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39. Me llamo Ester

¡Qué bonito es llorar todas juntas! Durante el funeral del padre de mi pobre Seküre se reunieron en su casa familia, parientes, comadres y amigas, y mientras ellas lloraban yo también estuve largo rato golpeándome el pecho y derramando lágrimas. A veces me apoyaba en la hermosa muchacha que tenía a mi lado y lloraba balanceándome dulcemente con ella y a veces cambiaba de tono y derramaba lágrimas suspirando por mi vida miserable y por mis propios problemas. Si pudiera llorar así una vez por semana me olvidaría de que tengo que pasarme el día andando por las calles para ganarme el pan, de las burlas que me dedican por ser gorda y judía y me convertiría en una Ester todavía más parlanchína de lo habitual.

También me gustan las ceremonias, tanto porque puedo olvidarme de que soy una oveja negra en medio de la multitud, como porque puedo comer hasta hartarme. Me encantan el baklava , la pasta de menta, el pan con dulce de almendras y los frutos secos de los días de fiesta; el arroz con carne y los hojaldres de las circuncisiones; tomar zumo de cerezas en los desfiles de Nuestro Sultán en el Hipódromo; picotear el turrón de sésamo, miel y almizcle que envían los vecinos después de los entierros.

Salí en silencio hasta la antesala, me puse los zapatos y bajé al piso inferior. Antes de volver a la cocina oí un ruido extraño por la puerta medio abierta de la habitación que había junto al establo, di un par de pasos, miré dentro y vi que Sevket y Orhan habían atado con cuerdas al hijo de una de las mujeres que lloraban en el piso de arriba y que le estaban pintando la cara con uno de los viejos pinceles del difunto. «Si intentas escapar, te pegaremos así», dijo Sevket dándole una bofetada al niño.

– Hijo mío, ¿no podríais jugar tranquilitos sin haceros daño? -le dije con mi voz más aterciopelada y falsa.

– ¡Tú no te metas! -me gritó Sevket.

Junto a ellos vi a la hermana del chico al que estaban zurrando, una niña rubia, pequeña y asustada, y por alguna extraña razón me sentí completamente identificada con ella. ¡Olvídate de todo, Ester!

En la cocina Hayriye me miró de arriba abajo suspicaz.

– Estoy seca de tanto llorar, Hayriye -le dije-. Dame un vaso de agua, por el amor de Dios.

Me lo dio en silencio. Antes de beber la miré a los ojos, hinchados por el llanto.

– Pobre señor Tío, dicen que en realidad ya estaba muerto antes de la boda de Seküre -comenté-. No hay quien le cierre la boca a la gente. Incluso dicen que no ha muerto de muerte natural.

Por un momento se miró de una manera bastante llamativa la punta de los pies. Luego levantó la cabeza y sin mirarme dijo:

– Que Dios nos proteja de las calumnias.

Su primer gesto significaba que lo que yo había dicho era cierto y el tono de sus palabras dejaba notar que las decía obligada.

– ¿Qué es lo que pasa? -le pregunté de repente susurrando como si fuera su confidente.

Por supuesto, la indecisa Hayriye ya había podido comprobar que no le quedaba ninguna esperanza de dominar a Seküre después del fallecimiento del señor Tío. Poco antes era ella la que lloraba de forma mas sincera en el piso de arriba.

– ¿Qué va a ser de mí ahora? -dijo.

– Seküre te quiere mucho -repliqué con la voz de quien está acostumbrada a dar noticias. Levantando las tapaderas de las cazuelas alineadas entre el tarro de jalea y el de pepinillos, metiendo el dedo en algunas para tomar un trocito de un lado para probarlo o simplemente acercando la nariz y oliendo otras, le pregunté quién había enviado cada uno de los platos de dulce.

Hayriye me lo estaba explicando, «Éste de Kasim Efendi de Kayseri, éste del asistente del taller de ilustradores que vive dos calles más allá, éste de la familia de Hamdi el Zurdo, el cerrajero, éste de la recién casada de Edirne», cuando Seküre la interrumpió.

– Kalbiye, la mujer del difunto Maese Donoso, ni ha venido a darnos el pésame, ni ha enviado recado, ¡ni dulce!

Cruzó la puerta de la cocina en dirección al zaguán que daba a las escaleras. Comprendí que quería hablar conmigo lejos de Hayriye y la seguí.

– Maese Donoso no tenía ninguna enemistad con mi padre. El día de su entierro hicimos dulce y se lo enviamos. Quiero saber qué pasa -me dijo Seküre.

– Ahora mismo voy, se lo preguntaré y me enteraré -contesté comprendiendo lo que se le estaba pasando por la cabeza a Seküre.

Me besó por no hacerle perder el tiempo. Estuvimos un rato abrazadas mientras el frío del patio nos calaba hasta los huesos. Luego le acaricié el pelo a mi hermosa Seküre.

– Ester, tengo miedo -me dijo.

– No tengas miedo, preciosa mía. No hay mal que por bien no venga. Mira, por fin te has casado.

– Pero no sé si he hecho bien -contestó-. Y como no lo sé, no he dejado que se me acerque. Me he pasado la noche junto a mi pobre padre.

Abrió enormemente los ojos mirándome a los míos como si dijera «¿Me entiendes?».

– Hasan dice que vuestra boda no tiene ningún valor ante el cadí. Te envía esto.

Por mucho que dijera «Se acabó», Seküre abrió de inmediato la pequeña nota y la leyó, pero esta vez no me dijo qué era lo que había leído.

