. Ahora las únicas palabras chinas que conoce son sh-sh, houche, chr fan y gwan deng shweijyan. ¿Cómo va a comunicarse con esas palabras? Pipí, el tren, come, apaga la luz y duerme. ¿Cómo se le ocurre que podrá mezclarse con ellos? Sólo su piel y su pelo son chinos. Por dentro… es norteamericana pura.

Yo tengo la culpa de que sea así. Quise que mis hijos tuvieran la mejor combinación: circunstancias norteamericanas y carácter chino. ¿Cómo podía saber que esas dos cosas son incompatibles?

Le enseñé cómo funcionan las circunstancias norteamericanas. Aquí, nacer pobre no es una vergüenza perdurable. Estás entre los primeros en la cola para conseguir una beca. Si el tejado se derrumba sobre tu cabeza, no tienes que llorar por tu mala suerte. Puedes demandar a cualquiera y hacer que el propietario de la casa lo repare. No tienes que sentarte como un Buda bajo un árbol y dejar que las palomas se caguen en tu cabeza. Puedes comprar un paraguas o entrar en una iglesia católica. En Estados Unidos, nadie dice que debes adaptarte a las circunstancias que otros te imponen.

Ella aprendió esas cosas, pero no pude enseñarle nada acerca del carácter chino, de cómo obedecer a los padres y escuchar las opiniones de tu madre, cómo guardarte tus pensamientos y velar tus sentimientos a fin de aprovecharte de las oportunidades ocultas, de por qué no merece la pena ir corriendo en pos de las cosas fáciles, de cómo conocer tu propia valía y pulida, sin exhibida nunca como un anillo barato. Ni de por qué el pensamiento chino es mejor.

No, esta manera de pensar le era indiferente. Estaba demasiado ocupada mascando chicle y haciendo burbujas más grandes que sus mejillas. Sólo le importaba: esa clase de ocupaciones.

– Termina el café -le dije ayer-. No desperdicies tus bendiciones.

– No seas tan anticuada, mamá -me replicó, tirando el café a la pica-. Soy independiente.

Y me pregunto cómo puede decir con tanta facilidad que es independiente. ¿Cuándo acepté que ya no me pertenecía?

***

Mi hija va a casarse por segunda vez y me ha pedido que vaya a su peluquería, a su célebre señor Rory. Sé por qué lo ha hecho. Mi aspecto le avergüenza. ¿Qué pensarán su marido y los importantes abogados amigos de éste de una vieja y atrasada mujer china?

– Tía An-mei puede cortarme el pelo -le digo.

– Rory es famoso -dice mi hija, como si no tuviera oídos-. Hace un trabajo fabuloso.

De modo que me siento en el sillón del señor Rory, quien me sube y me baja hasta que estoy a la altura adecuada. Entonces mi hija me critica como si yo no estuviera presente.

– Mire lo plana que es lateralmente -acusa a mi cabeza-. Necesita un corte y la permanente. Y este teñido púrpura se lo ha hecho ella en casa. Nunca le ha arreglado el pelo un profesional.

Mira al señor Rory en el espejo, y él me mira a mí del mismo modo. No es la primera vez que veo esta mirada profesional. Los norteamericanos no se miran realmente unos a otros cuando hablan, sino que hablan a sus imágenes reflejadas. Miran a los demás o a sí mismos sólo cuando creen que nadie está mirando. Por eso nunca ven cuál es su verdadero aspecto. Se ven sonriendo sin abrir la boca, o vueltos hacia un lado, donde no pueden ver sus defectos.

– ¿Cómo lo quiere? -pregunta el señor Rory. Cree que no entiendo el inglés. Está deslizando los dedos a través de mi pelo, mostrando cómo su magia puede hacer que parezca más espeso y más largo.

– ¿Cómo lo quieres, mamá? -¿Por qué cree mi hija que me está traduciendo el inglés? Sin darme tiempo a responder, explica mis pensamientos-: Quiere un ondulado suave. Probablemente no debemos cortarlo mucho, pues estaría demasiado compacto para la boda. No lo quiere ensortijado ni con un aspecto raro. -Entonces me dice alzando la voz como si me hubiera quedado sorda-: ¿No es cierto, mamá? No lo quieres demasiado compacto, ¿verdad?

Sonrío y adopto mi semblante norteamericano. Ese es el rostro que los americanos consideran chino, la expresión que no pueden comprender. Pero por dentro me siento avergonzada. Me avergüenzo de que ella esté avergonzada, porque es mi hija y estoy orgullosa de ella, pero soy su madre y no está orgullosa de mí.

El señor Rory me da unas palmaditas más en el pelo, me mira y luego mira a mi hija. Entonces le dice algo que a ella le desagrada de veras:

– ¡Es extraordinario el parecido entre ambas!

Sonrío, esta vez con mi semblante chino. Pero los ojos y la sonrisa de mi hija se estrechan mucho, como un gato que se contrae antes de atacar. Ahora el señor Rory nos deja para que podamos pensar. Le oigo chasquear los dedos:

– ¡Lavado! ¡La señora Jong es la siguiente!

