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He pasado entre ellos extranjero, pero ninguno ha visto que lo era. He vivido entre ellos espía, y nadie, ni yo, ha sospechado que lo fuese. Todos me han tenido por pariente: ninguno sabía que me habían equivocado al nacer. Así, he sido igual a los demás sin semejanza, hermano de todos sin ser de la familia.

Venía de prodigiosas tierras, de paisajes mejores que la vida, pero de tierras nunca he hablado, sino conmigo, y de los paisajes, vistos si soñaba, nunca les he dado noticia. Mis pasos eran como los suyos en los entarimados y en las losas, pero mi corazón estaba lejos, aunque latiese cerca, señor falso de un cuerpo desterrado y extraño.

Nadie me ha conocido bajo la máscara de la igualdad, ni ha sabido nunca qué era una máscara, porque nadie sabía que en este mundo hay enmascarados. Nadie ha supuesto que a mi lado estuviese siempre otro, que, al final, era yo. Me creyeron siempre idéntico a mí.

Me han acogido sus casas, sus manos han estrechado la mía, me han visto pasar por la calle como si yo estuviese allí; pero quien soy no ha estado nunca en aquellas salas, quien vivo no tiene manos que estrechen otros, quien me conozco no tiene calles por donde pase, a no ser que sean todas las calles, ni que en ellas lo vea, a no ser que él mismo sea todos los demás.

Vivimos todos lejanos y anónimos; disfrazados, sufrimos desconocidos. A unos, sin embargo, esta distancia entre un ser y él mismo nunca se les revela; para otros es de vez en cuando iluminada, de horror o de angustia, por un relámpago sin límites; pero para otros existe esa dolorosa constancia y cotidianeidad de la vida.

Saber bien quién somos no es cosa nuestra, que lo que pensamos y sentimos es siempre una traducción, que lo que queremos no lo hemos querido, ni por ventura lo quiso alguien -saber todo esto a cada minuto, sentir todo esto en cada sentimiento, ¿no será esto ser extranjero en la propia alma, exiliado en las propias sensaciones?

Pero la máscara, que estuvo mirando inerte, que hablaba en la esquina con un hombre sin máscara esta noche de fin de Carnaval, por fin ha tendido la mano y se ha despedido riendo. El hombre natural ha seguido hacia la izquierda, por la travesera en cuya esquina estaba. La máscara -dominó sin gracia- ha caminado al frente, y se ha retirado entre sombras y acasos de luces, en una despedida definitiva y ajena a lo que yo estaba pensando. Sólo entonces me he dado cuenta de que en la calle había algo más que las farolas encendidas y, enturbiando el sitio donde no estaban, una vaga luz de luna, oculta, muda, llena de nada como la vida…

7-4-1933.