Tenía razón, porque no estábamos en absoluto solas en aquel patio en el que permanecíamos abrazadas: arriba, un carpintero pegajoso que estaba colocando el postigo de la ventana de la antesala, que por alguna razón desconocida se había roto aquella mañana y se había caído al patio, nos estaba observando tanto a nosotras como a las mujeres que lloraban dentro, mientras, al mismo tiempo, Hayriye salía de la casa a la carrera para abrir la puerta al hijo de un vecino leal, que estaba gritando «¡Traigo dulce!».

– Debe hacer bastante que lo han enterrado -dijo Seküre-. Ahora el alma de mi pobre padre se habrá separado de su cuerpo por última vez para no volver nunca más y se estará elevando hacia el cielo, puedo sentirlo.

Se apartó de mis brazos y rezó largo rato mirando al cielo radiante.

De repente me sentí tan alejada de ella y tan extraña que no me habría sorprendido ser la nube que Seküre miraba en el cielo. En cuanto terminó su oración, la hermosa Seküre me besó cariñosa los ojos.

– Ester, mientras el asesino de mi padre siga vivo ni mis hijos ni yo tendremos paz en este mundo.

Me agradó que ni siquiera mencionara a su marido.

– Ve a casa de Maese Donoso, tírale de la lengua a su mujer y entérate de por qué no nos han enviado dulce. Házmelo saber enseguida.

– ¿Tienes algo que decirle a Hasan?

Sentí vergüenza no por haberlo preguntado, sino porque no me atreví a mirarla a la cara mientras lo preguntaba. Para que no se me notara, detuve a Hayriye y levanté la tapadera de la cazuela.

– Oh, dulce de sémola con pistachos -dije echándome un poco a la boca-. Y le han puesto también toronjas.

Me hizo sentirme feliz ver que por un momento Seküre me sonreía dulcemente como si todo fuera bien.

Recogí mi atadillo, me marché de allí y todavía no había dado un par de pasos cuando vi a Negro en el otro extremo de la calle. Podía darme cuenta por su sonrisa presuntuosa que el recién casado, cuyo suegro acababan de enterrar, estaba muy satisfecho de la vida. Para no aguarle la fiesta me aparté del camino, me introduje en el bosque y crucé el jardín de la casa del hermano ahorcado de la amante del famoso médico judío Mose Hamon. Cada vez que paso por ese jardín que huele a muerte me da tanta tristeza que se me olvida que tengo que encontrar un cliente que compre la casa.

Ese mismo olor a muerte lo había también en casa de Maese Donoso pero no había ninguna tristeza en absoluto. Yo, Ester, que he entrado en miles de casas y he conocido a miles de viudas, sé que las mujeres que pierden antes de tiempo a sus maridos son poseídas o por la derrota y la tristeza o por la furia y la rebelión (mi Seküre se había llevado un poco de todo). La señora Kalbiye había bebido el veneno de la rabia y pude ver que aquello facilitaría mi trabajo.

Como todas las mujeres orgullosas con quienes la vida se ha portado cruelmente, la señora Kalbiye sospechaba acertadamente que todos los que llamaban a su puerta en días aciagos lo hacían para compadecerse de ella o, lo que era aún peor, para regocijarse secretamente de su situación viendo el miserable estado en que se encontraba y, por lo tanto, no intentaba entablar una agradable conversación e iba al grano directamente sin dejarse llevar por debilidades como querer ganarse al prójimo ni dedicarse a charlar sólo por el gusto de hablar. ¿Por qué había llamado Ester a su puerta aquella tarde mientras Kalbiye dormía la siesta a solas con su pena? Como sabía que no le interesarían las nuevas sedas del barco recién llegado de China ni los pañuelos de Bursa, ni siquiera aparenté querer abrir mi atado, no me anduve con rodeos y le conté lo que le preocupaba a mi llorosa Seküre.

– A la pobre Seküre la entristece pensar que ha podido ofender sin darse cuenta a la señora Kalbiye, con quien comparte la misma pena.

La señora Kalbiye confirmó con un tono orgulloso que, en efecto, no había enviado recado a Seküre ni había preguntado por ella, que no había ido a darle el pésame ni a compartir su luto y que ni siquiera había podido soportar la idea de preparar dulce y enviárselo. Por supuesto, detrás de toda aquella jactancia había un júbilo que no podía ocultar: que Seküre se hubiera dado cuenta de que la había ofendido. Y a partir de ese punto débil fue desde donde vuestra astuta Ester intentó enterarse de la razón de su enfado y de lo que ocurría en realidad.

Kalbiye no tardó mucho en explicarme que estaba furiosa con el difunto señor Tío a causa del libro que estaba preparando. Me dijo que su difunto marido había aceptado el trabajo no para ganarse unos cuantos ásperos de más, sino porque el señor Tío le había convencido de que la preparación del libro obedecía a una orden del sultán. Pero su difunto marido le había explicado que se había sentido intranquilo cuando comenzó a ver que aquellas páginas que el señor Tío le había hecho iluminar tantas veces dejaban lentamente de ser páginas ilustradas para convertirse directamente en pinturas y que aquellas pinturas incluían señales de impiedad, de herejía e incluso de blasfemia, y que había comenzado a tener dudas sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. Como ella era una mujer mucho más cuerda y cuidadosa que Maese Donoso, añadió prudentemente que todas aquellas dudas no habían surgido de repente sino poco a poco y que había logrado calmar al pobre difunto Maese Donoso diciéndole que sus preocupaciones eran infundadas ya que nunca se había encontrado con una blasfemia evidente. De hecho el difunto Maese Donoso nunca se perdía los sermones de Nusret, el predicador de Erzurum, y se sentía sinceramente incómodo si no rezaba a su hora. De la misma manera que sabía que ciertos infames del taller se reían de él por aquella devota fe suya, era consciente de que aquellas desvergonzadas burlas se debían a la envidia que sentían por su talento y su arte.