Mi hija y yo estamos solas en esta peluquería atestada. Ella mira su imagen en el espejo con el ceño fruncido. Me ve mirándola.

– Las mismas mejillas -dice. Señala las mías y luego se loca las mejillas. Las hunde para parecer una persona desnutrida. Pone su rostro junto al mío y nos miramos en el espejo.

– Puedes ver tu carácter en el semblante -le digo sin pensar-. Puedes ver tu futuro.

– ¿Qué quieres decir?

Y ahora he de poner a raya mis sentimientos. Pienso en lo parecidos que son esos dos rostros. La misma felicidad, la misma tristeza, la misma buena estrella, los mismos defectos.

Me veo a mí misma y a mi madre, allá en China, cuando yo era una chiquilla.

***

Cierta vez mi madre, tu abuela, me dijo cuál sería mi suerte, que mi carácter me conduciría a circunstancias buenas y malas. Estaba sentada ante el tocador, con su espejo enorme, y yo de pie detrás de ella, con el mentón apoyado en su hombro. Al día siguiente empezaba el año nuevo. Yo tendría diez años, según el cómputo chino, y se trataba de un cumpleaños importante para mí. Tal vez por esta razón mi madre no me criticaba demasiado. Me estaba mirando el rostro.

– Eres afortunada -me dijo, tocándome la oreja-. Tienes las orejas como yo, con el lóbulo grande y grueso, muy carnoso en la parte inferior, lleno de bendiciones. Hay personas que nacen muy pobres. Sus orejas son muy delgadas, están muy pegadas a la cabeza, y por eso nunca pueden oír que la suerte las llama. Tú tienes unas orejas como es debido, pero debes escuchar para captar tus oportunidades.

Deslizó su delgado dedo por mi nariz.

– Tienes una nariz como la mía. Las fosas no son demasiado grandes, por lo que tu dinero no se escapará. Es recta y suave, una buena señal. Una muchacha con la nariz torcida es proclive a la desgracia. Siempre va en pos de lo que no le conviene, de las personas que no le interesan, de la peor suerte. -Me dio unos golpecitos en el mentón y luego tocó el suyo-: No es muy corto ni muy largo. Nuestra longevidad será adecuada, no pereceremos demasiado pronto ni viviremos tanto como para ser una carga.

Me apartó el pelo de la frente.

– Somos iguales -concluyó mi madre-. Quizá tu frente es más ancha, por lo que serás incluso más inteligente. Y tienes el cabello espeso, el movimiento del pelo está bajo, en la frente, lo cual significa que sufrirás algunas penurias en tu juventud. Lo mismo me sucedió a mí. ¡Pero mira qué alto tengo ahora ese perfil! Es una bendición en mi ancianidad. Más tarde aprenderás a preocuparte y también perderás tu pelo.

Me cogió el mentón, volvió mi rostro hacia ella y me miró a los ojos. Movió mi rostro a un lado y luego al otro.

– Hay sinceridad y vehemencia en tus ojos. Me siguen y muestran respeto. No miran abajo, avergonzados. No se resisten volviéndose hacia el otro lado. Serás buena esposa, madre y nuera.

Cuando mi madre me dijo esas cosas, yo era pequeña todavía. Y aunque dijo que parecíamos iguales, yo quería parecerme más. Si ella levantaba los ojos con una expresión de sorpresa, yo quería que los míos hicieran lo mismo. Si su boca adoptaba un rictus de desdicha, yo también quería sentirme desdichada.

Era muy parecida a mi madre. Eso ocurría antes de que las circunstancias nos separaran: una inundación que obligó a mi familia a dejarme atrás, mi primer matrimonio en el seno de una familia que no me quería, guerra en todas partes y, más tarde, un océano que me llevó a un nuevo país. Ella no vio cómo cambiaba mi rostro en el transcurso de los años, cómo empezaba a languidecer mi boca, cómo empecé a preocuparme pero aun así no perdía el pelo, cómo mis ojos empezaron a adoptar las expresiones norteamericanas. No me vio fruncir la nariz en un traqueteante y abarrotado autobús en San Francisco. Tu padre y yo íbamos camino de la iglesia para agradecer a Dios todas nuestras bendiciones, pero tuve que restar un poco de agradecimiento por mi olfato.

Es difícil mantener tu semblante chino en Estados Unidos. Al principio, antes incluso de llegar, tuve que ocultar mi verdadero yo. Pagué a una muchacha china de Pekín, que se había educado en Norteamérica, para que me enseñara cómo hacerla.

– En Estados Unidos no puedes decir que quieres vivir allí para siempre -me dijo-. Si eres china, debes decir que admiras sus escuelas, su manera de pensar, debes decir que quieres estudiar y luego regresar y enseñar a los chinos lo que has aprendido.

– ¿Qué debo decirles que quiero aprender? Si me hacen preguntas y no sé responderlas…