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No me reí, aunque ése era un poema que él recitaba muy mal. Lloré con sincera alegría. Me sentía como si estuviera en el agua, debatiéndome para salir pero, a la vez, deseando quedarme dentro. Así llegué a quererle, así sucede cuando una persona une su cuerpo al tuyo y una parte de tu mente se debate para unirse a esa persona contra tu voluntad.

Me convertí en una extraña para mí misma. Realzaba mi belleza para él. Si me calzaba zapatillas, elegía un par que a él sin duda alguna le gustaría. Cada noche me cepillaba el pelo noventa y nueve veces, a fin de atraer la suerte a nuestro lecho nupcial, con la esperanza de concebir un hijo.

La noche que él engendró un hijo en mí, una vez más lo supe antes de que ocurriera. Supe que era un varón, vi su cuerpecillo en mi matriz. Tenía los ojos de mi marido, grandes y muy separados, tenía los dedos largos, gruesos lóbulos en las orejas y un pelo liso y brillante que se iniciaba muy arriba para revelar la frente ancha.

Precisamente porque mi alegría fue tan grande, llegué a experimentar tanto odio. Pero cuando estaba en el apogeo de mi felicidad, tuve una preocupación que comenzó exactamente encima de mi frente, en el lugar donde conoces las cosas. Más adelante esa preocupación fue deslizándose hacia mi corazón, donde sientes las cosas y se vuelven reales.

Mi marido empezó a realizar muchos viajes de negocios al norte. Estos viajes se iniciaron poco después de que nos casáramos, pero se hicieron más largos después de que yo quedara embarazada. Recordé que el viento del norte había soplado suerte y marido hacia mí, por lo que de noche, cuando él estaba ausente, abría de par en par las ventanas de mi dormitorio, incluso cuando hacía frío, para que el viento me trajera de nuevo su espíritu y su corazón.

Lo que no sabía era que el viento del norte es el más frío. Penetra en el corazón y arrebata el calor. El viento adquirió tal fuerza que se llevó a mi marido de mi dormitorio haciéndole salir por la puerta trasera. Mi tía más joven me comunicó que mi marido me había dejado para vivir con una cantante de ópera.

Más tarde todavía, cuando superé mi aflicción y llegué a no albergar en mi pecho más que desesperación y odio, mi tía más joven me habló de otras mujeres, bailarinas y señoras norteamericanas, prostitutas, una prima incluso más joven que yo y que se marchó misteriosamente a Hong Kong, poco después de que mi marido desapareciera.

Así pues, le hablaré a Lena de mi vergüenza. Le diré que fui rica y bella, demasiado buena para un hombre cualquiera, y que me convertí en una mercancía abandonada. Le diré que, a los dieciocho años, la belleza desapareció de mis mejillas y que pensé en arrojarme al lago como otras mujeres deshonradas. Y le diré que maté al bebé por el odio que llegué a sentir hacia aquel hombre.

Saqué al bebé de mi matriz antes de que pudiera nacer. En aquel tiempo, en China, matar a un bebé antes de que naciera no era nada malo. Pero incluso entonces pensé que sí lo era, porque un terrible deseo de venganza fluyó de mi cuerpo con los jugos del hijo primogénito de aquel hombre.

Cuando las enfermeras me preguntaron qué debían hacer con el bebé sin vida, les arrojé un periódico y les dije que lo envolvieran como a un pescado y lo arrojaran al lago. Mi hija cree que no sé lo que significa no desear un bebé.

Cuando mi hija me mira, ve a una vieja menuda, porque sólo me ve con los ojos externos. No tiene chuming, conocimiento interior de las cosas. Si tuviera chuming vería a una mujer que es como un tigre, y sentiría prevención y temor.

Nací en el año del Tigre. Fue un año muy malo para nacer, pero un año muy bueno para ser un Tigre. Aquel año entró en el mundo un espíritu maligno. Los habitantes del campo morían como pollos en un día tórrido de verano, mientras que los de la ciudad se convirtieron en sombras, entraron en sus hogares y desaparecieron. Los recién nacidos no engordaban. La carne se desprendía de sus huesos al cabo de unos días y morían.

El espíritu maligno permaneció cuatro años en el mundo. Pero yo procedía de un espíritu más fuerte todavía y viví. Eso es lo que me dijo mi madre cuando tuve edad suficiente para saber por qué siempre ponía tanto empeño en salirme con la mía.

Entonces me contó por qué el tigre es dorado y negro. Este animal tiene dos aspectos. El lado dorado salta con su corazón feroz, mientras que el lago negro permanece inmóvil, lleno de astucia, ocultando su oro entre los árboles, viendo sin ser visto, esperando con paciencia a que lleguen las presas. Yo no aprendí a usar mi lado negro hasta que aquel mal hombre me abandonó.

Me volví como las mujeres del lago. Cubrí con paños los espejos de mi dormitorio para no ver mi aflicción. Perdí las fuerzas, hasta tal punto que ni siquiera podía levantar las manos para ponerme alfileres en el pelo. Y entonces floté como una hoja muerta sobre el agua, hasta que salí de la casa de mi suegra y regresé al hogar de mi familia.

Me fui al campo, en las afueras de Shanghai, para vivir con la familia de un primo segundo. Me quedé en aquella casa diez años, y si me preguntas qué hice durante esos largos años, sólo puedo decir que esperé entre los árboles. Dormía con un ojo cerrado y el otro abierto y vigilante.

