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– Si se registran los hogares y los lugares de trabajo de esos maestros ilustradores y la página perdida aparece en alguno de ellos, se sabrá enseguida que Negro tenía razón -dije-. Pero si siguen siendo mis hijos queridos, mis ilustradores de manos milagrosas, a quienes conozco desde que eran aprendices, ninguno de ellos sería capaz de hacer daño a nadie.

– Registraremos palmo a palmo, hasta el fondo, las casas, los lugares de trabajo, las tiendas, si es que las tienen, todo lo que pertenezca a Aceituna, a Cigüeña y a Mariposa -dijo el Comandante de la Guardia usando de manera burlona los sobrenombres que yo les había dado con tanto amor-. Y los de Negro… -luego adoptó una expresión de desesperación-. Gracias a Dios hemos conseguido permiso del señor Cadí para recurrir a la tortura en esta difícil situación. Ha dicho que la tortura es acorde a la ley teniendo en cuenta que ha sido asesinada una segunda persona relacionada de cerca con los ilustradores, lo cual hace que estén todos bajo sospecha, del aprendiz al maestro.

Medité en silencio: 1. Si decía que la tortura era acorde a la ley, era porque Nuestro Sultán no les había dado permiso personalmente. 2. Si el cadí consideraba que todos los ilustradores estaban bajo sospecha, y si tenemos en cuenta que yo, como jefe de los talleres, había sido incapaz de descubrir y entregar al culpable, eso significaba que se sospechaba de mí también. 3. Comprendía que me pedían mi aprobación, expresa o tácita, antes de torturar a los miembros del taller del cual era jefe, a mis queridos Mariposa, Aceituna, Cigüeña y a los demás, quienes, por otra parte, me habían estado traicionando en los últimos años.

– Como Nuestro Sultán quiere que se terminen como es debido no sólo el Libro de las festividades sino también este otro que ahora sabemos que aún está a medias -dijo el Tesorero Imperial-, nos preocupa que la tortura pueda afectar a las manos, a los ojos o al talento de los maestros -se volvió hacia mí-. ¿Es así?

– Se produjo una situación similar hace relativamente poco -dijo con rudeza el Comandante de la Guardia-. Uno de los orfebres y joyeros que se encargan de las reparaciones atendió a las tentaciones del Diablo, se encaprichó como un niño de una taza de café con el asa de rubí de Necmiye Sultán, la hermana de Nuestro Soberano, y la robó. Como el hurto, que sumió en la tristeza a la hermana del Sultán, a quien le gustaba mucho la taza, se produjo en el palacio de Üsküdar, Nuestro Señor me encargó del asunto. Me di cuenta de que tanto Nuestro Sultán como Necmiye Sultán estaban sumamente preocupados por el talento, los ojos y los dedos de los maestros joyeros y orfebres. De inmediato ordené que desnudaran a los maestros joyeros y que los arrojaran entre los hielos y las ranas del congelado estanque de Palacio. De vez en cuando los sacaba y los azotaba con violencia pero teniendo cuidado de que no se les tocaran la cara ni las manos. Poco después el joyero que había sucumbido a la tentación confesó su culpa y aceptó su castigo. Pero ni los ojos ni los dedos de los demás maestros joyeros, a pesar del agua helada, del frío y de los azotes, sufrieron el menor daño porque tenían el corazón puro. Incluso el sultán me dijo que su hermana estaba muy contenta y que los joyeros trabajaban con más alegría ahora que se había arrancado la mala hierba de entre ellos.

Estaba seguro de que el Comandante de la Guardia se portaría con mayor dureza con mis maestros ilustradores que con los joyeros. Por mucho respeto que sintiera por el entusiasmo de Nuestro Sultán por los libros, pensaba que el único arte respetable era la caligrafía y, como muchos otros, despreciaba la ilustración y la pintura en general como algo que se movía en las fronteras de la herejía, como algo innecesario que debía ser castigado, incluso como algo digno de mujeres.

