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Reconozco, no sé si con tristeza, la sequedad humana de mi corazón. Vale más para mí un adjetivo que un llanto [224] real del alma. Mi maestro Vieira [225] […]
Pero a veces soy diferente, y tengo lágrimas, lágrimas de las calientes, de los que no tienen ni han tenido madre; y mis ojos que arden con esas lágrimas muertas, arden dentro de mi corazón.
No me acuerdo de mi madre. Murió cuando yo tenía un año. Todo lo que hay de disperso y duro en mi sensibilidad viene de la ausencia de ese calor y de la nostalgia inútil de los besos de que no me acuerdo. Soy postizo. Me he despertado siempre contra senos ajenos, arrullado por desvío.
¡Ah, es la nostalgia del otro que yo podría haber sido la que me destroza y sobresalta! ¿Quién otro sería yo si me hubiesen dado cariño del que viene desde el vientre hasta los besos en la cara pequeña?
Soy todas esas cosas, aunque no quiera, en el fondo confuso de mi sensibilidad fatal.
Tal vez la nostalgia de no ser hijo tenga gran parte en mi indiferencia sentimental. Quien, de niño, me apretó contra la cara no podía apretarme contra el corazón. Aquélla estaba lejos, en una sepultura: aquella que me pertenecería si el Destino hubiese querido que me perteneciera.
Me dijeron, más tarde, que mi madre era bonita, y dicen que, cuando me lo dijeron, yo no dije nada. Era ya apto de cuerpo y alma, desentendido de emociones, y el hablar todavía no era una noticia de otras páginas difíciles de imaginar.
Mi padre, que vivía lejos, se mató cuando yo tenía trece años y nunca le conocí. No sé todavía por qué vivía lejos. Nunca me ha importado saberlo. Me acuerdo de la noticia de su muerte como de una gran seriedad durante las primeras comidas de después de saberse. Miraban, me acuerdo, de vez en cuando hacia mí. Y yo respondía mirando, entendiendo estúpidamente. Después comía con más compostura, pues quizás, sin que yo lo viera, continuasen mirándome.