No hacía ningún trabajo. La familia de mi primo me trataba bien porque yo era la hija de la familia que los mantenía. La casa era de aspecto pobre y en ella se hacinaban tres familias. No era cómodo vivir allí, yeso era lo que yo quería. Los bebés gateaban por el suelo entre ratones. Los pollos entraban y salían como los toscos invitados campe,¡nos de mis familiares, Comíamos en la cocina, en medio del pringue depositado en todas partes por las frituras. ¡Y las moscas! Si dejabas un cuenco con unos granos de arroz, por pocos que fueran, no tardarías en encontrarlo cubierto de ávidas moscas, hasta tal punto que parecería un cuenco viviente de sopa de alubias negras. Así de pobres eran aquellos campos.

Al cabo de diez años estaba dispuesta. Ya no era una muchacha, sino una mujer extraña, todavía casada pero sin marido. Fui a la ciudad con los dos ojos bien abiertos. Era como si el cuenco de moscas negras se hubiera vertido en las calles. Por todas partes había gente moviéndose, hombres desconocidos que se abrían paso empujando a mujeres desconocidas sin que a nadie le importara.

Con el dinero de mi familia me compré ropa nueva, trajes rectos y modernos. Me corté el largo pelo al estilo que entonces estaba de moda, como un muchacho. Estaba tan cansada de no hacer nada durante tantos años que decidí trabajar, y lo hice como dependienta en una tienda.

No tuve necesidad de aprender a halagar a las mujeres. Conocía las palabras que ellas deseaban oír. Un tigre sabe producir un suave y profundo ronroneo dentro de su pecho y hacer que hasta los conejos se sientan seguros y satisfechos.

Aunque ya era una mujer madura, volví a ser bonita. Esto era un don. Llevaba ropas mucho mejores y más caras que las que se vendían en la tienda. Y esto incitaba a las mujeres a comprar las prendas baratas, porque creían que podrían parecer tan bonitas como yo.

Fue en aquella tienda, trabajando como una campesina, donde conocí a Clifford St. Clair. Era un norteamericano corpulento y pálido que compraba las prendas baratas de la tienda y las enviaba a ultramar. Fue su apellido lo que me hizo saber que me casaría con él.

– Mister Saint Clair -me dijo en inglés, y añadió en su chino indistinto, desentonado-: Como el ángel de la luz.

Ni me gustaba ni me dejaba de gustar, no le encontraba atractivo ni desagradable. Pero supe una cosa: supe que él era una señal de que mi lado negro no tardaría en marcharse.

Saint me cortejó durante cuatro años a su extraña manera. Aunque yo no era la propietaria de la tienda, él siempre me saludaba, me estrechaba la mano y la retenía durante largo rato. Sus palmas siempre estaban húmedas, incluso después de casarnos. Era limpio y simpático, pero olía como un extranjero, tenía un olor a cordero que no desaparecía por mucho que se lavara.

Era amable, pero kechi, demasiado cortés. Me hacía regalos baratos: una figurita de cristal, un broche de vidrio tallado, un encendedor coloreado de plata. Saint actuaba como si esos regalos no tuvieran ninguna importancia, como si él fuese un hombre rico que ofrecía a una pobre muchacha campesina cosas que nunca habíamos visto en China.

Pero me fijaba en su expresión mientras yo abría las cajas. Inquieto y deseoso de complacer. No sabía que aquellas cosas no eran nada para mí, habituada a riquezas que él ni siquiera podía imaginar.

Siempre aceptaba sus regalos con elegancia, protestando siempre lo suficiente, ni muy poco ni demasiado. No le es timulaba, pero como sabía que aquel hombre sería algún día mi marido, guardaba cuidadosamente aquellas baratijas sin valor en una caja, cada una envuelta en papel de seda. Sabía que algún día él querría vedas de nuevo.

Lena cree que Saint me rescató del pobre villorrio del que le dije que procedo. Está en lo cierto y se equivoca a la vez. Mi hija no sabe que Saint tuvo que esperar pacientemente durante cuatro años, como un perro ante una carnicería.

¿Por qué decidí finalmente casarme con él? Aguardaba la señal de cuya llegada estaba segura, y tuve que esperar hasta 1946.

Recibí una carta de Tientsin, no de mi familia, pues creían que había muerto, sino de mi tía más joven. Supe lo que decía antes de rasgar el sobre: mi marido había muerto. Había dejado a su cantante de ópera mucho tiempo atrás y vivía con una chica de clase baja, una joven sirvienta, pero de carácter fuerte y temeraria, incluso más que él, y cuando intentó abandonada, ella ya había afilado su cuchillo de cocina más largo.

Yo creía que aquel hombre había secado en el pasado todos los sentimientos de mi corazón, pero ahora fluyó algo fuerte y amargo, y me hizo sentir otro vacío que no había creído posible. Le maldije en voz alta, para que pudiera oírme: tienes ojos de perro, saltabas y seguías a quienquiera que te llamara, y ahora estás persiguiendo tu propia cola.

Así pues, tomé la decisión. Permití a Saint casarse conmigo. Me resultó muy fácil. Era la hija de la esposa de mi padre. Hablé en voz temblorosa, palidecí, enfermé, adelgacé más. Me abandoné hasta convertirme en un animal herido. Dejé que el cazador viniera a mí y me convirtiera en el espectro de un tigre. Abandoné de buen grado mi chi, el espíritu que me causó tanto dolor.

Ahora era un tigre que ni se abalanzaba ni yacía acechando entre los árboles. Me convertí en un espíritu invisible.