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La idea de viajar me seduce por translación, como si fuese la idea propia para seducir a alguien que no fuera yo. Toda la vasta visibilidad del mundo me recorre, en un movimiento de tedio coloreado, la imaginación despierta; esbozo un deseo como quien ya no quiere hacer gestos, y el cansancio anticipado de los paisajes posibles me aflige, como un viento torpe, a flor del corazón que se ha estancado.
Y como los viajes las lecturas, y como las lecturas todo… Sueño una vida erudita, entre la familiaridad muda de los antiguos y de los modernos, renovando las emociones mediante las emociones ajenas, llenándome de pensamientos contradictorios en la contradicción de los meditadores y de los que casi han pensado, que son la mayoría de los que han escrito. Pero sólo la idea de leer se me desvanece si tomo de encima de la mesa un libro cualquiera, el hecho físico de tener que leer me anula la lectura… Del mismo modo se me marchita la idea de viajar si acaso me aproximo a donde pueda haber un embarque. Y regreso a las dos cosas nulas de las que estoy seguro, de nulo que soy yo también -a mi vida cotidiana de transeúnte desconocido, y a mis sueños como insomnios de despierto.
Y como las lecturas todo… Desde que algo pueda soñarse como interrumpiendo de veras el transcurso de mis días, levanto los ojos de protesta pesada hacia la sílfide que me es propia, esa, pobrecilla que quizás sería sirena si hubiese aprendido a cantar.