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Cuando vine por primera vez a Lisboa, había, en el piso de encima de donde vivíamos, un sonido de piano tocado en escalas, aprendizaje monótono de la señorita que nunca vi. Descubro hoy que, mediante procesos de infiltración que desconozco, tengo todavía en las bodegas del alma, audibles se abren la puerta de allá abajo, las escalas repetidas, tecleadas, de la señorita hoy señora otra, o muerta o encerrada en un lugar blanco donde verdean negros los cipreses.
Yo era un niño, y hoy no lo soy; el sonido, sin embargo, es igual en el recuerdo al que era en la verdad, y tiene, perennemente presente, si se levanta de donde finge que duerme, el mismo lento tecleo, la misma rítmica monotonía. Me invade, de considerarlo o sentirlo, una tristeza difusa, angustiosa, mía.
No lloro la pérdida de mi infancia; lloro el que todo, y en ello la infancia (mía), se pierda. Es la fuga abstracta del tiempo, no la fuga concreta del tiempo -que es mío, que me duele en el cerebro físico por la periodicidad repetida, involuntaria, de las escalas del piano de arriba, terriblemente anónimo y lejano. Es todo el misterio de que nada dura de lo que martillea repetidas cosas que no llegan a ser música, pero son nostalgia, en el fondo absurdo de mi recuerdo.
Insensiblemente, en un erguirse visual, veo la salita que nunca he visto, donde la aprendiz que no he conocido está todavía hoy relacionando, dedo a dedo cuidados, las escalas siempre iguales de lo que ya está muerto. Veo, voy viendo más, reconstruyo viendo. Y todo el hogar del piso de arriba, nostálgico hoy pero no ayer, se va alzando ficticio desde mi contemplación desentendida.
Supongo, sin embargo, que en todo esto soy translaticio, que la nostalgia que siento no es precisamente la mía, ni precisamente abstracta, sino la emoción interceptada de no sé qué tercero, para quien estas emociones, que en mí son literarias, fuesen -como diría Vieira [237] - literales. Es en mi suposición de sentir en la que me duelo y angustio, y las nostalgias, a cuya sensación se me marean los ojos propios, es por imaginación y otredad como las pienso y siento.
Y siempre, con una constancia que viene del fondo del mundo, con una persistencia que estudia metafísicamente, suenan, suenan, suenan, las escalas de quien estudia piano, por la espina dorsal física de mi recuerdo. Son las calles antiguas con otra gente, hoy las mismas calles diferentes; son personas muertas que me están hablando, a través de la transparencia de la falta de ellas hoy; son remordimientos de lo que hice o no hice, ruidos de regatos de noche, ruidos allá abajo, en la casa quieta.
Tengo ganas de gritar dentro de la cabeza. Quiero parar, machacar, romper ese imposible disco gramofónico que suena dentro de mí, en una casa ajena, torturador intangible. Quiero mandar pararse al alma, para que ella, como vehículo que me […] siga hacia delante sólo y me deje. Enloquezco de tener que oír… Y por fin soy yo, en mi cerebro odiosamente sensible, en mi piel pelicular, en mis nervios a flor de piel, las teclas tecleadas en escalas, oh piano horroroso y /personal/ de nuestro recuerdo.
Y siempre, siempre, como en una parte del cerebro que se volviese independiente, suenan, suenan, suenan las escalas allá abajo, allá arriba, de la primera casa de Lisboa donde vine a vivir.
3-12-1931.