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No es en los anchos campos o en los jardines grandes donde veo llegar la primavera. Es en los pocos árboles pobres de una plazuela de la ciudad. Allí, el verdor destaca como una dádiva y es alegre como una tristeza buena.
Amo estas plazuelas solitarias, intercaladas entre calles de poco tránsito, y sin más tránsito, ellas mismas, que las calles. Son claros inútiles, cosas que esperan, entre tumultos distantes. Son de aldea en la ciudad.
Paso por ellas, subo cualquiera de las calles que afluyen a ellas, después bajo de nuevo esa calle, para regresar a ellas. Vista desde el otro lado es diferente, pero la misma paz deja dorarse de añoranza súbita -sol en el ocaso- el lado que no había visto a la ida.
Todo es inútil y yo lo siento como tal. Cuanto viví se me ha olvidado como si lo oyera distraído. Cuanto seré no lo recuerdo como si lo hubiera vivido y olvidado.
Un ocaso de congoja leve flota vago en torno a mí. Todo se enfría, no porque se enfríe, sino porque he entrado en una calle estrecha y la plazuela ha cesado.
31-5-1932.