370
Todo cuanto de desagradable nos sucede en la vida -figuras ridículas que hacemos, malos gestos que tenemos, lapsos en que caemos de cualquiera de las virtudes- debe ser considerado como meros accidentes exteriores, incapaces de afectar a la substancia del alma. Tomémoslos por dolores de muelas, o de callos, de la vida, cosas que nos molestan, son exteriores a nosotros aunque nuestras, o que sólo tienen que suponer nuestra existencia orgánica, o que preocuparse de lo que hay de vital en nosotros.
Cuando logramos esta actitud, que es, de otro modo, la de los místicos, nos encontramos defendidos, no sólo del mundo, sino de nosotros mismos, pues vencemos a lo que en nosotros hay de exterior, es otro, es lo contrario de nosotros y, por eso, nuestro enemigo.
Por eso Horacio, cuando hablaba del varón justo, que seguiría impávido aunque alrededor de él se hundiese el mundo. La imagen es absurda, justo su sentido. Aunque alrededor de nosotros se hunda lo que fingimos que somos, porque coexistimos, debemos seguir impávidos -no porque seamos justos, sino porque somos nosotros, y ser nosotros es no tener nada que ver con esas cosas exteriores que se hunden, aunque se hundan sobre lo que somos para ellas.
La vida debe ser, para los mejores, un sueño que se niega a confrontaciones.