– Mientras usted sigue al mando, todavía en plenitud de sus fuerzas, sus queridos ilustradores ya han empezado a enredar para ver quién será gran ilustrador después de su muerte -dijo para provocarme.

¿Había un nuevo rumor, un nuevo enredo que desconocía? Me contuve y guardé silencio. El Tesorero Imperial se daba cuenta de sobra de la furia que sentía hacia él por haberle encargado el libro a mis espaldas a aquel difunto medio imbécil y hacia mis compañeros ilustradores, unos desagradecidos que se habían prestado a pintar en secreto para aquel libro con el objeto de conseguir su favor y cuatro o cinco ásperos de más.

En cierto momento me descubrí imaginándome qué tipo de torturas se les podría infligir a mis ilustradores. En las torturas de un interrogatorio no arrancan la piel porque eso no tiene vuelta atrás, ni empalan, como se hace con los rebeldes, porque eso es más bien una manera de matar para dar ejemplo; tampoco era posible que a los ilustradores les rompieran en pedazos brazos, piernas y dedos. Por lo que había podido entender por los tuertos que había comenzado a ver menudear por las calles de Estambul, eso era algo que se hacía mucho en los últimos tiempos, pero, por supuesto, tampoco era lo más adecuado para maestros ilustradores. Así pues comencé a imaginarme a mis queridos ilustradores tiritando entre los nenúfares en un estanque frío como el hielo en algún recóndito rincón de los Jardines Privados mirándose unos a otros con odio y de repente me apeteció echarme a reír. Pero se me encogió el corazón al imaginar cómo aullaría Aceituna cuando le marcaran las carnes con un hierro al rojo y cómo empalidecería la piel de mi querido Mariposa encadenado en una mazmorra. Ni siquiera fui capaz de pensar que le dieran bastinado como a un vulgar aprendiz de ladrón a mi querido Mariposa, cuyo talento y amor por la pintura hacían que a veces se me saltaran las lágrimas, y me quedé petrificado.

Por un momento mi anciana mente se calló hechizada por el profundo silencio que había en su interior. En tiempos pintábamos juntos con amor olvidados de todo.

– Son los mejores maestros ilustradores de Nuestro Sultán -les dije-No se ensañen con ellos.

El Tesorero Imperial se levantó complacido de su asiento, cogió una pila de papeles de un atril que había en el otro extremo de la habitación, los puso ante mí y, como si la habitación estuviera a oscuras, colocó a mi lado dos grandes candelabros con velas gruesas cuyas llamas ondeaban. Eran las famosas ilustraciones.

¿Cómo podría explicaros lo que vi mientras pasaba mis lentes sobre ellas? Me apetecía reírme, pero no porque fueran cómicas. Me sentía furioso, pero no porque fueran algo que hubiera que tomar en serio. Era como si el señor Tío les hubiera dicho a mis maestros ilustradores que pintaran no como si fueran ellos, sino como si fuesen otros. Como si les hubiera forzado a recordar cosas que nunca hubieran poseído, a que soñaran un futuro que nunca hubieran querido vivir. Y lo más increíble era que se estaban matando por aquellas ridiculeces.

– ¿Podría decirnos observando estas ilustraciones cuáles pertenecen al pincel de qué ilustrador? -me preguntó el Tesorero Imperial.

– Sí -le repuse furioso-. ¿Dónde han encontrado estas pinturas?

– Las trajo el propio Negro y me las entregó. Intenta limpiar su nombre y el de su difunto Tío.

– Tortúrenlo cuando lo interroguen -le dije-. Veamos qué otros secretos ocultaba su difunto Tío.

– Hemos enviado un hombre para que lo traiga -dijo entusiasmado el Comandante de la Guardia-. Registraremos la casa entera del recién casado a sus espaldas.

Luego en los rostros de ambos apareció una extraña luz, un rayo de miedo y admiración, y se pusieron en pie de un salto.

Sin necesidad de darme la vuelta comprendí que había entrado Su Majestad Nuestro Sultán, Escudo del Mundo.