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Vi y oí ayer a un gran hombre. No quiero decir un gran hombre atribuido, sino un gran hombre que verdaderamente lo es. Tiene valía, si la hay en este mundo; saben que tiene valía; y él sabe que lo saben. Tiene, pues, todas las condiciones para que yo le llame un gran hombre. Es, efectivamente, lo que le llamo.

El aspecto físico es el de un comerciante cansado. La cara muestra trazos de fatiga, pero tanto podrían ser de pensar demasiado como de no vivir higiénicamente. Los gestos son cualesquiera. La mirada tiene cierta viveza -privilegio de quien no es miope. La voz es un poco embrollada, como si un principio de parálisis general viciase esta emisión del alma. Y el alma emitida discurre sobre la política de los partidos, sobre el alza o la devaluación del escudo, y sobre lo que hay de despreciable en los colegas de grandeza.

Si yo no supiese quién es, no lo adivinaría por la estampa. Sé bien que no hay que hacerse de los grandes hombres esa idea heroica que se forman las almas simples: que un gran poeta ha de ser un Apolo y un Napoleón de la expresión; o, con menos exigencias, un hombre con distinción y un rostro expresivo. Sé bien que estas cosas son humanidades naturales y absurdas. Pero, si no se espera todo o casi todo, todavía se espera algo. Y, cuando se pasa de la figura vista al alma hablada, no hay sin duda que esperar ingenio o vivacidad, pero hay por lo menos que contar con inteligencia, con, por lo menos, la sombra de la elevación.

Todo esto -estas desilusiones humanas- nos hace pensar en lo que puede realmente haber de verdad en el concepto vulgar de inspiración. Parece que este cuerpo destinado para comerciante y esta alma destinada para hombre educado son, cuando están a solas, investidos misteriosamente de algo interior que es exterior a ellos, y que no hablan, sino que se habla en ellos, y la voz dice lo que sería mentira que ellos dijesen.

Son especulaciones casuales e inútiles. Llego a sentir pena de hacerlas. No disminuye con ellas la valía del hombre; no aumenta con ellas la expresión de su cuerpo. Pero, en verdad, nada altera a nada, y lo que decimos o hacemos roza sólo las cimas de los montes en cuyos valles duermen las cosas.