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Aquella malicia incierta y casi imponderable que alegra a cualquier corazón humano ante el dolor de los demás, y el desconsuelo ajeno, los empleo en el examen de mis propios dolores, los llevo tan lejos que en ocasiones en que me siento ridículo o mezquino gozo como si fuese otro quien lo estuviese siendo. Mediante una extraña y fantástica transformación de sentimientos, sucede que no siento esa alegría malévola y humanísima ante el dolor y el ridículo ajenos. Siento ante el envilecimiento de los demás, no un dolor, sino una incomodidad estética y una irritación sinuosa. No es por bondad por lo que sucede esto, sino porque quien se vuelve ridículo no es sólo para mí para quien se vuelve ridículo, sino también para los demás, y me irrita que alguien esté siendo ridículo para los demás, me duele que cualquier animal de la especie humana se ría a costa de otro, cuando no tiene derecho a hacerlo. De que los demás se rían a mi costa no me irrito, porque de mí hacia fuera hay un desprecio proficuo y blindado.

Más terribles que cualquier muralla, he puesto verjas altísimas para demarcar el jardín de mi ser, de modo que, viendo perfectamente a los demás, perfectísimamente los excluyo y mantengo otros.

Escoger maneras de no obrar ha sido siempre la atención y el escrúpulo de mi vida.

No me someto al Estado ni a los hombres: resisto inertemente. El Estado sólo puede quererme para una acción cualquiera. No obrando yo, nada consigue de mí. Hoy ya no se mata, y apenas puede molestarme; si eso sucede, tendré que blindar más mi espíritu y vivir más lejos dentro de mis sueños. Pero eso no ha sucedido nunca. Nunca me ha importunado el Estado. Creo que la suerte ha sabido disponer.