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Amo, en las tardes demoradas del verano, el sosiego de la parte baja de la ciudad, y sobre todo ese sosiego que el contraste acentúa allí donde el día se sumerge en un bullicio mayor. La Calle del Arsenal, la Calle de la Aduana, la prolongación de las calles tristes que se arrastran hacia el este a partir de donde termina la Aduana, toda la línea apartada de los muelles tranquilos -todo esto me consuela tristemente, si me introduzco, esas tardes, en la soledad de su conjunto. Vivo una época anterior a aquella en que vivo; disfruto de sentirme coevo de Cesário Verde [113] , y tengo en mí, no otros versos como los suyos, sino la substancia igual a la de los versos que fueron suyos.
Arrastro por allí, hasta que llega la noche, una sensación de vida parecida a la de esas calles. De día, están llenas del bullicio que no quiere decir nada; de noche, están llenas de una falta de bullicio que no quiere decir nada. Yo, de día soy nulo, y de noche soy yo. No existe diferencia entre mí y las calles del lado de la Aduana, salvo que ellas son calles y yo soy alma, lo que puede ser que no valga nada ante lo que es la esencia de las cosas. Hay un destino igual porque es abstracto, para los hombres y para las cosas -una designación igualmente indiferente en el álgebra del misterio.
Pero hay algo más… En estas horas lentas y vacías, me sube del alma a la mente una tristeza de todo el ser, la amargura de ser al mismo tiempo una sensación mía y una cosa exterior, que no está en mi poder alterar. ¡Ah, cuántas veces mis propios sueños se me imponen como cosas, no para substituirme a la realidad, sino para confesárseme sus pares en no quererlos yo, en surgirme por fuera como el tranvía que da la vuelta en la curva del extremo de la calle, o la voz del pregonero nocturno, de no sé qué cosa, que se destaca, tonada árabe, como un borbotón súbito, de la monotonía del atardecer [114] .
Pasan matrimonios futuros, pasan las parejas de modistillas, pasan jóvenes con urgencia de placer, fuman en el paseo de siempre los jubilados de todo, en una u otra puerta se resguardan los vagos parados que son dueños de las tiendas. Lentos, fuertes y débiles los reclutas sonambulizan en grupos ora muy ruidosos [115] , ora más que ruidosos. Gente normal surge de vez en cuando. Allí los automóviles no son muy frecuentes a estas horas […] En mi corazón hay una paz de angustia, y mi sosiego está hecho de resignación.
Pasa todo esto y nada de todo esto me dice nada, todo es ajeno a mi sentir, […] cuando el acaso tira piedras, ecos de voces desconocidas -ensalada colectiva de la vida.
El cansancio de todas las ilusiones y de todo lo que hay en las ilusiones: su pérdida, la inutilidad de tenerlas, el antecansancio de tener que tenerlas para perderlas, la amargura de haberlas tenido, la vergüenza intelectual de haberlas tenido sabiendo que tendrían tal fin.
La conciencia de la inconsciencia de la vida es el más antiguo impuesto a la inteligencia. Hay inteligencias inconscientes brillos del espíritu, cadenas del entendimiento, voces […] y filosofías que tienen el mismo entendimiento que los reflejos corporales, que la administración que el hígado y los riñones hacen de sus secreciones.
[113] Cesário Verde (1855-1886) fue uno de los precursores de la poesía portuguesa contemporánea. Pessoa fue gran admirador suyo, y su heterónimo Alvaro de Campos da muestras de estar influido por él.
[114] Hasta aquí este fragmento fue publicado en Solução Editora, nº 2, 1929, pg 25 suscrito por Fernando Pessoa. Como se observará, el resto, que inicia una variación sobre el tema, está sin terminar.