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Releo, lúcido, detenidamente, trecho a trecho, todo cuanto he escrito. Y encuentro que todo es vano y más valiera que no lo hubiese hecho. Las cosas conseguidas, sean imperios o frases, tienen, porque se han conseguido, esa peor parte de las cosas reales que es el saber que son perecederas. No es esto, sin embargo, lo que siento y me duele en lo que hice, en estos lentos momentos en que lo releo. Lo que me duele es que no ha valido la pena hacerlo, y que el tiempo que he perdido en lo que hice no lo he ganado sino con la ilusión, ahora destruida, de haber valido la pena hacerlo.

Todo cuanto buscamos, lo buscamos debido a una ambición, pero esa ambición o no se consigue, y somos pobres, o creemos que la hemos conseguido, y somos unos locos ricos.

Lo que me duele es que lo mejor es malo, y que otro, si lo hubiese, y que yo sueño, lo habría hecho mejor. Todo cuanto hacemos, en el arte o en la vida, es la copia imperfecta de lo que hemos pensado hacer. Desdice, no sólo de la perfección exterior, sino también de la perfección interior; falla, no sólo la regla de lo que debería ser, sino también la regla de lo que creíamos que podía ser. Estamos huecos, no sólo por dentro, sino también por fuera, parias de la anticipación y de la promesa.

¡Con qué vigor del alma solitaria hice página sobre página, viviendo sílaba a sílaba la magia falsa, no de lo que escribía, sino de lo que suponía que escribía! ¡Con qué encantamiento de hechicería irónica me creí poeta de mi prosa, en el momento alado en que ella me nacía, más rápida que los movimientos de la pluma, como un desagravio falaz a los insultos de la vida! Y al final, hoy, releyendo, veo destriparse a mis muñecos, salírseles la paja por los rotos, vaciarse sin haber sido…