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Me sentí inquieto ya. De repente, el silencio había dejado de respirar.
Súbitamente, de acero, un día infinito se astilló. Me agaché, animal, contra la mesa, con las manos garras inútiles encima del tablero liso. Una luz sin alma entró en los rincones y en las almas, y un sonido de montaña próxima se precipitó de lo alto, rasgando con un grito el velo duro [109] del abismo. Se paró mi corazón. Me latió la garganta. Mi conciencia sólo vio un borrón de tinta en un papel.